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John Flanagan: Las ruinas de Gorlan

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John Flanagan Las ruinas de Gorlan
  • Название:
    Las ruinas de Gorlan
  • Автор:
  • Издательство:
    Alfaguara
  • Жанр:
  • Год:
    2008
  • Город:
    Madrid
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    978-84-204-7303-1
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Las ruinas de Gorlan: краткое содержание, описание и аннотация

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Will es un chico de 15 años, bajo para su edad, pero ágil y lleno de energía. Toda su vida ha querido ser guerrero para seguir los pasos de ese padre que nunca llegó a conocer. Cuando le rechazan como aprendiz en la Escuela de Combate del castillo Redmont, se hunde en la desesperación, y aún más todavía cuando le asignan como aprendiz del enigmático Halt para formar parte del Cuerpo de Montaraces. Los montaraces La gente común y corriente teme a los montaraces y cree que son brujos, que su habilidad para moverse sin ser vistos tiene algo que ver con la magia negra. Will comparte ese temor supersticioso, pero mientras su entrenamiento progresa… descubre que las cosas son distintas de como siempre pensó. Cuando se ve envuelto en una conspiración, tiene que utilizar todo el talento para salvar a su compañero y mentor y no perecer en el intento…

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Había confesado su intención de trabajar para él y aprender sus habilidades, con o sin cucharón de madera.

Había otros maestros, por supuesto. El maestro armero y el herrero eran dos de ellos. Pero hoy sólo se presentarían aquellos que tuvieran plazas vacantes para nuevos aprendices en ese momento.

—¡Los maestros están reunidos, señor! —dijo Martin subiendo el volumen de su voz.

Martin parecía relacionar de forma directamente proporcional el volumen con la importancia de la ocasión. El barón elevó de nuevo la mirada al cielo.

—Ya lo veo —dijo con calma, añadiendo después en un tono más formal—: Buenos días, lady Pauline; buenos días, caballeros.

Le respondieron y el barón se giró hacia Martin una vez más.

—¿Podríamos proceder, quizás?

Martin asintió varias veces, consultó un fajo de notas que sostenía en una mano y marchó a encarar la fila de candidatos.

—Bien, ¡el barón está esperando! ¡El barón está esperando! ¿Quién es el primero?

Will, con la mirada baja, cambiando nervioso el peso de su cuerpo de un pie a otro, tuvo de repente la sensación de que alguien le observaba. Levantó la vista y dio un respingo de sorpresa cuando se encontró con la oscura e insondable mirada de Halt, el montaraz.

No le había visto entrar en la habitación. Se dio cuenta de que el misterioso personaje debía de haberse deslizado hacia el interior por la puerta lateral mientras todo el mundo centraba su atención en los maestros según hacían su entrada. Ahora se encontraba de pie, tras la silla del barón y ligeramente a un lado, vestido con sus habituales ropas de color marrón y gris y envuelto en su larga capa de montaraz, moteada de gris y verde. Halt era una persona desconcertante. Tenía el hábito de acercarse a ti cuando menos te lo esperabas, y nunca le oías llegar. Los supersticiosos aldeanos creían que los montaraces practicaban una forma de magia que los hacía invisibles ante la gente común. Will no estaba seguro de creer aquello, pero tampoco lo estaba de no creerlo. Se preguntó por qué Halt estaba hoy allí. No se le reconocía como uno de los maestros y, hasta donde Will sabía, no había asistido a ninguna Elección anterior a ésta.

Súbitamente, la mirada de Halt se apartó de él y fue como si se hubiera apagado un foco. Will advirtió que Martin estaba hablando de nuevo. Se percató de que el secretario tenía la costumbre de repetir las frases, como si le persiguiera su propio eco.

—Vamos a ver, ¿quién es el primero? ¿Quién es el primero?

El barón suspiró de forma audible.

—¿Por qué no empezamos por el primero de la fila? —sugirió en tono razonable, y Martin asintió varias veces.

—Por supuesto, mi señor. Por supuesto. El primero de la fila, un paso al frente y preséntese al barón.

Tras un instante de duda, Horace dio un paso al frente saliendo de la fila y permaneció firme. El barón le examinó unos segundos.


—¿Nombre? —dijo, y Horace respondió atrancándose ligeramente con la forma correcta de dirigirse al barón.

—Horace Altman, señor… mi señor.

—¿Y tienes alguna preferencia, Horace? —preguntó el barón con el aire de alguien que conoce cuál será la respuesta antes de oírla.

—¡Escuela de Combate, señor! —dijo Horace con firmeza.

El barón asintió. No esperaba menos. Miró a Rodney, que estaba analizando al chico pensativamente, evaluando su validez.

—¿Maestro de combate? —dijo el barón. Por lo general se habría dirigido a Rodney por su nombre de pila, no por su título. No obstante, ésta era una ocasión formal. De igual modo, lo habitual era que Rodney se dirigiese al barón como «señor», pero en un día como hoy «mi señor» era la manera apropiada.

El corpulento caballero avanzó, con la cota de malla y las espuelas tintineando levemente según se aproximaba a Horace. Miró al chico de arriba abajo y se situó detrás de él. La cabeza de Horace comenzó a girar con él.

—Quieto —dijo sir Rodney, y el muchacho dejó de moverse, fijando la mirada al frente—. Parece lo suficientemente fuerte, mi señor, y siempre me vienen bien nuevos reclutas —se rascó el mentón—. ¿Montas, Horace Altman?

Una mirada de inseguridad cruzó el rostro de Horace cuando se percató de que podía ser un obstáculo para que le seleccionaran.

—No, señor. Yo…

Estaba a punto de añadir que los pupilos del castillo tenían muy pocas oportunidades de aprender a montar, pero sir Rodney le interrumpió.

—No importa. Eso se puede enseñar —el corpulento caballero miró al barón y asintió—. Muy bien, mi señor. Lo tomo para la Escuela de Combate, sujeto al habitual período de prueba de tres meses.

El barón tomó nota en una hoja de papel que tenía delante y sonrió brevemente al encantado, y muy aliviado, joven ante sí.

—Enhorabuena, Horace. Preséntate en la Escuela de Combate mañana por la mañana. Ocho en punto.

—¡Sí, señor! —replicó Horace con una amplia sonrisa. Se volvió a sir Rodney e hizo una leve reverencia—. ¡Gracias, señor!

—No me lo agradezcas aún —replicó crípticamente el caballero—, no sabes la que te espera.

Capítulo 3

—¿Quién es el siguiente? —llamó Martin mientras Horace volvía a la fila con una gran sonrisa.

Alyss se adelantó con elegancia, fastidiando a Martin, a quien le hubiera gustado designarla como el siguiente candidato.

—Alyss Mainwaring, mi señor —dijo con su tono suave y equilibrado. Acto seguido, antes de que pudieran preguntarle, continuó—: Solicito, por favor, el ingreso en el Servicio Diplomático, mi señor.

Arald sonrió a la muchacha de solemne apariencia. Tenía un aire de confianza en sí misma y desenvoltura que le vendría muy bien en el Servicio. El barón miró a lady Pauline.

—¿Mi señora? —dijo.

Ella asintió varias veces con la cabeza.

—Ya he hablado con Alyss, mi señor. Creo que será una candidata excelente. Aprobada y aceptada.

Alyss inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la dama que iba a ser su mentora. Will pensó en cuánto se parecían: ambas altas y de movimientos elegantes, ambas de actitud seria. Sintió una pequeña oleada de alegría por su más antigua compañera, consciente de lo mucho que había deseado ella esta selección. Alyss regresó a la fila y Martin, para que no se le anticiparan esta vez, ya estaba señalando a George.

—¡Sí! ¡Eres el siguiente! ¡Eres el siguiente! Dirígete al barón.

George se adelantó un paso. Su boca se abrió y se cerró varias veces pero de ella no salió nada. Los otros pupilos miraron sorprendidos. A George, considerado de largo por todos ellos como el abogado oficial de prácticamente todo, le estaba superando el miedo escénico. Al final consiguió decir en voz baja algo que nadie en la estancia pudo oír. El barón Arald se inclinó hacia delante llevándose una mano detrás de la oreja.

—Perdona, no he entendido nada —dijo.

George levantó la mirada hacia el barón y, con un esfuerzo tremendo, habló en un tono apenas audible.

—G-George Carter, señor. Escuela de Escribanos, señor.

Martin, siempre un purista de las normas de conducta, tomó aire para reprenderle por lo truncado de su discurso. Antes de que pudiera hacerlo, y para el evidente alivio de todos, el barón intervino.

—Muy bien, Martin. Déjalo —Martin se mostró un poco ofendido aunque se sosegó. El barón miró a Nigel, su primer escribano y oficial en temas legales, con una ceja levantada a modo de interrogante.

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