—Me entristecen —comentó a Carabella—. Siempre en suspenso, atados por la cola a ocultas rocas, balanceándose con las corrientes marinas… ¡Qué pensativos están!
—¡Pensativos! ¡Son primitivas bolsas de gas, menos inteligentes que una esponja!
—Examínalos atentamente, Carabella. Quieren volar, quieren ascender… Observan el cielo, el mundo aéreo, y ansían conocerlo, pero lo único que les está permitido es seguir suspendidos bajo las olas, y hartarse de organismos invisibles. Delante mismo de sus ojos hay otro mundo, y entrar en ese mundo significaría la muerte. ¿No te conmueve ese detalle?
—Que tontería —dijo Carabella.
Durante el segundo día en el canal, la Reina de Rodamaunt se encontró con cinco barcas pesqueras que habían desarraigado un volivante y, tras subirlo a la superficie, lo habían sesgado; las barcas estaban reunidas alrededor del enorme pellejo, y los marineros lo cortaban en trozos más pequeños que amontonaban en las embarcaciones como si de pieles se tratara. Valentine se quedó pasmado. Cuando vuelva a ser la Corona, pensó, prohibiré que se mate a estas criaturas. E inmediatamente se asombró de su pensamiento, y se preguntó si era su intención promulgar leyes basándose únicamente en simpatías personales, sin analizar los hechos. Interrogó a Namurinta sobre la utilidad de los pellejos.
—Medicinal —replicó la capitana—. Alivio para los muy viejos, cuando su sangre fluye lentamente. Un volivante proporciona suficiente droga para todas las islas durante un año o más. Lo que acaba de ver es un raro acontecimiento.
Cuando vuelva a ser la Corona, decidió Valentine, reservaré mi opinión hasta que esté en plena posesión de la verdad, si es que tal cosa es posible.
No obstante, la supuesta solemne profundidad de los volivantes le siguió obsesionando, le causó extrañas emociones, y Valentine se sintió aliviado al abandonar la zona y entrar en las frías y azuladas aguas que rodeaban la Isla del Sueño.
La Isla estaba claramente a la vista hacia el este, y hora tras hora iba aumentando de tamaño de un modo perceptible.
Valentine sólo la había visto en sueños y fantasías sin otra base que su imaginación y los residuos de realidades recordadas que seguían incrustados en su mente. Y él no estaba preparado, en absoluto, para la realidad del lugar.
La Isla era inmensa. Ese detalle no debía ser sorprendente en un planeta de por sí gigantesco, y donde tantas cosas guardaban proporción con las dimensiones planetarias. Pero Valentine se había engañado al pensar que una isla tenía por fuerza dimensiones convenientes y accesibles. Esperaba ver un lugar dos, tres veces mayor que Rodamaunt Graun, y ello era absurdo: la Isla del Sueño, en realidad, cubría todo el horizonte y parecía tan grande como la costa de Zimroel cuando el Brangalyn completó los dos primeros días de navegación tras zarpar de Poliplok. Era una isla, pero por la misma razón también eran islas Zimroel, Alhanroel y Suvrael. Y el único motivo que impedía denominarla continente, como los otros lugares, era que su tamaño no pasaba de ser simplemente grandioso, mientras que los continentes propiamente dichos eran colosales.
Y la Isla era deslumbrante. Igual que el promontorio en la desembocadura del Zimr en Piliplok, se encontraba abastionada por riscos de pura creta blanca que destellaban brillantemente bajo el sol de la tarde. El acantilado formaba un muro de gran altura que quizá se extendía cientos de kilómetros a lo largo de la cara occidental de la Isla. En lo alto de ese muro se alzaba una corona de bosque verde oscuro. Y había un segundo muro de creta, o así lo parecía, tierra adentro, a superior altura, también rematado por vegetación. Y luego una tercera pared más alejada del mar, de tal modo que el aspecto de la Isla era el de una serie de hileras de brillantez que se elevaban hasta llegar a una desconocida fortaleza central posiblemente inaccesible. Valentine había oído hablar de las terrazas de la Isla, que suponía eran construcciones artificiales de gran antigüedad, señales simbólicas del ascenso hacia la iniciación. Pero la Isla en sí parecía un lugar lleno de terrazas, todas naturales, que realzaban su misterio. Poca sorpresa causaba saber que el lugar se había convertido en la morada de lo sagrado en Majipur.
—Esa mella en el acantilado es Taleis —dijo Namurinta mientras señalaba un punto de la costa—. Ahí atracan los barcos de peregrinos. Taleis es uno de los puertos de la Isla. El otro es Numinor, en la costa que mira a Alhanroel. Pero ya deben saber todo esto, puesto que son peregrinos.
—Hemos tenido poco tiempo para estudiar —dijo Valentine—. Esta peregrinación se organizó de repente.
—¿Piensa pasar aquí el resto de su vida, al servicio de la Dama? —preguntó Namurinta.
—Al servicio de la Dama, sí —contestó Valentine—. Pero creo que no aquí. La Isla sólo es un alto en el camino para algunos de nosotros, un alto antes de un viaje mucho más largo.
Namurinta se quedó perpleja, pero no hizo más preguntas.
El viento del sureste soplaba con fuerza, y arrastró hacia Taleis a la Reina de Rodamaunt , sin dificultades y rápidamente. La gran pared de creta no tardó en copar el panorama, y su abertura no era una simple mella, sino un puerto de impresionante tamaño, una inmensa estría en la blancura. Con las velas desplegadas, el trimarán entró en el puerto. Valentine, en proa, con el pelo tremolando a causa de la brisa, se quedó anonadado al ver las dimensiones del lugar, ya que en la V de pronunciado ángulo que era Taleis el acantilado descendía casi verticalmente hacia el agua desde una altura de casi dos kilómetros, y en la base había una llana franja de tierra bordeada por una extensa playa blanca. A un lado había desembarcaderos, muelles y malecones, todo ello empequeñecido por la magnitud del gigantesco anfiteatro. Era difícil imaginar la forma de llegar al interior de la isla a través de un puerto situado al pie de los riscos: el lugar era una fortaleza natural.
Y estaba silencioso. No había embarcaciones en el puerto y una misteriosa, reverberante quietud dominaba todo. En contraste con ese silencio, el sonido del viento o el ocasional chillido de una gaviota cobraba amplificada significación.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó Sleet—. ¿Quién va a recibirnos?
Carabella cerró los ojos.
—Como tengamos que dar la vuelta hasta el lado de Numinor… o peor aún, como tengamos que volver al archipiélago…
—No —dijo Deliamber—. Nos recibirán. No temáis nada.
El trimarán se deslizó hacia la orilla y se detuvo ante un muelle vacío. La grandeza de los alrededores era abrumadora en ese punto, en el ángulo de la V que formaba el puerto, ya que el acantilado era tan alto que parecía estar a punto de desplomarse. Un tripulante aseguró la embarcación y los pasajeros desembarcaron.
La confianza de Deliamber carecía aparentemente de fundamento. Allí no había nadie. Todo estaba en silencio, de un modo tan chillón que Valentine sintió el impulso de taparse los oídos con las manos para dejar de escucharlo. Aguardaron. Intercambiaron miradas de incertidumbre.
—Vamos a explorar —dijo finalmente Valentine—. Lisamon, Khun, Zalzan Kavol: examinad los edificios de la izquierda. Sleet, Deliamber, Vinorkis, Shanamir: por allí. Vosotros, Pandelon, Thesme, Rovorn: id a ese recodo de la playa y mirad qué hay al otro lado. Gorzval, Erfon…
Valentine, acompañado por Carabella y Cordeine, la zurcidora de velas, continuó en línea recta hasta llegar al pie del titánico acantilado de creta. De ese punto partía algo parecido a un sendero que ascendía con increíble inclinación, casi vertical, hacia las alturas del risco, donde desaparecía entre dos blancas cúspides. Trepar por allí exigía tener la habilidad de un hermano del bosque y la osadía de un equilibrista, decidió Valentine. Sin embargo, no se veía en la playa ningún otro punto de salida. Registró la cabaña de madera que había en la base del sendero y sólo encontró varios trineos con mecanismos de flotación, usados seguramente para recorrer la senda. Valentine sacó un trineo, lo puso sobre la placa de arranque que había a ras del suelo, y se subió encima. Pero no vio forma alguna de ponerlo en funcionamiento.
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