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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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—Recorramos unos kilómetros más y llegaremos al pie de las colinas —propuso Andre—. Puede que allí encontremos refugio y agua.

Miró inquisitivo a Luz y esperó a que diera su opinión. Andre, Martin, Italia y los otros pioneros solían apelar a ella y a un par de mujeres mayores en tanto representantes de los débiles, los que no podían seguir el ritmo que habrían fijado los más resistentes. A Luz no le molestaba. Todos los días caminaba hasta el límite de su resistencia o lo superaba. Las tres primeras jornadas, cuando se habían apresurado por temor a la persecución, la dejaron agotada y, a pesar que ella iba desarrollando fuerzas, no logró compensar esa pérdida inicial. Lo aceptaba y dirigía todo su resentimiento contra la mochila, esa carga monstruosa e irascible, que doblaba las rodillas y destrozaba el cuello. ¡Si no hubieran tenido que acarrear de todo! No podían llevar carretas sin abrir o dejar huellas. Sesenta y siete personas no podían vivir de la inmensidad mientras se trasladaban ni asentarse sin herramientas, aunque no fuera fin de otoño y estuviera a punto de empezar el invierno…

—Unos kilómetros más —repitió.

Siempre se sorprendía al decir esas cosas. «Unos kilómetros más», como si no supusieran ningún esfuerzo, cuando desde hacía seis horas anhelaba, soñaba con sentarse, simplemente con sentarse, sólo con sentarse un minuto, un mes, un año. Pero ahora que habían hablado de torcer nuevamente hacia el este, supo que también anhelaba abandonar ese monótono laberinto de maleza espinosa e internarse en las colinas, donde quizás se pudiera ver en lontananza.

—Unos minutos de descanso —añadió, se sentó, se quitó las correas de la mochila y se frotó los hombros doloridos.

Andre la imitó al instante. Martin fue a hablar con otros pioneros para comentar el cambio de rumbo. No había un alma visible, todos se habían desvanecido en el mar de maleza espinosa, aprovechando los breves minutos de descanso, se habían tendido en el suelo arenoso, grisáceo y cubierto de espinas. Luz ni siquiera divisaba a Andre, sólo veía un ángulo de su mochila. El viento del noroeste, débil pero frío, agitaba las pequeñas ramas secas de los arbustos. No se oía nada más.

Sesenta y siete personas: no se veían ni se oían. Desaparecidas. Perdidas. Una gota de agua en el río, una palabra arrojada al viento. Unos seres diminutos que apenas se desplazaban en la inmensidad, sin demasiada prisa, y que dejaban de moverse, pero ni para la inmensidad ni para cualquier otra cosa significaban nada, no hacían más diferencia que la caída de una espina entre un millón de espinas o el movimiento de un grano de arena.

El miedo que había llegado a conocer en los diez días de travesía se presentó como una ínfima niebla gris en los vericuetos de su mente, el frío deslizamiento de la ceguera. Era suyo, suyo por herencia y educación. Fue para exorcizar su miedo, el miedo de ellos, que se levantaron los techos y los muros de la Ciudad; fue el miedo el que trazó las calles tan rectas e hizo las puertas tan estrechas. Apenas lo había conocido tras esas puertas. Se había sentido muy segura. Hasta en el Arrabal lo había olvidado, pese a ser forastera, porque los muros no eran visibles pero sí muy sólidos: compañerismo, cooperación, afecto, el estrecho círculo humano. Pero por elección se había apartado de todo y se había internado en la inmensidad y por fin estaba cara a cara con el miedo sobre el que se había sustentado toda su vida.

No podía limitarse a afrontarlo, tuvo que combatirlo cuando empezó a tocarla; si no, todo quedaría abolido y perdería totalmente la capacidad de elegir. Tuvo que luchar ciegamente porque no había razón que se opusiera a ese miedo. Era mucho más viejo y penetrante que las ideas.

Existía la idea de Dios. En la Ciudad, a los niños les hablaban de Dios. Él creaba todos los mundos, castigaba a los malos y enviaba a los buenos al Cielo. El Cielo era una bella casa con tejado de oro donde Meria, la madre de Dios —la madre de todos—, atendía solícita las almas de los muertos. Ese relato le había gustado. De pequeña había rezado a Dios para que algunas cosas ocurrieran y otras no porque, si se lo pedías, él podía hacerlo todo; más adelante le gustó imaginar que la madre de Dios y su madre llevaban la casa juntas. Pero cuando aquí pensó en el Cielo, fue un lugar pequeño y lejano, como la Ciudad. No tenía nada que ver con la inmensidad. Aquí no había Dios; él pertenecía a la gente y donde no había gente no había Dios. En el funeral por Lev y los otros también habían hablado de Dios, pero eso ocurrió allá lejos, allá lejos. Aquí no existía nada semejante. Nadie creó esta inmensidad y en ella el bien y el mal no existían; lisa y llanamente, era.

Trazó un círculo en la tierra arenosa, cerca de su pie, dibujándolo con una vara espinosa y procurando hacerlo con la mayor perfección posible. Ése era un mundo, un yo o un Dios, ese círculo, llámalo como quieras. En la inmensidad no había nada más que pudiera pensar de esa manera en un círculo… Luz recordó la delicada anilla de oro que rodeaba la brújula. Como era humana, poseía la mente, los ojos y la mano diestra que imaginaban la idea de un círculo y la dibujaban. Pero cualquier gota de agua que cayera de una hoja a un estanque o a un charco de lluvia podía trazar un círculo aún más perfecto, que huía hacia afuera desde el centro, y si el agua no tenía límites, el círculo se fugaba eternamente hacia afuera, cada vez más débil, siempre más extenso. Ella no podía hacer aquello que cualquier gota de agua era capaz de hacer. ¿Qué había dentro de su círculo? Granos de arena, polvo, unos pocos guijarros pequeñitos, una espina semienterrada, el rostro cansado de Andre, el sonido de la voz de Vientosur, los ojos de Sasha que eran como los de Lev, el dolor de sus hombros donde apretaban las correas de la mochila y su miedo. El círculo no podía excluir el miedo. Y la mano borró el círculo, alisó la arena y la dejó tal como había estado siempre y como volvería a estar siempre después que siguieran adelante.

—Al principio sentí que dejaba atrás a Timmo —comentó Vientosur mientras observaba la ampolla más dolorosa de su pie izquierdo—. Cuando dejamos la casa…, la construimos entre los dos. Sentí que me alejaba y por fin lo abandonaba para siempre, lo dejaba atrás. Pero ahora no veo las cosas bajo esa perspectiva. Fue aquí donde murió, en la inmensidad. Ya sé que no murió aquí mismo, sino en el norte. Pero ya no siento que está tan espantosamente lejos como me pareció todo el otoño, viviendo en nuestra casa. Es casi como si hubiera salido a su encuentro. No estoy agonizando, no es eso. Allá sólo pensaba en su muerte y aquí, mientras caminamos, pienso constantemente en Timmo vivo. Es como si ahora estuviera conmigo.

Habían acampado en un pliegue del terreno, bajo las colinas rojas, junto a un torrente rápido y rocoso. Habían encendido las fogatas, cocinado y comido; muchos se habían acostado y dormían. Aunque aún no era de noche, el frío era tan intenso que si no te movías tenías que acurrucarte junto al fuego o cubrirte y dormir. Durante las cinco primeras noches de la travesía no habían encendido el fuego por temor a los perseguidores y habían sido unas noches terribles; Luz no había conocido deleite más intenso que el que experimentó ante el primer fuego de campamento, en medio de un enorme anillo arbolado, en la ladera sur del páramo, y ese mismo placer se repetía todas las noches, el exuberante lujo de la comida caliente, del calor. Las tres familias con las que Vientosur y ella acampaban y cocinaban se preparaban para pasar la noche; el benjamín —el más joven de toda la migración, un chico de once años— ya estaba enroscado en su manta como un murciélago con saco abdominal y dormía a pierna suelta. Luz se ocupó de la hoguera mientras Vientosur atendía sus ampollas. Río arriba y río abajo centelleaban otras siete fogatas y la más lejana no era más que la llama de una vela en el atardecer gris azulado, una mancha dorada, neblinosa y temblona. El ruido del torrente ahogaba el sonido de las voces en torno a las demás hogueras.

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