—¿No es lord Voriax la Corona?
—Murió hace dos años, tal vez más —afirmó otro isleño, y su afirmación fue una novedad para casi todos los que ocupaban la mesa.
Por la noche Valentine compartió la casita con Carabella. Permanecieron largo rato en el barandal, con los ojos fijos en el brillante rastro blanco dejado por la luna en el mar en dirección a la remota Piliplok. Valentine imaginó los dragones marinos que dormitaban en aquel mar, el monstruo en cuya panza había hecho residencia temporal como si se tratara de un sueño, y recordó con gran pesar, a los dos camaradas perdidos, Gibor Haern y Sleet; el primero había ido a parar a las profundidades del mar, y el segundo podía haber corrido idéntica suerte.
Qué gran viaje, pensó Valentine, y rememoró Pidruid, Dulorn, Mazadone, Ilirivoyne, Ni-moya, la fuga a través de los bosques, la turbulencia del Steiche, la frialdad de los capitanes de buques dragoneros en Piliplok, el aspecto del dragón al abatirse sobre el sentenciado navío del pobre Gorzval… Qué gran viaje, cuántos miles de kilómetros, y cuántos miles más había que recorrer aún antes de encontrar una respuesta a las preguntas que inundaban su alma.
Carabella se arrimó a Valentine, en silencio. La postura de la joven hacia él no cesaba de evolucionar, y se había convertido en una mezcla de respeto y amor, deferencia e irreverencia, porque ella le aceptaba y respetaba como Corona genuina, y sin embargo recordaba la inocencia, la ignorancia, la ingenuidad de Valentine, cualidades que éste no había perdido a pesar de todo. Y era evidente que ella temía perderle en cuanto recuperara su personalidad. En cuanto al enfrentamiento diario con el mundo, Carabella era mucho más competente que él, mucho más experimentada, y ese detalle influía en el punto de vista de la joven, que consideraba a Valentine como una persona terrible e infantil al mismo tiempo. Valentine lo comprendía, y por eso no ponía reparos. Aunque diversos fragmentos de su anterior identidad y educación principesca retornaban a él casi a diario, y a pesar de que cada día se acostumbraba más a su posición de mando, buena parte de su antigua personalidad continuaba siendo inaccesible y seguía comportándose, muchísimas veces, como Valentine el vagabundo de vida fácil, Valentine el inocente, Valentine el malabarista. Ese sombrío personaje, el lord Valentine que había sido en otros tiempos, el lord Valentine que volvería a ser algún día, era un sustrato oculto en su espíritu, raramente efectivo, pero cuya existencia no podía olvidarse nunca. Valentine opinaba que Carabella estaba saliendo lo mejor posible de una difícil situación.
—¿En qué piensas, Valentine? —dijo ella.
—En Sleet. Echo de menos a ese rudo hombrecillo.
—Sleet aparecerá. Lo encontraremos más adelante, en la cuarta isla.
—Así lo espero. —Valentine pasó el brazo alrededor de los hombros de Carabella—. También pienso en todo lo que ha sucedido, y en todo lo que sucederá. Tengo la impresión de estar moviéndome en un mundo de sueños, Carabella.
—¿Y quién puede afirmar qué parte es sueño y qué parte no lo es? Actuamos siguiendo las instrucciones del Divino, y no formulamos preguntas, porque no hay respuestas. ¿Me entiendes? Naturalmente hay preguntas y hay respuestas. Puedo decirte qué día es hoy, qué hemos cenado, o cómo se llama esta isla, si tú me lo preguntas. Pero no hay preguntas, no hay respuestas.
—Yo también opino así —dijo Valentine.
Zalzan Kavol había conseguido una de las mayores barcas pesqueras de la isla, un maravilloso trimarán azul turquesa llamado Orgullo de Mardigile . Era una espléndida embarcación de quince metros que se erguía noblemente sobre sus tres alisados cascos. Sus velas, inmaculadas y brillantes bajo el sol matutino, tenían ribetes de llamativo color bermejo que daban a la barca un aire festivo y jubiloso. El capitán era un hombre de edad avanzada, uno de los más prósperos pescadores de la isla. Se llamaba Grigitor, era alto y robusto, el cabello le llegaba a la cintura y tenía la piel tan vigorosa que parecía aceitada. Grigitor, en compañía de otros isleños, había rescatado a Deliamber y Zalzan Kavol en cuanto llegó al lugar la alarma de un naufragio. Tenía cinco tripulantes, sus hijos y sus hijas, todos bien parecidos y fornidos, el vivo retrato del pescador.
El viaje tuvo una primera etapa en Burbont, a menos de media hora de navegación, para seguir después por un canal de aguas verdes y poco profundas que unían a las dos islas más externas con el resto del archipiélago. En esa zona el fondo del mar estaba formado por blanca arena, el sol penetraba fácilmente hasta allí, creando fulgurantes destellos que permitía ver a los moradores submarinos: sapos de mar, cangrejos crispantes, bogavantes patigruesos, multitudes de peces de llamativos colores y siniestras, furtivas anguilas de arena. Los viajeros vieron incluso un pequeño dragón marino, demasiado cerca de tierra firme para acabar bien y claramente aturdido; una hija de Grigitor insistió en cazarlo, pero su padre rechazó la idea, y explicó que su responsabilidad era llevar rápidamente a los pasajeros a Rodamaunt Graun.
Navegaron toda la mañana, pasaron junto a otras tres islas —Richelure, Grialon y Voniaire, dijo el capitán— y al mediodía echaron el ancla para comer. Dos hijos de Grigitor se lanzaron al agua para pescar. Nadaron como espléndidos animales, desnudos en el brillante mar, y no tardaron en alancear varios crustáceos y peces sin apenas fallar un golpe. El mismo Grigitor preparó la comida, cuencos de pescado blanco crudo marinados con salsa picante y acompañados por un reanimador, punzante vino verde. Deliamber se retiró un rato después de comer, y se colgó en la punta de uno de los otros cascos para mirar fijamente hacia el norte. Valentine reparó en el detalle al cabo de unos minutos, y se dispuso a acercarse al vroon, pero Carabella le cogió por la muñeca.
—Está en trance —dijo ella—. No le molestes.
Retrasaron unos minutos la partida después de comer, hasta que el menudo vroon abandonó su posición y volvió con los demás. El mago tenía aire de satisfacción.
—He proyectado mi mente —anunció Deliamber— y tengo buenas noticias. ¡Sleet vive!
—¡Buenas noticias, ciertamente! —gritó Valentine—. ¿Dónde está?
—En una isla de ese grupo —dijo Deliamber, mientras señalaba vagamente con un racimo de tentáculos—. Le acompañan varios marineros de Gorzval que escaparon del desastre en barca.
—Dígame qué isla, y pondremos rumbo hacia ella —dijo Grigitor.
—Tiene forma de círculo, con una abertura en un lado, y una extensión de agua en el centro. La gente tiene piel oscura y lleva el pelo en largos rizos, con joyas en los lóbulos de las orejas.
—Kangrisorn —dijo instantáneamente una hija de Grigitor.
El capitán asintió.
—Kangrisorn, sí —dijo—. ¡Levad el ancla!
Kangrisorn se hallaba a una hora de navegación a barlovento, ligeramente desviada del derrotero trazado por Grigitor. Formaba parte de un conjunto de seis arenosos atolones, meros bancos de arena que rodeaban pequeñas lagunas. Debía ser anormal que gente de Mardigile visitara los atolones, porque mucho antes de que el trimarán entrara en el puerto, los niños de Kangrisorn salieron en tropel en botes para ver a los forasteros. Eran tan negros como dorados los mardigileños, e igualmente bien parecidos a su solemne manera, con brillantes dientes blancos y un cabello tan negro que casi parecía lúgubre. Entre risas y agitar de brazos, los niños guiaron el trimarán hacia la entrada de la laguna. Y allí estaba Sleet, cierto, con la piel quemada por el sol y un poco andrajoso pero esencialmente intacto. Estaba haciendo malabares con cinco o seis esferas de blanqueado coral ante un público formado por algunos isleños y cinco miembros de la tripulación de Gorzval, cuatro humanos y un yort.
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