Gorzval mostró aprensión a tener que reunirse con sus antiguos empleados. Había empezado a recobrar el humor durante el viaje matutino, pero mientras el trimarán entraba en la laguna fue retrayéndose y poniéndose tenso. Carabella fue la primera en saltar: chapoteó en las poco profundas aguas y abrazó a Sleet. Valentine fue el segundo. Gorzval se escondió en la parte trasera, con la mirada baja.
—¿Cómo nos habéis localizado? —preguntó Sleet. Valentine señaló a Deliamber.
—Magia. ¿Cómo, si no? ¿Estás bien?
—Pensé que el mareo me mataría antes de llegar aquí, pero he tenido uno o dos días para recuperarme. —Se estremeció, y añadió—: ¿Y tú? Vi que te hundías, y creía que todo había terminado.
—Así lo pareció. Una extraña historia, que te explicaré en otra ocasión. Volvemos a estar juntos, ¿eh, Sleet? Todos menos Gibor Haern —agregó tristemente—, que pereció en el naufragio. Pero hemos aceptado a Gorzval como compañero. ¡Venga aquí, Gorzval! ¿No le complace ver otra vez a sus hombres?
Gorzval murmuró confusas palabras y dirigió su vista entre Valentine y los otros, sin mirar a los ojos de nadie. Valentine comprendió la situación y se acercó a los tripulantes para pedirles que no sintieran rencor hacia el ex-capitán por un desastre que escapaba completamente al control de un mortal. Se sorprendió al ver que los cinco marineros se postraban a sus pies.
—Creí que habías muerto, mi señor —dijo Sleet, avergonzado—. No pude resistir el deseo de narrarles mi historia.
—Veo —dijo Valentine— que la noticia va a propagarse con más rapidez de la que yo deseo, aunque todos me jurasteis solemnemente que guardaríais silencio. Bien, es un acto perdonable, Sleet. —Luego se dirigió a los otros—. Arriba. Arriba. Que os arrastréis por el suelo no es provechoso para ninguno de nosotros.
Se levantaron. Les era imposible ocultar su desprecio hacia Gorzval. Pero ese desprecio quedaba oscurecido por la sorpresa que sentían al estar en presencia de la Corona. De los cinco, Valentine se enteró rápidamente, dos —el yort y un humano— preferían quedarse en Kangrisorn con la esperanza de encontrar, algún día, un medio para regresar a Piliplok y reanudar su trabajo. Los tres restantes suplicaron a Valentine que les dejara acompañarle en su peregrinación.
Los nuevos miembros del grupo, que crecía con rapidez, eran dos mujeres —Pandelon y Cordeine, una carpintero y una zurcidora de velas— y un hombre, Thesme, uno de los encargados de las cabrias. Valentine les dio la bienvenida, y aceptó sus promesas de fidelidad, una ceremonia que le produjo un vago malestar. Sin embargo estaba acostumbrándose a vestir los atavíos del poder.
Grigitor y sus hijos no prestaron atención alguna a los pasajeros que se habían arrodillado y que habían besado la mano de Valentine. Perfectamente: hasta después de conversar con la Dama, Valentine no quería que se extendiera por el mundo la noticia de que había recuperado el conocimiento de sí mismo. Aún dudaba de su estrategia y estaba inseguro de su poder. Además, si anunciaba su existencia, atraería la atención de la actual Corona, que seguramente no se quedaría con las manos quietas si descubría que un pretendiente al trono viajaba hacia el Monte del Castillo.
El trimarán reanudó el viaje. Fue de isla en isla, siempre dentro de los límites de los canales costeros, raramente aventurándose en aguas más profundas y azules. Navegaron junto a Lormanar y Climidole, Secundail, Playa Blayhar, Garhuver, y Reductor Wiswis. Luego vieron Quile y Fruil, Amanecer, Baluarte Nissem y Thiaquil, Roacen y Piplinat, y la gran cantera de arena en forma de media luna conocida por Damozal. Hicieron un alto en la isla de Sungyve para coger agua dulce, en la de Musorn para obtener fruta y frondosas legumbres, y en la de Cadibyre para comprar barriles del joven vino rosado del lugar. Y tras muchos días de viaje por estos lugares que gozaban de la bendición del sol, entraron en el espacioso puerto de Rodamaunt Graun.
Se trataba de una lozana isla de origen montañoso rodeada por negras playas volcánicas y dotada de un espléndido rompeolas natural que se extendía por la costa sur. Rodamaunt Graun era la isla dominante del archipiélago, la mayor, con mucho, de la cadena, y tenía una población, así lo afirmó Grigitor, de cinco millones y medio de habitantes. Ciudades gemelas se extendían como alas a ambos lados del puerto, pero también las laderas del importante pico central de la isla estaban bien pobladas, con moradas de roten y madera de eskupiko que se alzaba en perfectas hileras hasta el punto céntrico. Después de la ultima hilera de casas, las laderas estaban cubiertas por una espesa jungla, y en el punto más alto surgía un fino penacho de humo blanco, porque Rodamaunt Graun era un volcán activo. La última erupción, explicó Grigitor, se había producido hacía menos de cincuenta años. Pero ese dato era de difícil credibilidad cuando se observaba las impecables viviendas y la tupida vegetación que crecía más arriba.
El Orgullo de Mardigile debía volver al hogar, pero Grigitor consiguió para los viajeros un trimarán aún más noble, la Reina de Rodamaunt , que les conduciría hasta la Isla del Sueño. El patrón era una tal Namurinta, una mujer de regio porte con su cabello largo y arreglado tan blanco como el de Sleet y un rostro juvenil, sin arrugas. Sus modales resultaron fastidiosos e inquisitivos: estudió atentamente el grupo de pasajeros, como si se esforzara en aclarar qué influencia había reunido aquella mezcolanza en una peregrinación fuera de la temporada.
—Si no les aceptan en la Isla —fue empero lo único que dijo—, volveré a traerles a Rodamaunt Graun, pero en ese caso habrá un coste adicional por su manutención.
—¿Es normal que la Isla rechace peregrinos? —preguntó Valentine.
—No cuando llegan en la época adecuada. Pero los barcos de peregrinos, como supongo que deben saber, no zarpan en otoño. Quizá no haya servicios preparados para recibirles.
—Hemos llegado hasta aquí únicamente con dificultades de poca importancia —dijo desenvueltamente Valentine. Vio que Carabella reía disimuladamente y que Sleet tosía de un modo teatral—. Confío en no encontrar obstáculos mayores a los que ya hemos conocido.
—Admiro su determinación —dijo Namurinta, e indicó a los tripulantes que se dispusieran para partir.
La mitad oriental del archipiélago parecía encontrarse hacia el norte, y las islas eran en general muy distintas a Mardigile y otras de su vecindad; en esencia eran cimas de una cordillera sumergida, no llanas plataformas apoyadas en coral. Tras estudiar los mapas de Namurinta, Valentine llegó a la conclusión de que esa parte del archipiélago había sido en otros tiempos la larga cola de una península que arrancaba de la punta suroeste de la Isla del Sueño, pero que en tiempos antiguos fue engullida por una subida de nivel del Mar Interior. Sólo los picos más altos permanecieron sobre el agua. Y entre la isla más oriental del archipiélago y la costa de la Isla había quedado un mar de cientos de kilómetros, un recorrido formidable para un trimarán, aunque estuviera tan bien preparado corno el de Namurinta.
Pero el viaje no tuvo incidentes. Atracaron en cuatro puertos —Hellirache, Sempifiore, Dimmid y Guadeloom— para proveerse de agua y vituallas, navegaron serenamente junto a Rodamaunt Ounze, la última isla del archipiélago, y entraron en el Canal de Ungehoyer, que separaba el archipiélago de la Isla del Sueño. El canal era una ruta marítima amplia pero poco profunda, ricamente dotada de vida y muy visitada por los pescadores de las islas, que sólo respetaban el último centenar de kilómetros, parte del sagrado perímetro de la Isla. En esas aguas había monstruos de inofensivas especies, grandes criaturas en forma de globo denominadas volivantes que se sujetaban a las rocas de las profundidades y medraban mediante la filtración de plancton a través de sus branquias. Esas criaturas excretaban un constante flujo de materia nutritiva que constituía el sustento de la enorme población de formas vitales que las rodeaba. Valentine vio muchos volivantes durante los primeros días: hinchados sacos globulares de un tinte carmesí oscuro, de quince a veinte metros de anchura en su parte superior, claramente visibles debajo de la calmada superficie. Tenían oscuras marcas semicirculares en la piel, que Valentine supuso eran ojos, hocicos y bocas, de tal forma que vio rostros que miraban hacia arriba con grave expresión, y pensó que los volivantes eran seres profundamente melancólicos, filósofos dotados de autoridad y paciencia que reflexionaban eternamente sobre el flujo y reflujo de las mareas.
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