Valentine respiró profundamente.
—¡La Gran Oráculo Tisana de Falkynkip fue citada para escoltarme! —anunció en voz resonante—. ¡También ella tendrá que esperar mientras vosotros perdéis el tiempo tartamudeando! ¿Vais a responder ante ella por los motivos de este retraso? ¡Ya sabéis el genio que tiene la Gran Oráculo!
—Cierto, cierto —convinieron nerviosamente los acólitos, e inclinaron la cabeza en señal de aprobación como si en realidad existiera ese personaje y como si su ira fuera algo francamente temible.
Valentine comprendió que había vencido. Movilizó a los acólitos con vivos e impacientes gestos, y poco después subió al trineo y flotó serenamente hacia el risco más elevado y más sagrado de los tres que tenía la Isla del Sueño.
El ambiente en lo alto del Tercer Risco era muy claro, puro y frío, puesto que ese llano de la Isla se hallaba a miles de metros sobre el nivel del mar, y en el nido de águilas que era la morada de la Dama el medio ambiente era muy distinto al de los dos escalones inferiores. Los árboles eran elevados y delgados, con hojas similares a agujas y ramas abiertas y simétricas. Los arbustos y plantas que rodeaban los árboles poseían una dureza subtropical, gruesas y lustrosas hojas y tallos sólidos, correosos. Al volver la vista atrás, Valentine no logró distinguir el océano, sólo la irregular extensión arbolada del Segundo Risco y un vislumbre del Primer Risco, muy distante.
Una senda de bloques de piedra elegantemente unidos partían del borde del Tercer Risco en dirección al bosque. Sin vacilación alguna, Valentine siguió la senda. No tenía la menor idea sobre la topografía de ese llano, sólo sabía que contenía numerosas terrazas y que la última era la Terraza de Adoración, donde los acólitos aguardaban la llamada de la Dama. No esperaba llegar al umbral del Templo Interior sin que alguien le interceptara, pero llegaría tan lejos como le fuera posible, y cuando le detuvieran por transgresor, se identificaría y pediría que le llevaran a presencia de la Dama. El resto quedaría sujeto a la merced, a la gracia de la Dama.
Valentine fue detenido antes de llegar a la terraza más externa del Tercer Risco.
Cinco acólitos vestidos con los atuendos de la jerarquía interna, mantos dorados con bordes rojos, salieron del bosque y se colocaron fríamente en el camino de Valentine. Eran tres hombres y dos mujeres, todos de considerable edad, y no demostraron miedo al intruso.
Una mujer, canosa, con finos labios y ojos de un negro intenso, fue la primera en hablar.
—Soy Lorivade de la Terraza de las Sombras, y te pido, en nombre de la Dama, que expliques cómo has llegado hasta aquí.
—Soy Valentine de Alhanroel —replicó Valentine sin titubear—. Mi carne es carne de la Dama y quiero que me conduzcáis ante ella.
La descarada afirmación no ocasionó sonrisas entre los jerarcas.
—¿Afirmas tener parentesco con la Dama?
—Soy su hijo.
—El nombre de su hijo es Valentine, y él es la Corona en el Monte del Castillo. ¿Qué locura es ésta?
—Llevad a la Dama la noticia de que su hijo Valentine viene a verla tras cruzar el Mar Interior y atravesar Zimroel entero, y que él es un hombre rubio. No pido más que eso.
—Llevas la ropa del Segundo Risco —dijo el hombre que había al lado de Lorivade—. No te está permitido efectuar este ascenso.
—Lo comprendo. —Valentine suspiró—. Mi ascenso no está autorizado, es ilegal y presuntuoso. Pero afirmo tener poderosas razones de estado. Si mi mensaje tarda en llegar a la Dama, vosotros responderéis de ello.
—Aquí no estamos habituados a las amenazas —declaró Lorivade.
—No estoy amenazándoos. Sólo me refiero a consecuencias inevitables.
—Es un lunático —dijo la mujer que estaba a la derecha de Lorivade—. Tendremos que recluirlo y tratarlo.
—Y censurar a los encargados de ahí abajo —dijo otro hombre.
—Y averiguar de qué terraza procede este hombre, y por qué se le permitió salir de ella —dijo el tercero.
—Lo único que pido es que llevéis mi mensaje a la Dama —dijo tranquilamente Valentine.
Le rodearon y, avanzando en formación, le obligaron a seguir la senda del bosque hasta un lugar donde había tres flotadores custodiados por varios acólitos más jóvenes. Era indudable que habían previsto graves problemas. Lorivade llamó por señas a un acólito e impartió breves órdenes. Después, los cinco jerarcas subieron a un flotador y se alejaron.
Los acólitos se aproximaron a Valentine. Le agarraron sin miramientos y le empujaron hacia un flotador. Valentine sonrió y les indicó que no pensaba ofrecer resistencia, pero los acólitos continuaron asiéndole y le obligaron a sentarse. El vehículo se elevó a máxima altura y, tras darse la señal, las monturas enganchadas al flotador trotaron hacia la terraza más cercana.
En la Terraza de las Sombras había edificios anchos y de poca altura y grandes plazas con pétreo suelo, y las sombras que daban nombre al lugar eran tan oscuras como la más negra de las tintas, misteriosas, exhaustivas rebalsas de la noche que se extendían formando figuras extrañamente significativas sobre las abstractas estatuas de piedra. Pero Valentine hizo un breve recorrido de la terraza. Sus aprehensores se detuvieron frente a un austero edificio que carecía de ventanas. Una puerta de ingenioso diseño giró sobre sus silenciosos goznes tras un suavísimo toque. Valentine fue conducido al interior.
La puerta se cerró y no dejó rastro alguno en la pared. Estaba prisionero.
La habitación era cuadrada, baja de techos, y triste. Un solitario flotador luminoso arrojaba una suave luz verdosa. Había un limpiador, un lavabo, una cómoda, un colchón. Aparte de eso, nada.
¿Enviarían su mensaje a la Dama?
¿O iban a dejarle aquí, devorado por el polvo mientras investigaban las irregularidades de su advenimiento al Tercer Risco, mientras hacían averiguaciones entre la burocracia de la isla durante semanas enteras?
Transcurrió una hora, dos, tres. Que envíen a alguien a interrogarme, suplicó Valentine, un inquisidor, alguien, pero no este silencio, este aburrimiento, esta soledad. Valentine contó pasos. La habitación no era exactamente cuadrada: un par de paredes eran un paso y medio más largas que las otras dos. Buscó el perfil de la puerta y no lo encontró. El ajuste era inconsútil, una maravilla de diseño que poco ánimo dio a Valentine. Inventó diálogos y los embelleció en silencio: Valentine y Deliamber, Valentine y la Dama, Valentine y Carabella, Valentine y lord Valentine. Pero esa diversión no tardó en hacerse sosa.
Escuchó un tenue zumbido y se volvió. Vio una rendija abierta en la pared y una bandeja que se deslizaba en su celda. Le ofrecían pez frito, un racimo de uva color marfil y una jarra que contenía un jugo rojo y fresco.
—Os doy cordiales gracias por esta comida —dijo en voz alta.
Sus dedos tantearon la pared, en busca del lugar por donde había entrado la bandeja: ni rastro.
Comió. Inventó más diálogos, conversó mentalmente con Sleet, con la anciana intérprete de sueños Tisana, con Zalzan Kavol, con el capitán Gorzval. Se interesó por la infancia de sus compañeros, por sus esperanzas y sueños, por sus opiniones políticas, por sus gustos en cuanto a la comida, bebida y vestimenta. Nuevamente el juego se hizo aburrido al cabo de un rato, y Valentine se tumbó para dormir.
También el sueño fue breve, una somera cabezada, interrumpida seis veces por incoloros y deprimentes momentos de vela. Sus sueños fueron irregulares. En ellos flotó la Dama, Farssal, el Rey de los Sueños, el cacique metamorfo y la jerarca Lorivade, pero estos personajes sólo le ofrecieron embrolladas y lóbregas palabras. Cuando finalmente despertó, una bandeja con el desayuno había aparecido en la habitación.
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