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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

El ojo de la garza: краткое содержание, описание и аннотация

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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—Luz, he visto algo raro.

Sasha era un hombre extraño. Pese a ser el más viejo, era resistente, enjuto y fuerte, más capaz de soportar el esfuerzo que algunos jóvenes; jamás montaba en cólera, era totalmente independiente y casi siempre guardaba silencio. Luz nunca lo había visto participar en una conversación, salvo para decir sí o no, sonreír o menear la cabeza. Sabía que Sasha nunca había hablado en el Templo, no había formado parte del grupo de Elia ni de la gente de Vera ni había sido de los que tomaban decisiones, pese a ser hijo de uno de sus grandes héroes y cabecillas, Shults, el que había encabezado la Larga Marcha desde las calles de Ciudad Moskva hasta el Puerto de Lisboa. Aunque Shults había tenido otros hijos, murieron en los primeros y difíciles años en Victoria; sólo Sasha, el último en nacer, el nacido en Victoria, había sobrevivido y engendrado un hijo al que había visto morir. Nunca hablaba. Sólo a veces se dirigía a ella, a Luz.

—Luz, he visto algo raro.

—¿Qué?

—Un animal. —Señaló hacia la derecha, hacia la escarpada ladera de broza y árboles convertida ahora, bajo la menguante luz, en una oscura pared—. Más arriba hay un claro, donde un par de árboles cayeron y dejaron un espacio libre. He encontrado unos áloes y me he dedicado a recoger los frutos. He mirado por encima del hombro…, he tenido la sensación que algo me vigilaba. Estaba en el otro extremo del claro. —Hizo una pausa, no para dar efecto a sus palabras, sino para ordenar la descripción—. También recogía áloes. Al principio lo he tomado por un hombre. Parecía un hombre. Cuando se ha puesto a gatas, he visto que no era mucho más grande que un conejo. De color oscuro, con la cabeza rojiza…, una gran cabeza; parecía demasiado grande en relación con el resto del cuerpo. Un ojo central, como el de los no-sé-qué, que me miraba. Creo que también tenía ojos a los lados, pero no lo he visto bien. Me ha clavado la mirada un minuto, se ha vuelto y se ha internado entre los árboles. —Su voz sonaba baja y serena.

—Parece aterrador —comentó Luz tranquila—. Pero no sé por qué.

Claro que sabía por qué, pensaba en su sueño de los seres que se acercaban y vigilaban, a pesar que no lo había soñado desde que abandonaron la zona de los matorrales.

Sasha meneó la cabeza. Estaban en cuclillas, uno al lado del otro, bajo un improvisado techo de ramas. Sasha se quitó las gotas de lluvia del pelo y restregó su erizado bigote gris.

—Aquí no hay nada que pueda hacernos daño salvo nosotros mismos —dijo—. ¿Circulan por la Ciudad historias sobre animales que nosotros ignoramos?

—No…, sólo sobre los escuros.

—¿Los escuros?

—Son una vieja historia. Seres semejantes a hombres, peludos y de feroz mirada. La prima Lores me habló de ellos. Mi padre decía que fueron hombres…, exiliados, hombres que se perdieron, dementes, hombres que perdieron el juicio.

Sasha asintió y añadió:

—Nada semejante puede haber llegado tan lejos. Somos los primeros.

—Sólo hemos vivido en la costa. Supongo que hay animales que jamás hemos visto.

—Y plantas. Mira aquélla: se parece a la que llamamos baya blanca, pero no es la misma. La descubrí ayer. —Hizo silencio. Un rato después añadió—: No hay nombre para el animal que vi.

Luz asintió.

Entre Sasha y ella existía el silencio, el vínculo del silencio. Sasha no habló del animal a nadie más y Luz tampoco lo mencionó. No sabían nada de este mundo, de su mundo, salvo que debían recorrerlo en silencio hasta aprender una lengua digna de hablarse allí. Sasha era un hombre dispuesto a esperar.

Coronaron la segunda cadena el tercer día de llovizna. Arribaron a un valle más largo y menos profundo, en el que la caminata no era tan agotadora. A mediodía cambió el viento y sopló desde el norte, limpiando las crestas de nubes y bruma. Por la tarde ascendieron la última ladera y ese anochecer, en medio de una descomunal y gélida claridad luminosa, llegaron a las macizas y oxidadas formaciones rocosas de la cumbre y vieron las tierras orientales.

Se reunieron pausadamente, ya que los más lentos aún pugnaban por coronar la ladera pedregosa mientras los adelantados los esperaban: a ojos de los escaladores, unas pocas figuras minúsculas y oscuras contra el enorme y brillante vacío celeste. La hierba corta y rala de la cumbre brillaba rojiza en el ocaso. Todos se reunieron allí, sesenta y siete personas, y se dedicaron a contemplar el resto del mundo. Apenas hablaron. El resto del mundo parecía muy grande.

Las sombras de la cuesta por la que habían ascendido arrojaban una profunda penumbra sobre el llano. Más allá de esas sombras la tierra era dorada, un dorado brumoso, encarnado e invernal, débilmente salpicado y moteado por los cursos de los ríos lejanos, la masa de las colinas bajas o los bosquecillos de árboles anillados. Al otro lado de la meseta, en el límite mismo del alcance de la mirada, las montañas se elevaban sobre un fondo de cielo tremebundo, incoloro y ventoso.

—¿A qué distancia están? —preguntó alguien.

—Tal vez haya cien kilómetros hasta la estribaciones.

—Son muy grandes…

—Se parecen a las que vimos en el norte, más arriba del Lago Sereno.

—Tal vez sea la misma cordillera. Se extendía hacia el sudeste.

—Esa meseta es como el mar, sigue al infinito.

—¡Aquí arriba hace frío!

—Situémonos debajo de la cima, al amparo del viento.

Mucho después que el altiplano se tiñera de gris, el afilado y pequeño borde de hielo iluminado por el sol se incendió en el límite de la mirada, hacia el este. Se blanqueó y desapareció; densas en la ventosa negrura, salieron las estrellas, todas las constelaciones, todas las ciudades encendidas que no eran su hogar.

El arroz de los pantanos crecía generosa y espontáneamente en los torrentes de la meseta; les sirvió de alimento durante los ocho días que tardaron en cruzarla. Las Colinas del Hierro se encogieron a sus espaldas: una línea rugosa y oxidada trazada al oeste. En el llano abundaban los conejos, una especie de patas más largas que las de los ejemplares de los bosques costeros; las orillas de los ríos estaban salpicadas y pobladas de conejeras; cuando salía el sol, los conejos también salían y disfrutaban de sus rayos mientras veían pasar a la gente con ojos serenos y confiados.

—Habría que ser tonto para morirse de hambre aquí —comentó Grapa mientras contemplaba a Italia, que desplegaba las trampas cerca de un vado rutilante y cubierto de guijarros.

Siguieron adelante. El viento soplaba cruelmente en la altiplanicie descubierta y no había madera para construir refugios ni para hacer fuego. Siguieron andando hasta que el terreno empezó a subir, ascendiendo hacia las estribaciones, y llegaron a un gran río que corría hacia el sur y al que Andre, el cartógrafo, llamó Rocagrís. Para cruzarlo tenían que encontrar un vado, lo que parecía bastante improbable, o construir balsas. Algunos eran partidarios de atravesarlo y dejar también esa barrera a sus espaldas. Otros preferían volver a virar hacia el sur y seguir la orilla oeste del Rocagrís. Deliberaron y, al mismo tiempo, organizaron el primer campamento de escala. Un hombre se había dañado el pie en una caída y varios más sufrían heridas menores y otros malestares; era imprescindible reparar el calzado; todos estaban cansados y necesitaban unos días de reposo. El primer día levantaron refugios de broza y hojas de paja. Hacía frío y las nubes se acumulaban a pesar que el viento glacial no soplaba. Esa noche cayó la primera nevada.

En Bahía Songe nevaba excepcionalmente y nunca recién entrado el invierno. Ya no estaban bajo la influencia del clima benigno de la costa occidental. Las colinas costeras, los páramos y las Colinas del Hierro contenían la lluvia que los vientos de poniente traían desde el mar; aquí el clima era más seco y más frío.

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