Robert Silverberg - El laberinto de Majipur

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El laberinto de Majipur: краткое содержание, описание и аннотация

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“Lord Valentine’s Castle” fue publicada fraccionada en dos volúmenes en esta colección, “El Castillo de Lord Valentine” y “El Laberinto de Majipur”, si bien el editor las presentó como dos novelas independientes.
El lector de “El castillo de Lord Valentine” dejó al protagonista convencido ya de su verdadera identidad: él era la Corona de Majipur aunque ni su cara ni su cuerpo fueran los que había tenido como tal.
Decidido a recobrar el trono, el aventajado aprendiz de malabarista debe llegar al Monte del Castillo, montaña gigantesca salpicada de ciudades inmensas en cuya cima reina el impostor Barjacid. Pero el camino hacia el Castillo es un laberinto plagado de peligros.
Valentine tendrá que convencer primero a su madre, La Dama de la Isla y del Sueño, y para ello deberá merecer ese honor, como cualquier peregrino que acude a la Isla, escalando Terraza tras Terraza.
Y antes de llegar al castillo, Valentine habrá de pasar por la prueba más peligrosa: el verdadero Laberinto de Majipur, un mundo subterráneo de tortuosas cavernas donde casi nadie ha visto el sol y donde reside el Pontífice rodeado de su impresionante burocracia.
Escenarios, personajes y monstruos fabulosos como los dragones marinos de hasta cien metros de longitud son los ingredientes principales de esta segunda parte de “El Castillo de Lord Valentine” al igual que lo eran en la primera, conformando eses mundo fantástico que tan merecida fama ha dado su creador, Robert Silverberg.

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Talinot Esulde sonrió como un ángel.

—Si un piurivar llegara aquí, lo aceptaríamos. Pero no participan en nuestros ritos. Viven aislados como si estuvieran solos en Majipur.

—Es posible que algunos hayan llegado aquí disfrazados —sugirió Sleet.

—Lo habríamos sabido —dijo tranquilamente Talinot Esulde.

Después de la cena marcharon a sus habitaciones, salitas individuales apenas mayores que un armario, en una casa de campo con aspecto de colmena. Un lecho, un lavabo, un sitio para poner la ropa, y nada más. Lisamon Hultin lanzó una ceñuda mirada a su habitación.

—Nada de vino —dijo—, he entregado mi espada, y ahora… ¿tengo que dormir en esta caja? Creo que seré un fracaso como peregrino, Valentine.

—Calma, y haz un esfuerzo. Recorreremos la Isla con la máxima rapidez posible.

Valentine entró en su habitación, que se hallaba entre la de Carabella y la de la guerrillera. Inmediatamente se oscureció la esfera luminosa. Valentine se tumbó en el lecho, y en ese mismo instante le dominó la somnolencia, pese a que aún era pronto. Mientras abandonaba el estado consciente, una nueva luz brilló tenuemente en su cabeza, y vio a la Dama, la inconfundible, indiscutible Dama de la Isla.

Valentine la había visto en sueños muchas veces desde que llegó a Pidruid. Afable mirada, pelo oscuro, una flor en la oreja, piel de tinte oliváceo… Pero la imagen del momento era más nítida, la visión más detallada, y Valentine reparó en las suaves arrugas que había en las comisuras de los ojos, las diminutas joyas de color verde que había en los lóbulos de las orejas y la fina banda plateada que rodeaba la frente. En su sueño, Valentine extendió las manos hacia la Dama.

—Madre, estoy aquí —dijo—. Pídeme que vaya a tu lado, madre.

Ella sonrió, pero no respondió.

Estaban en un jardín, con alabandinos en flor por todas partes. La Dama podaba las plantas con un pequeño instrumento dorado, cortaba capullos para que las restantes flores crecieran más. Valentine iba junto a ella, aguardaba a que ella se volviera para verle, pero la poda continuó.

—Hay que dedicar constante atención al trabajo si se desea hacerlo bien —dijo finalmente la Dama, sin mirar a Valentine.

—¡Madre, soy Valentine, tu hijo!

—¿Has visto? Todas las ramas tienen cinco capullos. Si no los toco, todos se abrirán, pero arranco uno aquí, otro allí… y las flores son gloriosas.

Y mientras hablaba, los capullos se desplegaban, y las alabandinas llenaban el aire de una fragancia tan penetrante que produjo sorpresa a Valentine. Los grandes pétalos amarillos se extendieron como platos y dejaron ver los negros estambres y pistilos que contenían. La Dama los tocó suavemente, haciendo flotar una nube de purpúreo polen.

—Tú eres quien eres —dijo la Dama—, y siempre lo serás.

El sueño cambió en ese momento. No quedó nada que recordara a la Dama, sólo un emparrado de espinosos arbustos que agitaba sus rígidos brazos ante Valentine, aves de colosal tamaño, molikahenes, que se contoneaban en los alrededores, y otras imágenes, confusas e inestables, que carecían de cualquier significado coherente.

Nada más despertar, Valentine tuvo que presentarse ante su intérprete de sueños, que no era Talinot Esulde sino otro acólito con categoría de guía, una persona llamada Stauminaup, también con la cabeza rapada y de sexo ambiguo, aunque probablemente era una mujer. Esos acólitos poseían un nivel medio de iniciación, por lo que Valentine sabía. Regresaban del Segundo Risco para atender las necesidades de los novicios.

La interpretación de sueños en la Isla no guardaba parecido alguno con la experiencia que Valentine tuvo en compañía de Tisana. Sin drogas, sin cuerpos tumbados y juntos, Valentine se presentó al oráculo y describió su sueño. Stauminaup escuchó sin inmutarse. Valentine sospechó que el oráculo había tenido acceso a su sueño mientras él lo experimentaba, y que sólo deseaba comparar el relato del novicio con sus percepciones personales, para comprobar la posible existencia de contradicciones y abismos. Por lo tanto, Valentine explicó el sueño tal como lo recordaba: dijo «¡Madre, soy Valentine, tu hijo!», tal como lo había dicho mientras dormía, y observó a Stauminaup para ver si reaccionaba de algún modo. Pero fue igual que observar la faz de creta del risco.

—¿Y de qué color eran las flores de los alabandinos? —dijo el oráculo en cuanto Valentine terminó.

—¡Pues amarillas, con el centro negro!

—Una flor encantadora. En Zimroel las alabandinas son de color escarlata, y amarilla en el centro. ¿Te gustan más los colores de tu sueño?

—No tengo preferencia —dijo Valentine. Stauminaup sonrió.

—Las alabandinas de Alhanroel son amarillas, con centros negros. Puedes irte.

La interpretación de sueños fue muy parecida casi todos los días: un críptico comentario, o bien un comentario no tan críptico pero que se prestaba a diversas interpretaciones, aunque ni una sola vez hubo tales interpretaciones. Stauminaup era un depósito de sueños, los absorbía sin dar consejo. Valentine fue acostumbrándose a este proceder.

También fue acostumbrándose a la diaria rutina laboral. Por la mañana trabajaba dos horas en el jardín, podaba, quitaba malas hierbas y removía la tierra, y por la tarde se convertía en albañil novato que aprendía el arte de resanar las losas de la terraza. Había largas sesiones de meditación para las que Valentine no recibía guía alguna; le enviaban a su habitación para que mirara fijamente las paredes. Apenas veía a sus compañeros de viaje, sólo cuando se bañaban, a media mañana y poco antes de cenar, en el espumoso estanque. Y además, pocas cosas tenían que decirse. Era fácil adaptarse al ritmo del lugar y dejar a un lado las prisas. El ambiente tropical, el perfume de millones de flores, el tono amable de todo lo que ocurría allí, adormecía y sosegaba igual que un baño de agua templada.

Pero Alhanroel se hallaba a miles de kilómetros al este, y Valentine no avanzaba un solo centímetro hacia su objetivo mientras permanecía en la Terraza de Evaluación. Ya había transcurrido una semana. Durante sus sesiones de meditación, Valentine forjaba fantasías: reunía a los suyos y se escabullían por la noche, pasaban ilícitamente de terraza en terraza, escalaban el Segundo Risco, el Tercer Risco, y finalmente se presentaban a la Dama en el umbral del templo. Pero Valentine sospechaba que de ese modo no llegaría muy lejos, pues en aquel lugar los sueños eran libros abiertos.

Y Valentine iba impacientándose. Sabía que la impaciencia no le serviría para avanzar, y se dijo que debía calmarse, entregarse por completo a sus tareas, limpiar su mente de apremios, urgencias y obligaciones, allanar el camino que le conduciría al sueño de citación con que la Dama le atraería al templo. Tampoco esto tuvo efecto. Arrancó cizaña, cultivó el cálido y rico suelo, llevó cubos de mortero y lechada a los puntos más distantes de la terraza, se sentó con las piernas cruzadas en las horas de meditación, con la mente totalmente hueca, y noche tras noche se acostaba suplicando que la Dama se le apareciera y le dijera, «Es el momento de que vengas a verme», pero nada de eso sucedía.

—¿Cuánto va a durar esto? —preguntó un día a Deliamber en el estanque—. ¡Ya son cinco semanas! O quizá seis, he perdido la cuenta. ¿Tendré que estar aquí un año? ¿Dos? ¿Cinco?

—Hay peregrinos que llevan aquí ese tiempo —dijo el vroon—. Hablé con una peregrina, una yort que formó parte de patrullas durante el gobierno de lord Voriax. Lleva cuatro años aquí y se ha resignado a quedarse para siempre en la terraza exterior.

—Ella no tiene necesidad de ir a otro sitio. Esta posada es muy agradable, Deliamber. Pero yo…

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