Robert Silverberg - Colisión de los mundos

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Colisión de los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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La fatal colisión de dos imperios estelares, el terrestre y el de Norgla, cuando su mutua expansión los pone en inevitable contacto. Mediante una nave más rápida que la luz, los terrestres llegan a una región de la galaxia situada a 10.000 años-luz de la Tierra, donde descubren otra raza humanoide dedicada a la colonización de aquellos mundos. El choque hubiera sido inevitable, a causa del orgullo de los Norglanos, de no ser por una especie extragaláctica, los avanzadísimos Rosgollanos, que obligan a terrestres y norglanos a dividirse la Galaxia en los partes o esferas de influencia iguales.

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—Pero el Tecnarca quería saber… —comenzó a decir Daviot, pero su voz se apagó y quedó en silencio.

McKenzie se alejó de la reunión. Se hallaban cerca del techo de ama gran cúpula transparente que cubría cientos de acres de terreno. Al exterior, sobre el espaciopuerto, la temperatura era sofocante incluso entonces, en las horas de la madrugada. Dentro, los acondicionadores de aire, mantenían un clima más agradable.

El Tecnarca recorrió el panorama con la vista. El aire del desierto, completamente transparente, proporcionaba una esplendorosa visión del cielo. Las estrellas brillaban en chispas repartidas por el firmamento como joyas relucientes y la Luna, en plenilunio, esparcía su pálido fulgor por el inmenso panorama. Muchos hombres se estaban dando prisa, corriendo de un lado a otro, disponiéndolo todo para la astronave que estaba a punto de tomar contacto con el espaciopuerto en pocos minutos.

McKenzie sintió un nudo en la garganta y una molesta opresión en el estómago. Le irritaba el hallarse tan tenso; pero ningún esfuerzo de su voluntad de hierro fue capaz de mantenerle relajado de la tensión interna que estaba padeciendo en aquellos momentos.

En menos de veinte minutos, él XV-ftl estaría de vuelta.

Miró a las estrellas. Cientos, miles de ellas, esparcidas por los cielos. Todas las estrellas dentro de un radio de cien años luz y que tuvieran un planeta habitable en su sistema, de los que había muchos, había sido ya alcanzado por la humanidad. Por siglos entonces, las astronaves viajando a nueve décimas de la velocidad de la luz [2] 270.000 kilómetros por segundo (N. del T.) . , se habían dirigido hacia las estrellas, prisioneras por el límite de esa velocidad, pero sin embargo, capaces de devorar parsecs [3] PARSEC. Las distancias astronómicas son tan fabulosas, que ha sido preciso utilizar medidas a escala cósmica, dada su tremenda magnitud. Parsec, palabra corriente en Astronomía, está derivada de paralaje y segundo, y equivale a la distancia de unos 3 años luz aproximadamente (N. del T.) . dado el tiempo necesario. Se había llevado seis años en hacer el primer viaje al sistema de Centauro y el retorno vía transmateria había sido casi instantáneo.

Pero era indispensable llegar primero a las estrellas antes de poder instalar allí los dispositivos de la transmateria, y aquel era el problema acuciante y fundamental. Siempre más lejos, a saltos intermitentes y continuados, el imperio del Hombre se extendía pero siempre estorbado por los inexorables límites matemáticos del universo conocido. Una vez que cualquier planeta era alcanzado y eslabonado a la red interestelar de la transmateria, se hallaba tan próximo a la Tierra como cualquier otro punto de la red. La transmateria proporcionaba una infinita capacidad de enlace… una vez que el eslabón de enlace se había establecido. Pero hasta entonces…

El progreso, en tales condiciones, había sido lento. Tras algo más de cuatro siglos de viajes interestelares, el género humano había colonizado todos los mundos habitables dentro de una esfera de un radio de cuatrocientos años luz. Era razonable asumir que la pauta seguida por tal esfera se sostuviera en iguales condiciones para el resto de la galaxia; por lo menos un planeta habitable, pero inhabitado, giraba en órbita alrededor de un sol en condiciones similares al de la Tierra. No se había descubierto nunca ninguna otra forma de vida inteligente; el universo pertenecía al hombre… pero transcurrirían milenios antes de tomar posesión completa de él.

El hecho en sí había fastidiado a McKenzie durante los años de su entrenamiento para el Arcanato y cuando se produjo la muerte del Tecnarca Bongstrom, McKenzie fue elevado a tan suprema jerarquía. Entonces, ordenó que todas las energías de la Tierra se dedicasen a la tarea de crear los medios necesarios para burlar y escapar a las inflexibles, hasta entonces, cadenas de la Relatividad.

Hubo fracasos en los intentos y algunos verdaderamente costosos. Astronaves de ensayo se habían enviado al espacio exterior controladas y seguidas por otras tripuladas; pero muchas habían explotado reduciéndose a átomos y jamás habían vuelto. Pero así y todo, siempre había voluntarios para la próxima nave de ensayo y para la otra y la siguiente, y la que pudiera seguir a la otra.

Hasta que llegó el advenimiento glorioso de la Propulsión Daviot-Leeson, con su increíble generador de poco espacio y volumen, perforando el espacio-tiempo por empujes controlados termonucleares… y de repente, todo se hizo más claro y fácil. El espacio, en la región de una estrella, habían razonado Daviot y Leeson, está curvado y distorsionado por el calor y la masa de la estrella. Con sólo poder duplicar el mismo efecto, en miniatura, si sólo se pudiera abrir un resquicio en la estructura espacio-tiempo lo suficiente para que pasara a su través una astronave, y que viajase en una ruta predeterminada, y volver… los dominios del hombre no conocerían fronteras.

Se llevó seis años desde el envío del primer modelo piloto hasta el ya perfeccionado y digno de confianza que McKenzie permitió enviar tripulado hacia las estrellas. Y entonces se hallaba de vuelta… ya dentro de unos doce minutos. Los minutos pasaban tensos, interminables. Nadie osaba hablar. Jesperson, con los audífonos en la cabeza, estaba en permanente contacto con la estación monitora establecida en el extremo, más alejado del campo.

A los cinco minutos antes de la toma de tierra, Jesperson anunció:

—Han sido avistados clara y perfectamente. Llegarán a su debido tiempo.

McKenzie se humedeció los labios, apartándose de los demás para no dejar traslucir la tensión interna que estaba padeciendo. Cuatro minutos. Tres. Dos.

Jesperson estaba ya disponiendo la cuenta atrás. Y entonces, el XV-ftl apareció, como una dorada llama de fuego, descendiendo hasta posarse suavemente frente a ellos sobre sus estabilizadores y amortiguadores de aterrizaje. La descontaminación fue rápidamente efectuada por el personal de tierra y se abrió la escotilla principal.

Unos hombres salieron de su interior.

El Tecnarza los contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. No faltaba ninguno. A la distancia en que se encontraba, casi a unas mil yardas, no podía distinguir bien las facciones de los astronautas; pero eran cinco hombres los que habían salido hacia las estrellas y cinco los que volvían. Los nombres, comenzaron a formar un remolino en la mente del Tecnarca. Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive, Hernández. Hernández, Clive, Nakamura, Peterszoon, Laurance…

Los astronautas atravesaron ya el campo en dirección a la cúpula principal. Al aproximarse más, McKenzie observó que tres de ellos se habían dejado crecer la barba. Recordó el día en que los cinco habían permanecido en posición de firmes ante él en su cámara privada, despidiéndose y diciéndole adiós, que en su fuero interno no pudo evitar el creer que sería el último. Pero habían vuelto.

El Tecnarca dijo a Jesperson.

—Haga que los hombres vengan aquí inmediatamente.

—Entendido, señor.

Jesperson transmitió unas instrucciones por un intercomunicador. Momentos más tarde, la irisada puerta de acceso se abría y la tripulación del XV-ftl entró: Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive y Hernández.

Aparecían fatigados, entristecidos, sudorosos.

Los barbudos eran Laurance, Peterszoon y Clive. La cara de Nakamura aparecía limpia y afeitada; pero sus cabellos negros le colgaban en desorden por las orejas. Sólo Hernández daba el aspecto de hallarse en buena forma. Pero todos ofrecían el mismo aspecto decaído y derrotado.

McKenzie se dirigió prestamente hacia ellos y su manaza vigorosa apretó con decisión y fuerza la húmeda de Laurance.

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