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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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—Voy a buscar leña —dijo Luz.

No estaba eludiendo la respuesta a las palabras de Vientosur. No hacía falta una respuesta. Vientosur era amable y perfecta; daba y hablaba, sin esperar nada a cambio; en todo el mundo no existía compañera menos exigente y más alentadora.

Habían recorrido una distancia considerable, veintisiete kilómetros según los cálculos de Martin; habían salido del monótono e infernal laberinto de maleza; habían cenado caliente, el fuego daba calor y no llovía. Hasta el dolor de los hombros le resultó agradable (porque la mochila no lo agudizaba) cuando se incorporó. Eran esos momentos al final del día, junto al fuego, los que contrarrestaban las largas, aburridas y hambrientas tardes de caminata, caminata y caminata, de intentar aliviar la presión de las correas de la mochila en sus hombros, y las horas en medio del barro y la lluvia, cuando no parecía haber razón alguna para seguir adelante, y las peores horas, en la negrura de la noche, cuando siempre despertaba a causa de la misma y espantosa pesadilla: en torno al campamento había un círculo de cosas, no de personas, de pie, invisibles en la oscuridad pero vigilantes.

—Ésta está mejor —comentó Vientosur cuando Luz regresó del bosquecillo próximo con una brazada de leña—, pero la del talón, no. Te diré una cosa. Todo el día de hoy he sentido que no nos siguen.

—Creo que nunca nos han seguido —afirmó Luz y avivó el fuego—. Nunca he pensado que les importara, aunque lo supieran. A los de la Ciudad no les gusta pensar en la inmensidad. Prefieren fingir que no existe.

—Eso espero. Detestaba la idea de estar huyendo. El hecho de ser exploradores crea un sentimiento de mayor valentía.

Luz arregló el fuego para que ardiera lentamente pero sin enfriarse y se agachó delante para recibir un poco de calor.

—Extraño a Vera —reconoció. Tenía la garganta seca por el polvo de la caminata y últimamente no usaba a menudo su voz, que le sonó seca y áspera, como la de su padre.

—Vendrá con el segundo grupo —dijo Vientosur con reconfortante certeza, se vendó el bonito pero herido pie con una tira de tela que ató firmemente al tobillo—. Ah, así está mejor. Mañana me vendaré los pies, como hace Grapa. Así estarán más calientes.

—Ojalá no llueva.

—Esta noche no lloverá. —Los arrabaleros conocían mucho mejor que Luz los signos meteorológicos. No habían vivido tanto tiempo como ella entre cuatro paredes y conocían los significados del viento, incluso aquí donde los vientos eran distintos—. Puede que mañana llueva —añadió Vientosur y se acomodó en el sacomanta. Su voz ya sonaba débil y cálida.

—Mañana estaremos en lo alto de las colinas —dijo Luz.

Miró hacia arriba, hacia el este, pero la ladera próxima del valle del torrente y el atardecer gris azulado ocultaban el perfil rocoso. Las nubes raleaban; una estrella titiló un rato en el este, pequeña y brumosa, pero se esfumó cuando las nubes no visibles volvieron a concentrarse. Luz esperaba que reapareciera, pero no tuvo suerte. Se sintió insensatamente decepcionada. Ahora el cielo estaba oscuro, el suelo estaba oscuro. No había luz salvo los ocho puntos dorados, las hogueras del campamento, una minúscula constelación en la plenitud de la noche. Allá lejos, varios días atrás, en el oeste, miles y miles de pasos a sus espaldas, tras la zona de matorrales, los páramos, las colinas, los valles y los torrentes, junto al gran río que desembocaba en el mar, unas pocas luces más: la Ciudad y el Arrabal, un diminuto apiñamiento de ventanas teñidas de luces amarillas. El oscuro río que corría en la oscuridad. Y ninguna luz sobre el mar.

Acomodó un tronco para que ardiera más lentamente y lo rodeó de ceniza. Buscó el saco de dormir y se introdujo en él, junto a Vientosur. Ahora quería hablar. Vientosur apenas había mencionado a Timmo. Luz quería oírla hablar de él y de Lev; por primera vez ella misma deseaba hablar de Lev. Aquí había demasiado silencio. Las cosas se perderían en el silencio. Debía hablar. Vientosur comprendería. Ella también había perdido su destino, conocido la muerte y seguido adelante.

Luz pronunció su nombre lentamente y el bulto tibio que estaba a su lado no se movió. Vientosur dormía.

Luz se acostó y se acomodó. Aunque pedregosa, la orilla del río era mejor lecho que el de la noche anterior en medio de la maleza espinosa. Su cuerpo estaba tan cansado que resultaba pesado, rígido, duro; tenía el pecho encogido y comprimido. Cerró los ojos. De inmediato vio el largo y sereno salón de Casa Falco, con la luz plateada que se reflejaba desde la bahía poblando las ventanas; y vio a su padre de pie, erguido, alerta, independiente, como siempre. Pero estaba allí sin hacer nada, algo muy extraño en él. Michael y Teresa estaban en la puerta, cuchicheando. Experimentó un raro resentimiento hacia ellos. Su padre estaba de espaldas a los criados, como si ignorara que se encontraban allí o como si lo supiera pero les temiera. Alzó los brazos de extraña manera. Luz vio su rostro unos segundos. Su padre lloraba. Luz no podía respirar, intentó aspirar una gran bocanada de aire pero no lo consiguió; se atragantó porque estaba llorando…, profundos y estremecedores sollozos que casi le impedían respirar. Sacudida por el llanto, acongojada y atormentada en el suelo, bajo la enorme noche, lloró por los muertos, por los seres perdidos. Ya no había miedo sino pena, una pena más allá de toda resistencia, una pena persistente.

El cansancio y la oscuridad bebieron sus lágrimas y se quedó dormida sin haber saciado todo el llanto. Durmió toda la noche, sin sueños ni despertares nefastos, como una piedra más entre las piedras.

Las colinas eran altas y de difícil acceso. El ascenso no fue muy duro porque podían zigzaguear entre las grandes laderas abiertas y de color mohoso, pero cuando llegaron a la cima, a las rocas apiladas en forma de casas y torres, comprobaron que sólo habían coronado la primera de una cadena de colinas triple o cuádruple y que las crestas lejanas eran aún más altas.

En los desfiladeros se apiñaban los árboles anillados, que no crecían en círculo sino agrupados y que alcanzaban una altura artificialmente elevada para ver la luz. La densa maleza llamada áloes se intercalaba entre los troncos rojos, lo que tornaba muy penosa la caminata; los áloes aún tenían fruta, una pulpa espesa, rica y oscura arrugada en torno a una semilla central, gratificante añadido a la escasa comida que portaban en las mochilas. En este terreno no tenían más opción que dejar huellas: para seguir adelante tuvieron que abrirse paso con horcas para arrancar la maleza. Tardaron un día en atravesar el desfiladero y otro en escalar la segunda hilera de colinas, más allá de la cual se extendía la siguiente cadena de desfiladeros en que se concentraban árboles broncíneos y monte bajo carmesí y, más lejos aún, una cordillera impresionante, cubierta de escarpadas pendientes que, con sus piedras desnudas, subía hasta la cima coronada de rocas.

La noche siguiente tuvieron que acampar en el cañón. A media tarde, hasta Martin estaba demasiado agotado para seguir adelante después de hachar y de abrir camino paso a paso. Cuando acamparon, los que no estaban extenuados por el esfuerzo se alejaron del campamento con cautela y a poca distancia, pues en medio del monte bajo era muy fácil perder la orientación. Encontraron más áloes y recogieron sus frutos; con Bienvenido a la cabeza, varios chicos bajaron a buscar agua al pie del torrente y encontraron mejillones de agua dulce. Esa noche celebraron un banquete. Lo necesitaban porque volvía a llover. La niebla, la lluvia y la tarde teñían de gris los rojos fuertes e intensos del bosque. Construyeron refugios de broza y se apiñaron en torno a hogueras que no había modo de mantener encendidas.

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