Valentine se encontraba completamente solo en esa terraza. Sin Shanamir, sin Vinorkis, sin Farssal. Valentine estuvo muy atento a la presencia del hombre de la barba negra: si en realidad era un espía, encontraría algún medio para seguir a Valentine de terraza en terraza. Pero Farssal no apareció.
Valentine permaneció once días en la Terraza de los Espejos y después, en compañía de otros cinco novicios, ascendió con un trineo flotante hasta el borde del Segundo Risco y la Terraza de Consagración.
Desde allí había una magnífica vista de las tres primeras terrazas, muy por debajo, extendidas junto al distante mar. Valentine apenas divisó la Terraza de Evaluación —sólo una fina línea rosa en el verde oscuro del bosque—, pero la gran Terraza de Iniciación aparecía de un modo imponente en el centro del llano inferior, y la Terraza de los Espejos, la más próxima, resplandecía como un millón de hogueras bajo el sol del mediodía.
Para Valentine cada vez era menos importante la celeridad de su paso. El tiempo iba perdiendo significado. Valentine se había adaptado al ritmo del lugar. Trabajaba en los campos, asistía a largas sesiones de instrucción espiritual y pasaba buena parte de su tiempo en el interior del oscuro edificio con techo de piedra que era el santuario de la Dama, para pedir, de un modo que en realidad no era pedir, que se le otorgara iluminación. De vez en cuando recordaba su anterior propósito de llegar rápidamente al corazón de la Isla para ver a la mujer que habitaba allí. Pero ahora no había prisa. Valentine se había transformado en un auténtico peregrino.
Después de la Terraza de Consagración se extendía la Terraza de las Flores, luego la Terraza de Devoción y a continuación la Terraza de Capitulación. Todas se hallaban en el llano del Segundo Risco, igual que la Terraza de Ascenso, que era la etapa final antes de subir a la meseta donde vivía la Dama. Cada una de estas terrazas, supo con el tiempo Valentine, rodeaba completamente la isla, de modo que podía haber un millón de devotos, incluso más, en todas ellas, y un peregrino sólo veía un minúsculo fragmento del conjunto mientras continuaba su avance hacia el centro. ¡Cuánto esfuerzo consumido para construir el lugar! ¡Cuántas vidas dedicadas por entero al servicio de la Dama! Y los peregrinos se movían en una esfera de silencio: sin trabar amistades, sin intercambiar confidencias, sin abrazar a sus amantes… Farssal había constituido una misteriosa excepción a esa costumbre. Parecía que aquel lugar existía fuera del tiempo y aparte de los ordinarios rituales de la vida.
En esa zona media de la Isla se hacía menos hincapié en la enseñanza y más en el trabajo. Cuando él llegara al Tercer Risco, lo sabía perfectamente, encontraría a las personas que ejecutaban las tareas de la Dama en todo el mundo. Porque no era la misma Dama, así lo había sabido Valentine, la encargada de irradiar la mayor parte de envíos, sino que la misión dependía de los acólitos avanzados del Tercer Risco, cuyas mentes y espíritus actuaban como amplificadores de la benevolencia de la Dama. No todo el mundo llegaba al Tercer Risco. Por lo que Valentine pudo saber, los acólitos de más edad llevaban décadas en el Segundo Risco, realizando tareas administrativas, sin esperanzas ni deseos de ascender a las responsabilidades más onerosas de la zona interior.
En la tercera semana en la Terraza de Devoción, Valentine obtuvo lo que a él le pareció un inconfundible sueño de citación.
Se vio cruzando la reseca llanura purpúrea que había ensombrecido su sueño en Pidruid. El sol estaba bajo en el horizonte y el cielo era cruel y sombrío. Ante Valentine había dos cadenas montañosas que se alzaban como gigantescos e hinchados puños. En el irregular valle salpicado de rocas que había entre las cordilleras se veía el último destello rojizo de sol, una peculiar luz oleosa, ominosa, más semejante a una mancha que a refulgencia. Un frío y seco viento soplaba en el valle de extraña iluminación, y con el viento llegaban suspiros y canciones, tiernas y melancólicas melodías que cabalgaban en la brisa. Valentine caminó muchas horas pero sin avanzar: las montañas no se acercaban, la arena del desierto se extendía hasta el infinito mientras él proseguía la dura caminata, y el último fragmento de luz no se iba. Su fuerza menguó. Amenazadores espejismos empezaron a danzar ante él. Vio a Simonan Barjazid, el Rey de los Sueños, y a sus tres hijos. Vio al lívido y senil Pontífice que rugía en su trono subterráneo. Vio monstruosos amorfibotes que se arrastraban indolentemente en las dunas, y trompas de enormes dhumkares que brotaban como barreras de arena, escudriñando el aire en busca de presa. Había seres que silbaban, zumbaban o susurraban, insectos que pululaban en repulsivas nubéculas, y empezó a caer una lluvia de seca arena, no muy fuerte, que tapó los ojos y la nariz de Valentine. Él se sentía fatigado y estaba a punto de rendirse y detenerse, de tumbarse en la arena para que las movedizas dunas le cubrieran. Pero había algo que le atraía, una reluciente figura que iba de un lado a otro del valle, una mujer sonriente, la Dama, su madre; y mientras ella fuera visible, Valentine no cejaría en su avance. Notaba el calor de la presencia de la Dama, la atracción de su amor.
—Ven —murmuró ella—. ¡Ven conmigo, Valentine!
Los brazos de la Dama se extendieron hacia él en el terrible desierto de monstruosidades. Los hombros de Valentine estaban caídos. Sus rodillas cada vez tenían menos fuerza. No podía continuar, pero sabía que tenía que hacerlo.
—Dama —musitó—. Estoy agotado, debo descansar, debo dormir.
El resplandor que había entre las montañas se hizo más cálido y brillante tras esas palabras.
—¡Valentine! —gritó ella—. ¡Valentine, hijo mío! Valentine apenas podía mantener abiertos los ojos. Era tan tentador tumbarse en la suave arena.
—Eres mi hijo —dijo la voz de la Dama tras recorrer la increíble distancia—, y yo te necesito.
Y mientras ella pronunciaba esas palabras, Valentine comprobó que tenía nueva fuerza, y caminó con más rapidez. Luego inició una suave carrera sobre el duro y encostrado suelo del desierto, con el ánimo levantado, con zancadas cada vez más largas. Las distancias menguaron rápidamente, y Valentine vio con claridad a la Dama, que le aguardaba en una terraza de piedra de tinte violeta, sonriente, con los brazos extendidos hacia él, pronunciando su nombre con una voz que resonaba igual que las campanas de Ni-moya.
Valentine despertó mientras el sonido de aquella voz seguía repicando en su mente.
Estaba amaneciendo. Una prodigiosa energía inundó el espíritu de Valentine. Se levantó y se dirigió al gran recipiente de amatista que era la piscina de la Terraza de Devoción, y se zambulló resueltamente en las heladas aguas del manantial. Después corrió hacia la habitación de Menesipta, su intérprete de sueños en aquel lugar, una mujer robusta, espigada, con centelleantes ojos negros y un semblante severo y reservado. Y narró su sueño en un largo torrente de palabras.
Menesipta guardó silencio.
La frialdad de su respuesta apagó la vivacidad de Valentine. Éste recordó que, estando en la Terraza de Evaluación, había explicado a Stauminaup el fraudulento sueño de citación del volivante, y que la oráculo restó importancia al sueño. Pero su último sueño no era un fraude. No contaba con Deliamber para obrar brujerías en su mente.
—¿Puedo pedir una evaluación? —dijo finalmente Valentine.
—El sueño contiene alusiones familiares —replicó tranquilamente Menesipta.
—¿Eso es todo lo que interpretas? Menesipta parecía estar divirtiéndose.
—¿Qué otra cosa quieres que diga?
Valentine apretó los puños en gesto de frustración.
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