Robert Silverberg - Colisión de los mundos

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Colisión de los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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La fatal colisión de dos imperios estelares, el terrestre y el de Norgla, cuando su mutua expansión los pone en inevitable contacto. Mediante una nave más rápida que la luz, los terrestres llegan a una región de la galaxia situada a 10.000 años-luz de la Tierra, donde descubren otra raza humanoide dedicada a la colonización de aquellos mundos. El choque hubiera sido inevitable, a causa del orgullo de los Norglanos, de no ser por una especie extragaláctica, los avanzadísimos Rosgollanos, que obligan a terrestres y norglanos a dividirse la Galaxia en los partes o esferas de influencia iguales.

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Se sonrió. Katha se había divorciado de él, acusándole de crueldad mental, aunque Bernard pensaba de sí mismo que era el hombre menos cruel que jamás hubiera podido existir. Todo había consistido sencillamente en que sus trabajos, su cátedra y sus escritos no le habían dejado un minuto libre para dedicárselo a su esposa. Y ella había pedido el divorcio. Bien, la cosa tenía poca importancia. Ahora comprobaba, con un desapasionado análisis de sus dos matrimonios, que ninguno de ellos había sido en realidad matrimonio de ningún género. En realidad no había nacido para casado.

Se volvió hacia el libro de Yeats. «Un maravilloso poeta, pensó Bernard, tal vez el mejor de la Ultima Edad Media [8] Es natural suponer que para el hombre que viva en el año 2.700, nuestros siglos XIX y XX sean lo que para nosotros actualmente fue el siglo XIII o XIV, a lo que llamamos la Edad Media en su final. (N. del T.) ».

No hay país para viejos. El joven
está en los brazos de su pareja, los pájaros en los árboles
—esas generaciones moribundas— en su canto,
los salmones que saltan las cascadas,
los mares poblados de caballas.
Pez, carne, pájaros,
gozan de su verano largo y cálido
y engendren lo que engendren, nacen y mueren…
atrapados por él hado…

En aquel momento zumbó suavemente el teléfono. Bernard no pudo evitar una sorda exclamación de disgusto, y apoyándose en el codo y dejando a un lado el libro de poesías de Yeats, cruzó la estancia y se colocó frente al aparato audio-televisivo, pulsando el botón de recepción. Nunca había dispuesto que se hubiera hecho una extensión del dispositivo hasta su vibro-sillón. No era tan sibarita como para hablar por teléfono mientras continuaba acostado.

Se iluminó la pantalla, pero en lugar de una cara comente apareció la de uno de los ayudantes próximos del Tecnarca con su ropaje oscuro y su distintivo especial. Bernard miró fijamente aquella insignia amarillo y azul que ostentaba en el hombro.

Una voz impersonal sonó en el altavoz.

—¿El doctor Martin Bernard?

—Así es, señor mío.

—El Tecnarca McKenzie desea hablarle. ¿Se encuentra solo?

—Sí, estoy completamente solo en mi apartamento.

—Por favor, no se retire.

Desapareció aquella imagen de la pantalla y un momento después dio paso a la cabeza y los hombros del Tecnarca en persona. Bernard miró fijamente a aquel rostro vigoroso y fuerte de McKenzie. Él y el Tecnarca se habían hablado unas cuantas veces, aunque en contadas ocasiones. McKenzie le había condecorado con la Orden del Mérito siete años atrás y desde entonces se habían saludado en determinadas reuniones a alto nivel de carácter científico. Pero la voz tonante del Tecnarca la había escuchado muchas veces en cientos de ocasiones de tipo político a través de la televisión mundial en 3D.

Bernard inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto.

—Mi obediencia, Tecnarca.

—Buenas tardes, doctor Bernard. Se ha presentado algo fuera de lo usual. Creo que puede usted ayudarme…, ayudarnos a todos…

—Si hay algo en que pueda servirle, Excelencia…

—Sí, lo hay. Vamos a enviar una astronave al espacio a velocidades superlumínicas, Dr. Bernard.

Llegará hasta un sistema solar que se encuentra a diez mil años luz de distancia. Se ha descubierto una raza de criaturas extraterrestres que están construyendo colonias. Hemos de negociar un tratado con ellos. Deseo que sea usted el jefe del equipo de negociadores.

La serie de cortas y directas frases dejó a Bernard perplejo y atónito. Fue siguiendo al Tecnarca de una en otra, pero el párrafo final le sorprendió casi con la violencia física de un mazazo.

—¿Quiere… que yo… encabece el equipo negociador? —repitió Bernard balbuceante.

—Irá usted acompañado por otros tres negociadores y por una tripulación de cinco únicos hombres. La tripulación está a punto y dispuesta; aún espero la aceptación de alguno de los demás. La partida será inmediata. El tiempo de tránsito será prácticamente despreciable. El período de negociación puede ser tan breve como usted sea capaz de llevarlo a cabo. Podría usted muy bien estar de vuelta en la Tierra en menos de un mes.

Bernard se sintió presa del vértigo. Todo parecía que se lo había tragado aquella llamada transatlántica: el libro de poesías, el brandy, su cálido confort y la música; de repente y con la velocidad de un rayo.

Bernard respondió un tanto vacilante:

—¿Por qué…? ¿Por qué he sido elegido yo para esta misión?

— Porque usted es el mejor de su profesión —replicó sencillamente el Tecnarca—. ¿Puede desembarazarse de todo compromiso para las próximas semanas?

—Yo… Bueno, supongo que sí.

—¿Puedo contar con su conformidad, doctor Bernard?

—Yo… sí, Excelencia. Acepto.

—Sus servicios no quedarán sin recompensa. Preséntese en el Centro del Arconato tan pronto como le sea posible, doctor; pero no más tarde de mañana por la tarde, hora de New York. Cuenta usted con mi más profunda gratitud, Dr. Bernard.

La pantalla quedó en blanco.

Bernard tragó saliva frente a la rayita de luz, que fue contrayéndose hasta desaparecer del receptor y que un momento antes había sido la fiel imagen del rostro del Tecnarca. Se quedó mirando al suelo fijamente, aturdido. ¡Dios mío! —pensó—. ¡A qué me he comprometido! ¡A una expedición interestelar!

Después sonrió irónicamente. El Tecnarca le había ofrecido la oportunidad para ser uno de los primeros seres humanos que tuvieran que entrevistarse cara a cara con un ser inteligente no terrestre. Y allí se encontraba, preocupándose por una temporal separación de aquella pequeña serie de comodidades personales. Debería estar dando saltos de alegría —pensó— y no preocupándome. El brandy y el vibro-sillón pueden esperar. ¡Esta es la cosa más importante que haya hecho en mi vida!

Desconectó la pantalla cónica, la música de Bach se desvaneció entre una armoniosa cadencia, Yeats volvió a la librería y por fin se tomó el último sorbo de brandy, cuya botella volvió a colocar en una alacena.

En la media hora siguiente tenía que hacer un resumen con la correspondiente lista de las personas a quienes debería comunicar su partida, y programó los datos en una secretaria-robot para que hiciese tales notificaciones… después de haberse marchado. No había que pensar en enfrascarse en largos debates con las personas a quienes tendría que dar clase o las de su nuevo libro. Lo mejor era encararlas con el hecho consumado de su partida del Gran Londres y dejar que tomasen sus decisiones sin él.

El equipaje se le presentó como un problema; anduvo entresacando algunos gruesos libros, acabando por tomar dos más pequeños, alguna ropa y unos mnemodiscos. A la hora de dormir se encontró incapaz de conciliar el sueño, incluso habiendo tomado un comprimido para relajarse, levantándose casi antes de la aurora para ir a pasear el piso de un lado a otro, en una tensa anticipación de la gran aventura que tan súbitamente había llegado a alterar su vida pacífica y comodona. A las once decidió utilizar la transmateria para New York, pero su guía le indicó que sería todavía muy temprano al otro lado del Atlántico. Esperó una hora, llamó por cortesía solicitando la autorización de cruzar y dispuso su instantánea transferencia al Arconato.

Se introdujo en la maravillosa máquina de la transmateria, preguntándose anteriormente la forma en que aquello se llevaba a cabo. Su propio pensamiento quedó cortado en dos al apoderarse el campo energético del dispositivo, ya que al emerger del otro lado estaba en su mente el mismo pensamiento.

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