John Flanagan - Las ruinas de Gorlan

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Will es un chico de 15 años, bajo para su edad, pero ágil y lleno de energía. Toda su vida ha querido ser guerrero para seguir los pasos de ese padre que nunca llegó a conocer. Cuando le rechazan como aprendiz en la Escuela de Combate del castillo Redmont, se hunde en la desesperación, y aún más todavía cuando le asignan como aprendiz del enigmático Halt para formar parte del Cuerpo de Montaraces.
Los montaraces La gente común y corriente teme a los montaraces y cree que son brujos, que su habilidad para moverse sin ser vistos tiene algo que ver con la magia negra. Will comparte ese temor supersticioso, pero mientras su entrenamiento progresa… descubre que las cosas son distintas de como siempre pensó.
Cuando se ve envuelto en una conspiración, tiene que utilizar todo el talento para salvar a su compañero y mentor y no perecer en el intento…

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—¿Rodney? —dijo.

El alto caballero avanzó, estudió a Will por un instante o dos y sacudió lentamente la cabeza.

—Me temo que es demasiado bajo, mi señor —dijo.

Will sintió que una mano fría le aferraba el corazón.

—Soy más fuerte de lo que parece, señor —dijo, pero al maestro de combate no le afectó la súplica. Miró al barón, descontento a las claras por las circunstancias, y meneó la cabeza.

—¿Alguna otra elección, Will? —preguntó el barón. Su voz era amable, incluso preocupada.

Will dudó un largo rato. Nunca había considerado ninguna otra posibilidad.

—¿La Escuela de Doma, señor? —preguntó por fin.

La Escuela de Doma cuidaba y entrenaba los poderosos caballos de combate que montaban los caballeros del castillo.

Al menos era un nexo con la Escuela de Combate, pensó Will. Pero Ulf, el maestro de doma, ya estaba negándolo con la cabeza antes incluso de que Arald solicitara su opinión.

—Necesito aprendices, mi señor —dijo—, pero éste es demasiado pequeño. Jamás controlaría a uno de mis caballos de combate. Le tirarían al suelo nada más verle.

Will contemplaba ahora al barón a través de un velo acuoso. Luchó desesperadamente por evitar que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Aquélla sería la peor humillación: ser rechazado por la Escuela de Combate y desmoronarse después llorando como un crío delante del barón, los maestros y sus compañeros.

—¿Qué habilidades tienes, Will? —le preguntó el barón.

Se estrujó el cerebro. No se le daban bien las clases y los idiomas, como a Alyss. No era capaz de dar forma a letras claras, perfectas, como hacía George. Ni tampoco tenía el interés de Jenny por la cocina.

Y estaba claro que no tenía los músculos y la fuerza de Horace.

—Soy un buen escalador, señor —dijo por fin, viendo que el barón aguardaba a que dijera algo. Se percató al instante de que había sido un error. Chubb, el cocinero, le miró enfadado.

—Muy bien, sabe escalar. Recuerdo cuando trepó por un desagüe hasta mi cocina y robó una bandeja de dulces que se estaba enfriando en el alféizar de la ventana.

Will se quedó con la boca abierta ante aquella injusticia. ¡Había ocurrido dos años atrás! Quiso decir que era un crío entonces y que fue una simple travesura. Pero el maestro escribano tomó también la palabra.

—Y justo la pasada primavera escaló hasta nuestro estudio del tercer piso y soltó dos conejos durante uno de nuestros debates legales. De lo más perturbador. ¡Desde luego!

—¿Conejos, dice, maestro escribano? —dijo el barón, y Nigel asintió enfáticamente.

—Un macho y una hembra, mi señor, si usted me entiende —contestó—. ¡De lo más perturbador, sin duda!

Sin que Will lo viera, la muy seria lady Pauline ocultó su boca con una de sus elegantes manos. Pudo haber estado disimulando un bostezo, pero cuando retiró la mano las comisuras de sus labios apuntaban aún hacia arriba.

—Bueno, sí —dijo el barón—, todos sabemos cómo son los conejos.

—Y, como ya he dicho, mi señor, era primavera —prosiguió Nigel, por si acaso el barón no lo había cogido.

Lady Pauline soltó una tos impropia de una dama. El barón miró en su dirección, con cierta sorpresa.

—Creo que nos hacemos a la idea, maestro escribano —dijo, y volvió la vista a la figura desesperada que permanecía en pie frente a él.

Will mantuvo la barbilla alta y miró al frente. En ese momento el barón sintió lástima por el joven chaval. Pudo ver las lágrimas que brotaban de sus inquietos ojos marrones, contenidas sólo por una determinación infinita. «Fuerza de voluntad», pensó abstraído, reconociendo el mérito del muchacho. No disfrutaba obligando al chico a pasar por todo aquello, pero había que hacerlo. Suspiró para sus adentros.

—¿Podría alguno de ustedes sacar partido a este muchacho? —preguntó.

Contra su deseo, Will dejó que su cabeza girara y mirara suplicante a la fila de maestros, rezando por que alguno de ellos transigiera y le aceptase. Uno por uno y en silencio, todos menearon la cabeza.

Sorprendentemente, fue el montaraz quien rompió el horroroso silencio de la estancia.

—Hay algo que debería saber sobre este muchacho, mi señor —dijo.

Will jamás había oído hablar a Halt. Su voz era grave y baja, con el ligero deje del acento de Hibernia aún perceptible al pronunciar las erres.

Avanzó y entregó en mano al barón un papel dos veces doblado. Arald lo desdobló, estudió las palabras allí escritas y frunció el ceño.

—¿Estás seguro de esto, Halt? —dijo.

—Totalmente, mi señor.

El barón dobló de nuevo el papel y lo colocó sobre su mesa. Tamborileó pensativo con los dedos en el escritorio y dijo:

—Tendré que pensar en ello esta noche.

Halt asintió y retrocedió, dando al hacerlo la sensación de que se desvanecía contra el fondo. Will le miró inquieto, preguntándose qué información le habría pasado al barón el misterioso personaje. Como la mayoría de la gente, Will había crecido pensando que era mejor evitar a los montaraces. Se trataba de un grupo reservado, arcano, rodeado de un velo de misterio e incertidumbre, y esa incertidumbre conducía al temor.

A Will no le gustaba la idea de que Halt supiese algo sobre él, algo que sintió que era lo bastante importante como para traerlo hoy, de entre todos los días, a la presencia del barón. La hoja de papel descansaba ahí, tentadoramente cerca pero increíblemente lejos.

Advirtió el movimiento que se estaba produciendo a su alrededor y que el barón hablaba al resto de la gente en la estancia.

—Enhorabuena a todos aquellos que habéis sido seleccionados hoy aquí. Es un gran día para todos vosotros, así que podéis disfrutar del resto de la jornada libre y pasarlo bien. Las cocinas os servirán un banquete en vuestras habitaciones y tenéis libertad durante todo el día para salir por el castillo y el pueblo.

»Lo primero que haréis mañana por la mañana será presentaros a vuestros nuevos maestros y, si me aceptáis un consejo, os aseguraréis de ser puntuales —sonrió a los otros cuatro y se dirigió a Will con un tono de comprensión en su voz—: Will, mañana te haré saber lo que he decidido para ti —se volvió hacia Martin y le hizo un gesto para que acompañara a los nuevos aprendices a la salida—. Gracias a todos —dijo, y abandonó la estancia por la puerta tras su escritorio.

Los maestros le siguieron y Martin acompañó a los antiguos pupilos a la puerta. Charlaban emocionados, aliviados y encantados de haber sido admitidos por los maestros que habían escogido.

Will se quedó rezagado del resto, vacilando mientras pasaba por delante de la mesa sobre la que aún descansaba la hoja de papel. La miró por un momento, como si de alguna forma fuera capaz de entender las palabras escritas en el anverso. Tuvo entonces la misma sensación que había percibido antes, que alguien le estaba vigilando. Levantó la vista y se encontró contemplando los oscuros ojos del montaraz, que permanecía detrás del alto respaldo del sillón del barón, casi invisible en su extraña capa.

Will se estremeció en un repentino escalofrío de temor y se apresuró a salir de la estancia.

Capítulo 5

Era bien pasada la medianoche. Las parpadeantes antorchas del patio del castillo, ya reemplazadas una vez, comenzaban a apagarse de nuevo. Will había vigilado pacientemente durante horas, en espera de este momento, cuando la luz era baja y los guardias bostezaban en la última hora de su turno.

Había sido uno de los peores días que era capaz de recordar. Mientras que sus compañeros lo celebraban, disfrutando de su festín y empleando el tiempo en juguetees desenfadados por el castillo y el pueblo, Will se escabulló al silencio del bosque, más o menos a un kilómetro de las murallas del castillo. Allí, en el frescor del verde oscuro entre los árboles, pasó la tarde reflexionando amargamente sobre los sucesos de la Elección, cuidándose el profundo dolor por la decepción y preguntándose por lo que decía el papel del montaraz.

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