Robert Silverberg - Colisión de los mundos

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Colisión de los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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La fatal colisión de dos imperios estelares, el terrestre y el de Norgla, cuando su mutua expansión los pone en inevitable contacto. Mediante una nave más rápida que la luz, los terrestres llegan a una región de la galaxia situada a 10.000 años-luz de la Tierra, donde descubren otra raza humanoide dedicada a la colonización de aquellos mundos. El choque hubiera sido inevitable, a causa del orgullo de los Norglanos, de no ser por una especie extragaláctica, los avanzadísimos Rosgollanos, que obligan a terrestres y norglanos a dividirse la Galaxia en los partes o esferas de influencia iguales.

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No había otra cosa que negociar, que salvar alguna porción de la infinitud del Imperio de la Tierra. McKenzie suspiró. El hombre mejor calificado para ser el Embajador de la Tierra era él mismo. Pero la Ley prohibía a un Arconte abandonar la Tierra; sólo renunciando al arconato podría acompañar al equipo diplomático de negociaciones…, pero tal renuncia le resultaba imposible considerarla.

Esperó, impaciente en su asiento, a que el debate se terminase pronunciándose la Asamblea en uno u otro sentido. Esperó tener el voto de confianza necesario. Pero debía esperar.

Esperar a que Dawson hubiera terminado de exponer si la extensión del género humano era financieramente prudente, a que Wissiner expusiera sus puntos de vista sobre la eficacia de la negociación; hasta que Croy hubiese agotado la objeción de que tal vez los extraterrestres estuvieran expandiéndose en otra dirección; o que Klaus hubiera terminado de sugerir de una forma velada que una guerra inmediata, y no las negociaciones, fueran el procedimiento más derecho y eficaz.

Y así continuó el debate, donde cada Arconte exponía su preocupación personal, mientras que los cinco astronautas, fatigados y deshechos por el viaje que acababan de realizar, asistían al desacostumbrado espectáculo de presenciar las discusiones de la oligarquía que gobernaba la Tierra. Al final, el Geoarca llamó la atención de la Asamblea del Arconato con su voz de anciano suave, calmosa y temblona :

—Puede procederse a la votación.

Y se llevó a cabo la votación. Cada Arconte manipuló secretamente con un dispositivo oculto bajo su sección de la mesa. Hacia la derecha, significaba el apoyo a la medida a tomar, y la izquierda la oposición. Por encima de la mesa, un globo resplandeciente registraba el voto secreto de los Arcontes. El blanco era el color de la aceptación incondicional, y el negro el veto rotundo a la medida o proposición expuesta. McKenzie fue el primero en operar su conexión privada: un destello de luz blanca comenzó a danzar en la profundidad moteada de gris del interior del globo. Un instante más tarde, una chispa de negro puso su lóbrego contraste. ¿Sería el voto contrario de Wissiner?, pensó McKenzie. Después, otro blanco, seguido de otro negro. El matiz general del globo comenzó poco a poco a inclinarse hacia el color blanco, aunque inciertamente todavía. El sudor perlaba la frente del Tecnarca. El color iba haciéndose más claro conforme avanzaba lentamente la votación.

Al final, el globo mostró el puro blancor de la unanimidad de la votación. El Geoarca tomó la palabra.

—La propuesta es aprobada. El Tecnarca McKenzie preparará los planes oportunos para la misión negociadora y la presentará a este Arconato para nuestra aprobación. Esta reunión queda, pues, prorrogada hasta ser nuevamente convocada por el Tecnarca.

Levantándose, McKenzie descendió de su asiento privilegiado de honor en el estrado y se dirigió hacia los cinco astronautas, que en silencio se miraban el uno al otro, llenos de incertidumbre.

Esperaban a pie firme en el centro de la Gran Sala. Al aproximarse, uno de ellos, Peterszoon, el rubio gigante, le miró con una expresión de inequívoca hostilidad y desagrado.

—¿Podemos marcharnos, Excelencia? —preguntó Laurance, obviamente haciendo un esfuerzo para contener su estado de ánimo.

—Un momento. Quisiera decirles unas palabras.

—Por supuesto, Excelencia.

McKenzie hizo un esfuerzo para configurar una especie de sonrisa con sus rudas y graves facciones.

—No he venido a pedirles excusas, muchachos; pero sí quiero decirles que sé mejor que nadie cuánto necesitan y se merecen ustedes unas vacaciones. Pero lamento que todavía no puedan disfrutarlas. La Tierra les necesita y sólo ustedes pueden llevar nuevamente esa astronave al espacio. Ustedes son lo mejor que tenemos; ésa es la única razón de que tengan que ir.

Y fue mirando uno a uno, Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive y Hernández. Una ira mal disimulada brillaba en los ojos de todos. Su mirada era claramente desafiante, y tenían toda la razón para hacerlo. Sin embargo, todos tenían profunda conciencia de ver lo que había más allá de la situación personal presente.

—Bueno, ¿dispondremos de un par de días, al menos, Excelencia? —preguntó Laurance en un tono de firmeza deliberado.

—Eso como mucho —repuso el Tecnarca—. Pero tan pronto como se reúnan los negociadores tendrán que salir.

—¿Cuántos van a reunir? La astronave no puede llevar a más de nueve personas, diez como máximo.

—No designaré muchos. Un lingüista, un diplomático, un par de biofísicos y un sociólogo. Tendrán sitio suficiente. —Y el Tecnarca sonrió de nuevo—. Sé que es una mala pasada tener que volver a enviar a ustedes a otro viaje interestelar casi en el momento de regresar de las estrellas y un mes de ausencia en el espacio. Pero sé que ustedes lo comprenderán. Y… si de algo les vale…, tendrán la gratitud del Tecnarca para toda la vida.

Era todo lo que podía decir el Tecnarca sin rebajarse más desde su alto puesto en el Arconato mundial respecto a cualquier ser ordinario del mundo corriente, fuese quien fuese. La sonrisa desapareció de sus labios, hizo un gesto de frío saludo, cortés, pero rígido, y se alejó de los astronautas.

Laurance y sus hombres se marcharon también.

El problema ahora consistía en reunir la misión negociadora.

III

El Dr. Martin Bernard se encontraba a su gusto aquella tarde en su piso de South Kensington, próximo a Cromwell Road. Al exterior de las ventanas aparecía, como siempre, la niebla eterna y característica del viejo Londres, la niebla que dura seis meses en la gran metrópoli; pero la niebla no parecía afectar para nada al Dr. Bernard. Las ventanas de su piso eran opacas; dentro del piso todo era cómodo, cálido y confortable, como a él le gustaba. Inmortales composiciones de música clásica desgranaban sus maravillosas y antiguas armonías procedentes de su instalación de estéreo alta fidelidad. Por lo general, prefería la música solemne de Bach. La tenía controlada al límite de la mínima audición, casi exactamente a nivel del umbral perceptible del oído. De aquella forma, Bach no exigía demasiado su atención, pero sentía su presencia armoniosa y exquisita.

Bernard permanecía tumbado en una vibro-butaca, hojeando un volumen de Yeats, mientras que con una lámpara de codo iluminaba la página que estaba leyendo, no importando cuál fuese la postura que adoptase en aquel mueble funcional del siglo xxviii. Cerca y a la mano, una botella de buen brandy, de veinte años de vejez, importado de uno de los mundos de la estrella Proción. Y así, Bernard gozaba de su bebida preferida, su música, su poesía y su confort. ¿Qué mejor podía hacer que relajarse así tras haber pasado dos horas intentando meter en la cabeza una serie de puntos esenciales de la moderna sociología a un puñado de obtusos estudiantes de segundo año?

A pesar del placer de su comodidad, Bernard sentía un leve resquemor de conciencia, como sintiéndose culpable por aquella forma de vivir. Los académicos como él no eran considerados como sibaritas, pero él repetía constantemente que creía merecérselo. Era el mejor hombre en su campo de investigación. Había escrito además un libro que había tenido un enorme éxito. Sus poemas eran altamente estimados y publicados profusamente en antologías. Había luchado mucho y duro por llegar a su posición actual como sabio e intelectual, y ahora, a los cuarenta y tres años, con el problema del dinero resuelto y el de su segundo matrimonio igualmente liquidado, no había razón alguna para que no pudiera pasar sus tardes en una lujosa soledad, rodeado de todo el confort posible.

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