Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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Yo frecuentaba la universidad porque todos los hombres de mi familia lo habían hecho antes de convertirse definitivamente en adultos. Oliver estaba aquí para transformarse en una feroz máquina intelectual. Tenía —la sigue teniendo— una fuerza interior increíble, extraordinaria, aplastante. A veces, durante las primeras semanas, solía pillarle desenmascarado. La sonrisa plácida del granjero desaparecía y su rostro estaba rígido, con las mandíbulas crispadas, brillándole fríamente los ojos. Tal intensidad llegaba a asustarme. Tenía que ser perfecto en todo. Tenía A en casi todo, su media estaba cerca del máximo absoluto. Había conseguido entrar en el equipo de baloncesto y pulverizó los récords como encestador en el partido de apertura. Estudiaba la mitad de la noche, casi no dormía. Sin embargo, se arreglaba para ser también humano. Bebía mucha cerveza, hacía el amor con gran cantidad de chicas (teníamos la costumbre de intercambiar) y tocaba la guitarra decentemente. La única cuestión en que dejaba traslucir al segundo Oliver, el Oliver inhumano, era en la cuestión de las drogas. Quince días después de mi llegada al campus, conseguí hacerme con una pequeña provisión de hasch extra marroquí, y rechazó de manera categórica el probarlo, no quería ni siquiera tocarlo. Había empleado, decía, diecisiete años y medio de su vida para equilibrarse correctamente, y no quería estropearlo todo. Tampoco le he visto nunca darle una calada a un porro de marihuana en los cuatro años que hace que le conozco. No le importa vernos fumar, pero eso no es para él.

Durante la primavera de nuestro segundo curso, Ned se unió a nosotros. Oliver y yo habíamos pedido seguir juntos en la misma habitación. Ned y Oliver tenían dos asignaturas comunes: la física, que Ned tenía que estudiar para completar sus estudios científicos obligatorios, y la literatura comparada, que Oliver necesitaba para completar sus enseñanzas literarias. Oliver tenía mucho interés por Yeats y Joyce, Ned tenía dificultades con la teoría de los cuanta y la termodinámica, así que decidieron formar un acuerdo de ayuda mutua. Juntos representaban la atracción de los extremos. Ned era delgado, pequeño, hablaba bajito, tenía unos ojos grandes y tranquilos y delicado andar. Irlandés de Boston, de antecedentes muy católicos. Había asistido a escuelas parroquiales. Ese año todavía llevaba un crucifijo, y, a veces, incluso iba a misa. Quería ser poeta o escritor. Más bien, «quería» no es el término exacto, como él mismo nos explicó un día. Quienes tienen talento suficiente no quieren ser escritores. O se tiene, o no se tiene. Los que lo tienen, escriben, los que no lo tienen, dicen que quieren escribir. Ned escribía continuamente. Ahora sigue haciéndolo. Tiene un bloc. Escribe todo lo que oye. La verdad es que en mi opinión sus novelas no valen nada, y su poesía no tiene ningún sentido, pero reconozco que mi gusto es más bien deficiente, y no su talento, ya que siento lo mismo hacia autores mucho más célebres que Ned. Por lo menos, trabaja su arte.

Se convirtió para nosotros en una especie de mascota. Estaba siempre mucho más cerca de Oliver que de mí, pero estaba acostumbrado a su presencia. Era alguien diferente, alguien que tenía un punto de vista diferente por completo al mío de la vida. Su voz ronca, sus ojos de perro apaleado, su atuendo de hippie (llevaba mucho el hábito, supongo que era por hacer creer que era un poco curata), su poesía, su forma particular de manejar el sarcasmo, su espíritu complicado (tomaba siempre dos o tres partidos en cada discusión, y se las arreglaba para creer en todos y en ninguno simultáneamente), todo eso me fascinaba. Debíamos ser igual de diferentes a sus ojos como lo era él a los nuestros.

Pasaba tanto tiempo en nuestra casa que al principio del tercer año le invitamos a quedarse con nosotros. Ya no me acuerdo si la idea fue de Oliver o mía. (¿O de Ned?)

Entonces yo no sabía que era homosexual. El problema, cuando se lleva una vida protegida de anglosajón blanco, es que se ve a la humanidad con anteojos y nunca espera uno encontrarse con lo inesperado. Sabía que existían las «locas», naturalmente. Había algunas en Andover. Andaban con los codos levantados y se cuidaban el peinado, hablaban con ese acento especial, el acento universal de las «locas», que se oye desde Maine hasta California. Leían a Proust y a Gide, y algunas usaban sujetador. Pero Ned no era particularmente afeminado de aspecto. Y yo no era uno de esos estúpidos para los que un tipo que escribe (¡o lee!) poesía es automáticamente marica. Era un artista, sí, estaba en el viento, no muy macho, pero no puede pedírsele a alguien que pesa unos cincuenta y cinco kilos que sea un campeón de rugby (iba a la piscina casi todos los días, sin embargo. En la universidad nadábamos desnudos, y naturalmente, era para Ned una ocasión gratuita para alegrarse la vista, pero en aquella época no pensé en ello). Lo único que yo sabía era que no salía con ninguna chica, pero en sí eso no es ninguna condena. La semana anterior a nuestros exámenes finales, hace dos años, organizamos con Oliver y algunos más, lo que podríamos llamar una orgía en nuestra habitación, y Ned estaba presente, no parecía disgustado por las perspectivas. Le vi con una camarera llena de espinillas que trabajaba en un bar de la ciudad. Pero sólo bastante más tarde comprendí: primero, que una orgía podía darle a Ned materiales útiles para su trabajo de escritor, y, segundo, que no despreciaba realmente las oportunidades: simplemente, para él no valía lo que un hombre.

Fue Ned el que trajo a Eli. No, no estaban liados, simplemente eran amigos. Es, prácticamente, lo primero que me dijo Eli:

—Por si tienes alguna duda, soy heterosexual. Ned no es mi tipo. Ni yo el suyo.

Jamás olvidaré eso, era la primera vez que alguien aludía a la condición de Ned, y creo que Oliver tampoco se había dado cuenta, aunque nunca se puede saber lo que pasa exactamente por la cabeza de alguien como Oliver. Eli se había dado cuenta inmediatamente, por supuesto. Una persona de ciudad, un intelectual de Manhattan. De un solo vistazo catalogaba a cualquiera. No le gustaba el tipo con el que compartía su habitación, y, como teníamos un piso muy grande, habló con Ned, y Ned nos preguntó si podría venir a vivir con nosotros, en noviembre de nuestro tercer año. Mi primer judío. Tampoco sabía eso. ¡Oh! ¡Winchester, pobre estúpido ingenuo! Eli Steinfeld, de la calle Oeste, 83, ¡y no has adivinado que era judío! Honestamente, creí, simplemente, que era un nombre alemán: los judíos se llaman Cohen o Katz, o Goldberg. No me sentía particularmente atraído por la personalidad de Eli, pero, cuando supe que era judío, sentí que debía dejarle venir a vivir con nosotros. Para ensanchar mi mente en la diversidad, sí, y también porque mi educación me había enseñado a detestar a los judíos y quería rebelarme contra eso. Mi abuelo paterno había tenido problemas con los judíos allá por 1923: unos especuladores de Wall Street, de nariz aguileña, le convencieron para que interviniera con una fuerte suma de dinero en una compañía radiofónica que estaban montando, y se encontró con que eran unos estafadores y perdió cinco millones de dólares. Desde entonces es tradición familiar desconfiar de los judíos. Son vulgares, hipócritas, pegajosos, etcétera. Siempre intentando robar a honestos millonarios protestantes sus duramente conseguidas herencias. De hecho, mi tío Clak me confesó un día que mi abuelo hubiera doblado su capital sí hubiera vendido ocho meses antes, como hicieron sus socios judíos secretamente. Pero, no, quiso esperar con la esperanza de ganar más; y todo se fue abajo. Sea como fuere, yo no perpetúo las tradiciones familiares. Eli vino a instalarse con nosotros. Pequeño, tez mate, peludo, ojos vivos y brillantes, nariz voluminosa. Una inteligencia brillante. Especialista en lenguas medievales; ya reconocido entonces como un importante investigador dentro de su campo, y todavía estudia. El revés de la medalla; lleno de complejos, neurótico, hipertenso, preocupado por su masculinidad. Siempre anda rondando a alguna chica, generalmente sin llegar a nada. ¡Y qué chicas! No las gordas que le gustan a Ned, sabe Dios por qué. Las aficiones de Eli son otra clase de fealdades: tímidas, delgaduchas, gafas de culo de botella, lisas como una autopista, podéis haceros a la idea. Y, claro, tan acomplejadas como él, igual de aterradas por el sexo, con dificultades para llegar hasta él, lo que no hace sino agravar el problema. Parece incapaz de abordar a una persona normal, bonita, sensual.

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