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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Mientras cruzaban el llano, apenas habían visto la gran cordillera hacia la que se dirigían, las afiladas alturas de hielo, pues las nubes de nieve ocultaban todo salvo las estribaciones azules. Ahora estaban en las estribaciones: un asilo entre la meseta ventosa y las cumbres tormentosas. Se habían internado por el estrecho valle de un torrente que serpenteaba y se ensanchaba hasta alcanzar la extensa y honda garganta del Rocagrís. El lecho del valle estaba arbolado, en su mayor parte por árboles anillados y unos pocos pero espesos grupos de algodones, y había muchos claros. Las colinas del norte del valle eran empinadas y peñascosas, de modo que protegían el propio valle y las laderas del sur, más bajas y abiertas. Era un sitio agradable. El primer día, mientras montaban los refugios, todos se habían sentido cómodos. Por la mañana los claros estaban blancos y bajo los árboles anillados —a pesar que el follaje color bronce había retenido la ligera nevada— hasta la última piedra y brizna de hierba marchita centelleaba con la espesa escarcha. La gente se apiñó alrededor de las fogatas para descongelarse antes de ir a buscar más leña.

—Con este clima, los refugios de broza no sirven —declaró Andre sombríamente y se frotó las manos tiesas y agrietadas—. Ay, ay, ay, estoy entumecido.

—Está aclarando —dijo Luz y se asomó por una amplia brecha en la arboleda, donde el valle lateral desembocaba en la garganta del río.

Mas allá de la escarpada y lejana orilla del Rocagrís, la Cordillera Oriental resplandecía enorme, azul oscuro y blanca.

—De momento. Volverá a nevar.

Andre parecía frágil agazapado junto a la hoguera que ardía casi invisible bajo el fresco sol de la mañana: frágil, entumecido y pesimista. Muy descansada por la jornada sin caminar, Luz experimentaba una frescura espiritual muy semejante a la luz de la mañana: sentía un gran amor por Andre, ese hombre paciente y preocupado. Se agachó a su lado, delante de la hoguera, y le palmeó el hombro.

—Éste es un buen sitio, ¿no te parece? —preguntó. Andre asintió acurrucado, sin dejar de frotar sus manos irritadas y amoratadas—. Andre —el hombre gruñó—, creo que deberíamos construir cabañas en vez de refugios.

—¿Aquí?

—Es un buen sitio…

Andre miró los altos árboles rojos, el torrente que caía estrepitosamente hacia el Rocagrís, las laderas abiertas y soleadas al sur, las grandiosas y azules alturas hacia el este.

—Está bien —aceptó a regañadientes—. Además, hay agua y madera en abundancia. Pesca, conejos, podríamos pasar el invierno aquí.

—¿Crees que deberíamos hacerlo mientras aún hay tiempo para levantar las cabañas?

Encorvado, con los brazos colgando entre las rodillas, Andre se frotaba las manos mecánicamente. Luz lo observaba y aún se apoyaba en su hombro.

—A mí me complace —dijo él finalmente.

—Si hemos recorrido tanto camino…

—Tendremos que reunirnos todos y ponernos de acuerdo… —Andre la miró y le pasó un brazo por los hombros. Permanecieron uno al lado del otro, entrelazados, meciéndose ligeramente sobre los talones, cerca de la hoguera crepitante y casi invisible—. Ya he corrido bastante. ¿Y tú? —Luz asintió—. No estoy seguro. Me pregunto…

—¿Qué?

Andre miró la hoguera iluminada por el sol con su cara tensa, curtida por la intemperie y arrebolada por el calor.

—Dicen que cuando estás perdido, realmente perdido, siempre te mueves en círculo. Vuelves al punto de partida. La cuestión es que no siempre te das cuenta.

—Esto no es la Ciudad ni el Arrabal —aseguró Luz.

—No, todavía no.

—Nunca lo será —insistió y sus cejas trazaron una severa línea recta—. Andre, éste es un sitio nuevo, un lugar en el que empezar.

—Dios lo quiera.

—No sé qué quiere Dios. —Extendió la mano, rascó un poco de tierra húmeda y semicongelada y la apretó contra su palma—. Esto es Dios —afirmó y abrió la mano para mostrar la esfera de tierra negra a medio modelar—. Esto soy yo. Y tú. Y los demás. Y las montañas. Todos somos…, todo está contenido en un círculo.

—No te entiendo, Luz.

—No sé lo que digo. Andre, quiero quedarme aquí.

—En ese caso, supongo que nos quedaremos —añadió Andre y le dio un suave golpe en la espalda—. Me pregunto si habríamos echado a andar de no ser por ti.

—Vamos, Andre, no digas esas cosas…

—¿Por qué no? Es la verdad.

—Suficientes cosas pesan sobre mi conciencia para cargar también con esto. Tengo… Si yo…

—Luz, éste es un sitio nuevo —insistió Andre amorosamente—. Aquí los nombres son nuevos. —Luz vio que Andre tenía los ojos llenos de lágrimas—. Aquí es donde construiremos el mundo…, a partir del barro.

Asher, el chico de once años, se acercó a Luz, que estaba en la orilla del Rocagrís recogiendo mejillones de agua dulce entre las piedras heladas y cubiertas de algas de un remanso.

—Mira, Luz —dijo Asher en cuanto estuvo lo bastante cerca para no tener que gritar.

Luz se alegró de incorporarse y retirar las manos del agua gélida.

—¿Qué traes?

—Mira —repitió el chico en voz baja y le mostró la mano. En la palma había un ser pequeño, semejante a un sapo alado del color de las sombras. Tres ojos dorados y como cabezas de alfileres miraban sin parpadear, uno a Asher y dos a Luz—. Es un no-sé-qué.

—Nunca lo había visto de cerca.

—Vino a mi encuentro. Bajaba hacia aquí con las cestas, se metió volando en una, extendí la mano y se posó.

—¿Querrá venir conmigo?

—No lo sé. Ofrécele tu mano.

Luz extendió la mano junto a la de Asher. El no-sé-qué tembló y durante unos segundos se desdibujó en una simple vibración de frondas o plumas; a continuación, con un salto o un vuelo demasiado veloz para que el ojo lo percibiera, se trasladó a la palma de Luz y ella notó el apretón de seis patas tibias, minúsculas y tiesas.

—Oh, eres hermoso —le dijo tiernamente al ser—, eres hermoso. Podría matarte, pero no conservarte, ni siquiera abrazarte…

—Si los encierras en una jaula, mueren —añadió el chico.

—Ya lo sé —dijo Luz.

El no-sé-qué se tornaba azul, el puro azul cielo entre las cumbres de la Cordillera Oriental en días como el de hoy, de sol invernal. Los tres ojos dorados como cabezas de alfileres centellearon. Las alas brillantes y translúcidas se abrieron, sobresaltando a Luz; el ligero movimiento de su mano arrojó al pequeño ser a su desplazamiento ascendente sobre el ancho río, hacia el este, como una partícula de mica en el viento.

Asher y Luz llenaron las cestas con las conchas pesadas, barbudas y negras de los mejillones y subieron dificultosamente por el sendero rumbo al asentamiento.

—¡Vientosur! —gritó Asher, acarreando la pesada cesta—. ¡Vientosur! Aquí hay no-sé-qué. ¡Vino uno a mi encuentro!

—Claro que sí —confirmó Vientosur y trotó cuesta abajo para ayudarlos con la carga—. ¡Cuántos han recogido! Oh, Luz, tus pobres manos, ven, la cabaña está caldeada, Sasha acaba de traer más leña en la carretilla. Asher, ¿creías que aquí no habían no-sé-qué? ¡No estamos tan lejos de casa!

Las cabañas —nueve de momento y tres más en vías de construcción— se alzaban en la orilla sur del torrente, donde se ensanchaba para formar una charca bajo las ramas de un único y gigante árbol anillado. Se abastecían de agua en las cascadas de la cabecera de la charca; se bañaban y lavaban a los pies del torrente, donde se estrechaba antes de emprender su prolongada zambullida hacia el Rocagrís. Pusieron al asentamiento el nombre de Garza o Charca de las Garzas, en honor de la pareja de seres grises que vivía en la otra orilla del torrente, imperturbables ante la presencia de seres humanos, el humo de sus fuegos, el sonido de sus labores, sus idas y venidas, el murmullo de sus voces. Elegantes, patilargas y silentes, las garzas sólo se ocupaban de recoger alimentos al otro lado de la charca ancha y oscura; a veces se detenían en los bajos para contemplar a los humanos con ojos claros, tranquilos e incoloros. A veces bailaban en noches frías y calmas, antes de la nevada. Mientras Luz, Vientosur y el niño se dirigían a la cabaña, Luz vio a las garzas junto a las raíces del gran árbol, una presta a observarlos y la otra con la estrecha cabeza girada para contemplar el bosque.

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