Robert Silverberg
Colisión de los mundos
A Leo y Norma Brown con mi agradecimiento.
ROBERT SlLVERBERG
Hacía sólo un mes que el Tecnarca McKenzie había enviado cinco hombres, tranquilamente, a una muerte probable en nombre del progreso de la Tierra. Pero, según parecía, aquellos cinco hombres no habían muerto realmente, después de todo, y el rostro tallado en piedra de McKenzie reflejaba una tensión interna y la carga emocional propia de la anticipación de semejante hecho.
El mensaje que le llegó al Centro de los Arcontes había sido muy breve: «El Centro de detección de la Luna informa de la vuelta al sistema solar del XV-ftl [1] ftl. Sigla de las palabras inglesas: faster than light, es decir, a mayor velocidad que la de la luz, hasta ahora un imposible según la Teoría de la Relatividad; pero como hipótesis de trabajo para el futuro, puede ser posible, (Nota del Traductor.)
. Aterrizaje en espacio-puerto de Australia Central, calculado para las 12.00, hora local»
El Tecnarca leyó el mensaje dos veces haciendo gestos aprobatorios, incluso permitiéndose a sí mismo el lujo de una leve sonrisa. Bien, ya estaban de vuelta… ¿tras un viaje de éxito? «Veremos a los hombres en las galaxias lejanas, pensó, y dentro de mi gobierno en este Arconato.»
Su naturaleza era demasiado rígida para permitirse más de un momento de natural orgullo. Había jugado, había vencido y tal vez su nombre quedaría para siempre en la Historia por milenios.
Bien, aquello no importaba demasiado. La nave experimental que viajaba por el espacio a velocidades superiores a las de la luz retornaba segura. Aquello le obligaba, como Tecnarca de la Tierra, a estar presente en el aterrizaje.
Oprimió un botón a su alcance.
—Dispongan una conexión de transmateria para el espaciopuerto de Australia Central, Naylor. Partida inmediata.
—Al momento, Excelencia.
McKenzie sé quedó mirando fijamente por unos instantes los grandes y recios dedos de sus manos puestas sobre su despacho de trabajo. Manos como aquéllas jamás podrían arreglar un delicado circuito electrónico, ni manejar un bisturí eléctrico, o sintonizar los finos controles de un generador termonuclear. Pero eran unas manos que gobernaban al mundo y que habían escrito: «Si permanecemos limitados para siempre a la velocidad limitada de la luz, seremos como unos caracoles arrastrándose a través de toda un continente. No podemos quedarnos dormidos en una vida complaciente con vistas a la expansión de nuestro imperio colonial, tan lento y tardío. Debemos darnos prisa, cueste lo que cueste, a salir hacia las lejanías del Universo, y la propulsión superlumínica tiene que ser el supremo objetivo de toda nuestra inteligencia y de todos nuestros esfuerzos aunados.»
Tales palabras las había escrito sólo quince años antes, en el 2.765 y hechas públicas al mundo al ser ascendido a la suprema autoridad del Arconato.
Y pasados aquellos quince años, una nave había salido hacia las estrellas y vuelto en menos de un mes. Siempre había existido la posibilidad de que no hubiesen ido más allá de la órbita de Plutón, fracasados y obligados a volver a la Tierra.
Levantándose, McKenzie atravesó el resplandeciente suelo de mármol de su cámara privada, una vergonzosa extravagancia, según había opinado personalmente; pero la cámara no había sido diseñada para su gusto único y personal; y pasó a través de la entrada del mecanismo de la transmateria. Nay-lor le esperaba allí, un tipo obsequioso y pequeñito vestido con la rígida ropa negra del personal del Tecnarca.
—Las coordenadas están a punto, Excelencia.
—¿Todo en orden y comprobado?
—Por supuesto, Excelencia. Las he comprobado dos veces.
McKenzie entró en la cabina. El radiante campo de energía del transmisor instantáneo de la materia, coloreado de verde, se abrió formando una cortina que dividía el interior en dos partes. Los ocultos generadores de energía del transmisor de materia estaban ligados directamente al generador principal que giraba eternamente sobre sus polos en alguna parte debajo del Atlántico, condensando la fuerza «theta» que hacía posible el viaje instantáneo de la materia. McKenzie no se preocupó en absoluto de comprobar el correcto dispositivo de las coordenadas dispuestas por Naylor, era para él como un acto de fe. El Tecnarca, estaba extraordínariamente confiado en que nadie hubiera podido ni siquiera imaginar la necesidad de su asesinato. La menor distorsión de una abscisa, y los átomos del Tecnarca se habrían perdido en la nada. Con la mayor naturalidad se dispuso a partir entre aquel verde resplandor que le rodeaba sin detenerse a examinar las coordenadas.
No hubo ni la menor sensación. El Tecnarca McKenzie fue instantáneamente disuelto en sus átomos constituyentes y conducido por un rayo energético, a medio mundo de distancia, para ser reconstituidos integralmente. Si el momento de la destrucción hubiese sido perceptible, el dolor producido habría sido insoportable. Pero el campo de la transmateria dispuso del cuerpo del Tecnarca, molécula a molécula, en una tal fracción de micro-segundo, que su sistema nervioso ni siquiera pudo percibir la menor sensación de dolor, y la restauración de la vida, fue casi instantánea, perfecta y completa. Rehecho y sin el menor daño, McKenzie salió de la cabina casi instantáneamente más tarde en el terminal de transmateria del Espacíopuerto de Australia Central, en donde una vez, siglos antes, había existido el desierto de Gibson y que entonces era el mayor espaciopuerto de la Tierra.
Cuando partió de New York era algo antes del mediodía y allí se halló en las primeras horas de la mañana. Un reloj de pared marcaba las 2.13. McKenzie abandonó el receptáculo de la transmateria.
Le localizaron en el acto; la impresionante figura del Tecnarca con su corpulencia y su aire de mando innato, era algo familiar en el Espaciopuerto de Australia Central y todos acudieron a darle inmediatamente la bienvenida. McKenzie sonrió al saludar a Daviot y a Leeson que habían desarrollado el sistema de propulsión en el hiperespacio de la nave experimental, a Herbig, el Comandante del espaciopuerto y a Jesperson, el coordinador de la investigación de las velocidades superlumínicas.
Jesperson hizo un gesto tímido al ser preguntado inmediatamente por el Tecnarca sobre qué noticias había de la astronave.
—Excelencia, han enviado todas las señales de conformidad hace cinco minutos. Ahora se encuentran en una órbita de deceleración descendiendo propulsados por cohetes y tocarán tierra sobre las 2.33.
—¿Y qué hay respecto al viaje?
Leeson respondió tranquilo, con su hermosa voz de bajo.
—Parece que lo hicieron de ida y vuelta en buenas condiciones.
—No podemos dar tal cosa como segura —objetó Daviot.
McKenzie frunció el entrecejo.
—Bien, caballeros, decídanse.
—Todo lo que sabemos —dijo Daviot—, es que conectaron la propulsión desde el vuelo en el hiperespacio a la propulsión plasmática poco tiempo después de pasar la órbita de Júpiter.
—¿No quiere decir eso que la propulsión en el hiperespacio ha sido un éxito? —preguntó Leeson.
—Lo que significa todo —-repuso. Daviot en tono pedante—, es que han tenido éxito en la conversión de una forma de propulsión en la otra. Eso no quiere decir que la propulsión en el hiperespacio les lleve necesariamente a cualquier parte.
—No, pero…
—Está bien, señores, dejémonos de discusiones —intervino Jesperson, al descubrir señales de molestia en el rostro del Tecnarca—. Lo sabremos dentro de veinte minutos.
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