Ursula Le Guin - El ojo de la garza

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El ojo de la garza: краткое содержание, описание и аннотация

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Herman se presentó en la sala de estar trasera sin llamar a la puerta y se detuvo en el umbral: una figura elegante y fuerte con su túnica de ceñido cinturón. Escudriñó la estancia, que daba al interior del amplio jardín central en torno al cual se levantaba la parte posterior de la casa. Las puertas que daban al jardín estaban abiertas y el sonido de la lluvia fina y suave que caía sobre los senderos y los arbustos poblaba de serenidad la sala.

—De modo que es aquí donde se oculta —dijo.

Luz se había puesto de pie al verlo. Vestía una falda oscura tejida en casa y una blusa blanca que brillaba tenuemente bajo la luz mortecina. Tras ella, entre las sombras, otra mujer hilaba con un huso abatible.

—Siempre se esconde aquí, ¿eh? —repitió Herman. No entró en la sala, quizá porque esperaba que lo invitara o tal vez porque era consciente de su espectacular presencia enmarcada en la puerta.

—Buenas tardes, don Herman. ¿Busca a mi padre?

—Acabo de hablar con él.

Luz asintió. Aunque se moría de curiosidad por saber de qué hablaban últimamente Herman y su padre, no tenía la menor intención de preguntarlo. El joven entró en la sala, se detuvo delante de Luz y la miró con su sonrisa más jovial. Extendió el brazo, le tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó. Luz retiró la mano con un gesto espasmódico provocado por el enfado.

—Es una costumbre absurda —declaró y se apartó.

—Todas las costumbres son absurdas, pero los viejos son incapaces de seguir viviendo sin ellas, ¿eh? Creen que el mundo se derrumbaría si se perdieran sus costumbres. Besar la mano, hacer una reverencia, senhor esto y senhora lo de más allá, así se hacía en el Viejo Mundo, historia, libros, tonterías… ¡Es excesivo!

A pesar de todo, Luz rió. Le encantaba oír que Herman descartaba por ridículas todas las cosas que se perfilaban tan importantes e inquietantes en su vida.

—Los Guardias Negros están funcionando muy bien —informó—. Tendría que asistir a una de nuestras prácticas. Venga mañana por la mañana.

—¿De qué «Guardias Negros» habla? —preguntó Luz con desdén, se sentó y reanudó su trabajo, una obra de costura fina para el cuarto hijo de Eva.

Ése era el problema de Herman: si le sonreías, le decías algo espontáneo o te entraban ganas de admirarlo, el joven insistía, aprovechaba la ventaja y tenías que frenarlo inmediatamente.

—De mi pequeño ejército —respondió—. ¿Y eso qué es?

El joven Macmilan se sentó junto a Luz en el sillón de mimbre. No había espacio suficiente para el corpachón de Herman y la delgada figura de Luz. La muchacha tironeó de su falda hasta quitarla de debajo del muslo del joven.

—Es un gorro —replicó intentando contener la cólera, que subía como la espuma—. Para el bebé de Evita.

—¡Oh, Dios, sí, esa chica es toda una reproductora! Aldo tiene el carcaj lleno. Los hombres casados no pueden formar parte de mi escuadrón. Es un grupo excelso. Tiene que venir a vernos. —Luz hizo un nudo microscópico en el bordado y no respondió—. He ido a contemplar mis tierras. Por eso ayer no vine.

—Ni me enteré —dijo Luz.

—Estuve eligiendo mi propiedad. Está en un valle del Río Molino. El terreno resultará de primera en cuanto se desbroce. Construiré mi casa en lo alto de una colina. Escogí el emplazamiento en cuanto lo vi. Será una casa grande, como ésta, pero aún más grande, de dos plantas y rodeada de porches. Tendrá establos, herrería y todo lo demás. Valle abajo, cerca del río, se alzarán las chozas de los campesinos, en un sitio donde pueda bajar la mirada y verlas. Cultivaré arroz en las marismas donde el río se bifurca por el lecho del valle. Pondré huertos en las laderas…, árboles de la seda y frutales. Talaré parte de los bosques y mantendré otra parte tal cual está para cazar conejos. Será un lugar hermoso, un reino. Venga conmigo a verlo la próxima vez que baje. Le enviaré el triciclo a pedal de Casa Macmilan. Está muy lejos para que una muchacha recorra el camino a pie. Debería verlo.

—¿Para qué?

—Le gustará —afirmó Herman con absoluta seguridad—. ¿No le agradaría tener un lugar así? Poseería todo lo que puede ver hasta donde alcanza su mirada. Una gran casa, montones de criados. Su propio reino.

—Las mujeres no son reyes —declaró Luz. Bajó la cabeza para dar una puntada. Aunque la luz era demasiado débil para seguir cosiendo, la labor le proporcionaba una excusa para no tener que mirar a Herman.

El joven la miraba fijamente, con expresión absorta e insondable; sus ojos estaban más oscuros que de costumbre y ya no sonreía. Repentinamente abrió la boca y rió con una risa demasiado delicada para un hombre tan corpulento.

—¡Ja, ja! No. De todos modos, las mujeres saben cómo conseguir lo que se proponen, ¿no es así, mi pequeña Luz?

La muchacha siguió bordando y no replicó.

Herman acercó su rostro al de ella y murmuró:

—Haga desaparecer a la vieja.

—¿Qué ha dicho? —inquirió Luz con tono normal.

—Hágala desaparecer —repitió Herman e inclinó ligeramente la cabeza.

Luz guardó celosamente la aguja en el estuche, dobló el bordado y se incorporó.

—Discúlpeme, don Herman, pero tengo que hablar con la cocinera —dijo y salió.

La otra mujer continuó en su sitio, hilando. Herman se quedó un minuto más mordiéndose los labios; sonrió, se levantó y salió lentamente, con los pulgares encajados en el cinturón.

Un cuarto de hora más tarde Luz se asomó por la misma puerta por la que había salido y, al comprobar que Herman Macmilan ya no estaba, entró.

—Es un patán —dijo y escupió en el suelo.

—Es muy guapo —opinó Vera y cardó una última tira de seda de los árboles, formando una hebra delgada y uniforme y volviendo a colocar el huso completo sobre su regazo.

—Sí, es muy guapo —reconoció Luz. Tomó el gorro de bebé perfectamente doblado que había estado bordando, lo miró, formó una bola con él y lo arrojó al otro extremo de la sala—. ¡Joder! —exclamó.

—El modo en que te habló te irrita —dijo Vera, pero casi era una pregunta.

—Su modo de hablar, su modo de mirar, su modo de sentarse, su modo de ser… ¡Puaj! Mi pequeño ejército, mi gran casa, mis criados, mis campesinos, mi pequeña Luz. Si fuera hombre, le golpearía la cabeza contra la pared hasta que no le quedara un diente sano.

Vera rió. No reía con frecuencia, generalmente sólo reía cuando se sobresaltaba.

—¡No, no lo harías!

—Claro que sí. Lo mataría.

—Oh, no, claro que no. No lo harías. Si fueras hombre, sabrías que eres tan o más fuerte que él y no estarías obligada a demostrarlo. El problema de ser mujer aquí, donde siempre te dicen que eres débil, es que acabas por creerlo. ¡Qué divertido cuando dijo que los Valles del Sur están demasiado lejos para que una muchacha vaya caminando! ¡Hay alrededor de doce kilómetros!

—En mi vida he caminado tanto, probablemente ni siquiera la mitad.

—Precisamente a eso me refería. Te dicen que eres débil y desvalida. Si lo crees, te irritas y te entran ganas de hacer daño a la gente.

—Sí, es cierto —aceptó Luz y se volvió para mirar a Vera—. Quiero hacer daño a la gente. Quiero hacerlo y es probable que lo haga.

Vera permaneció inmóvil y miró a la joven.

—Así es. —Adoptó un tono más serio—. Estoy de acuerdo en que es probable que lo hagas si te casas con un hombre así y vives su vida. Es posible que no quieras hacer realmente daño a la gente, pero lo harás.

Luz no le quitaba ojo de encima.

—Es aborrecible —dijo finalmente—. ¡Me parece aborrecible expresarlo de esa manera! Decir que no tengo elección, que debo hacer daño a la gente, que lo que yo quiero ni siquiera importa.

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