Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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—¡Me estáis cabreando! —lanzó Timothy empleando su más bella voz de gentleman —. ¿Qué sabréis vosotros? ¿Qué pinto yo aquí? Recorriendo la mitad del hemisferio arrastrado por un judío y por un marica para ir a verificar la existencia de un cuento de hadas que tiene mil años.

Le hice un corte de mangas:

—¡Bravo, Timothy! La marca de un verdadero hombre de mundo: sólo hiere intencionadamente.

—Eres tú quien ha planteado la cuestión —dijo Eli—. Contesta, ¿qué pintas en todo esto?

—Y no digas que te he arrastrado yo —añadí—. Fue idea de Eli. Soy tan escéptico como tú, quizá más.

Timothy resopló. Supongo que se sentía en una posición minoritaria. Tranquilamente, declaró:

—Para darme una vuelta.

—Para darme una vuelta.

—Me dijiste que viniera, ¿no? Dijisteis que hacían falta cuatro personas, y no tenían ningún plan mejor para esta Semana Santa. Mis compañeros, mis amigos. Acepté. Mi coche, mi dinero. Soy capaz de llegar al final de cualquier prueba. Margo está encaprichada con la astrología. Que si Libra por aquí, que si Piscis por allá, Marte transita por la décima estación del Sol y Saturno… nunca hace el amor sin consultar antes las estrellas, lo que a veces resulta realmente molesto. Y, sin embargo, ¿acaso me burlo de ella? ¿Acaso me entra la risa por eso, como le pasa a su padre?

—Sólo en tu fuero interno —manifestó Eli.

—Eso es cosa mía. Acepto lo que puedo aceptar. Con el resto, ¡no tengo nada que hacer! Pero tengo una mente abierta de todas formas. Tolero sus creencias como tolero las tuyas, Eli. Una marca más del hombre de mundo, Ned. Es amable, no hace proselitismo. No insiste nunca para vender su mercancía a costa de la de otro.

—No tiene ninguna necesidad de hacerlo —dije.

—Es verdad, no tiene ninguna necesidad de hacerlo, de acuerdo. Estoy aquí. ¿Quién paga las cuentas? Yo. Coopero en un 400 por 100. Además, ¿también hace falta que tenga fe? ¿Tengo obligatoriamente que entrar en vuestra religión?

—Y, ¿qué piensas hacer cuando estés en el Monasterio y los Guardianes nos ofrezcan someternos a la Prueba? ¿Seguirás siendo tan escéptico? ¿Tu costumbre de no creer en nada te impedirá dejarte llevar?

—Cuando disponga de algunos elementos más para hacerme una idea, ya veré —contestó Timothy lentamente. Y, volviéndose súbitamente hacia Oliver, añadió—: No hablas mucho, ¿eh?

—¿Qué quieres que diga? —respondió Oliver. Su gran cuerpo delgado estaba tendido frente al televisor. Cada músculo destacaba bajo su piel: un manual ambulante de anatomía humana. Su imponente aparato rosa colgando entre su bosque dorado me inspiraba perversos pensamientos. Retro me, Satanás. Tal no es el camino de Gomorra, sino el de Sodoma.

—¿No tienes nada que decir para contribuir un poco a la discusión?

—Realmente, no he prestado demasiada atención.

—Estamos hablando de la expedición. De El Libro de los Cráneos. Y del grado de fiabilidad que cada uno de nosotros le concede —dijo Timothy.

—Ya…

—¿Tendrías la amabilidad de confesarnos tu fe, doctor Marshal?

Oliver parecía estar a medio camino de un viaje intergaláctico. Declaró:

—Concedo a Eli el beneficio de la duda.

—Entonces, ¿crees en los Cráneos? —preguntó Timothy.

—Creo.

—¿Aunque sepas que todo esto es absurdo?

—También era ésa la postura de Tertuliano —intervino Eli—. Credo quia absurdum est. Creo porque es absurdo. El contexto, por supuesto, es diferente, pero la psicología es la misma.

—¡Esa es exactamente mi posición! —exclamé—. Creo porque es absurdo. Ese viejo Tertuliano ha expresado exactamente lo que yo siento.

—Yo no —dijo Oliver.

—¿Tú no? —preguntó extrañado Eli.

—No, creo aunque sea absurdo.

—¿Por qué? —preguntó Eli.

—¿Por qué, Oliver? —pregunté yo también al cabo de un rato—. Sabes que es absurdo y sin embargo crees. ¿Por qué?

—Porque no tengo otra elección —dijo—. Porque es mi única esperanza.

Me miraba fijamente a los ojos. Tenía una expresión completamente desolada, como si hubiera visto a la muerte de cerca y, sin embargo, hubiera conseguido salir vivo pero con cada una de sus opciones aniquiladas, cada una de sus posibilidades marchitas. Había escuchado los cantos y los tambores del desfile mortal al borde del universo. Su mirada glacial me petrificaba. Su voz ronca me traspasaba. «Creo», había dicho, «aunque sea absurdo. Porque no tengo otra elección. Porque es mi única esperanza». Era una especie de comunicado de otro planeta. Sentí la presencia de la muerte, aquí, entre nosotros, en esta habitación, rozando silenciosamente nuestra tierna carne de jóvenes muchachos.

14. TIMOTHY

Nosotros cuatro formamos un extraño grupo. ¿Cómo nos las arreglamos para formarlo? ¿Qué clase de cruces de diferentes formas de vida nos han llevado a compartir el mismo dormitorio?

Al principio, estábamos sólo Oliver y yo. Dos nuevas victimas de la computadora compartiendo la misma habitación de dos camas, sobre el patio de la universidad. Yo acababa de salir de Andover, y estaba lleno de propia importancia. No quiero decir con esto que estuviera impresionado por el dinero familiar. Siempre consideré todo aquello como algo adquirido. La gente que solía tratar conmigo era rica, así que me era difícil hacerme una idea aproximada de hasta dónde éramos ricos. Además, yo no había hecho nada para ganarme aquel dinero (ni mi padre, ni el padre de mi padre, ni el padre del padre de mi padre, ni etc. etc.). Así que, ¿por qué vanagloriarme de ello? Lo que me hacía engreído era el sentido histórico de mis antepasados, el hecho de saber que por mis venas circulaba la sangre de los héroes de la Guerra de Independencia, de senadores, de miembros del Congreso, de diplomáticos y de grandes financieros del siglo XIX. Yo era una especie de resumen circulante de historia. Y me alegraba por ser alto, fuerte y gozar de excelente salud —un espíritu sano en un cuerpo sano, aunque estropeado por la naturaleza—. Al otro lado del campus existía un mundo lleno de negros y judíos, de neuróticos, homosexuales y todo género de inadaptados, pero yo había jugado en la máquina de la vida y había alineado tres cerezas, me sentía satisfecho con mi suerte. También tenía cien dólares a la semana para mis gastos, lo cual resultaba muy práctico, y creo que no me daba cuenta de que la mayoría de los chicos de mi edad tenían que contentarse con muchos menos. Después llegó Oliver, Pensé que la computadora había tenido una feliz idea, pues podía haberme tocado alguien deforme o extraño, alguien de espíritu mezquino y envidioso. Sin embargo, Oliver parecía totalmente normal. Un noble granjero alimentado con cereales de las solitarias llanuras de Kansas. Tenía la misma estatura que yo, uno o dos centímetros más, y aquello me gustaba. Me siento incómodo con la gente pequeña. Oliver era fácil de abordar, no era una persona complicada. Casi todo le hacía sonreír. Una persona que tiene facilidad para vivir. Sus padres habían muerto. Tenía una beca al ciento por ciento. Enseguida saqué la conclusión de que no tenía dinero, y, al principio, tuve miedo de que aquello fuera una fuente de resentimiento entre nosotros. Pero no fue así. Aceptaba el hecho con absoluta frialdad. El dinero no parecía interesarle particularmente, desde el momento en que tenía suficiente para comer y vestirse. Y, además, tenía una pequeña herencia, procedente de la venta de la granja paterna, le divertía más que ofenderle, el impresionante vaivén de dinero que tenía siempre. El primer día me dijo que pensaba meterse en el equipo de baloncesto, y llegué a la conclusión de que tenía una beca de deportes, pero me equivoqué: le gustaba el baloncesto y se dedicaba a ello seriamente, pero había venido a la universidad para «aprender». Aquélla era la verdadera diferencia entre nosotros. No Kansas, ni el dinero, sino el deseo de llegar a algún sitio.

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