Robert Silverberg - Colisión de los mundos

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Colisión de los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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La fatal colisión de dos imperios estelares, el terrestre y el de Norgla, cuando su mutua expansión los pone en inevitable contacto. Mediante una nave más rápida que la luz, los terrestres llegan a una región de la galaxia situada a 10.000 años-luz de la Tierra, donde descubren otra raza humanoide dedicada a la colonización de aquellos mundos. El choque hubiera sido inevitable, a causa del orgullo de los Norglanos, de no ser por una especie extragaláctica, los avanzadísimos Rosgollanos, que obligan a terrestres y norglanos a dividirse la Galaxia en los partes o esferas de influencia iguales.

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Sobre el estrado, McKenzie frunció el entrecejo. La narración de Laurance había sido tan totalmente clara y sencilla, esquemática y sinóptica, que el hombre que había sido el héroe que había llevado a cabo la maravilla del primer viaje interestelar a velocidades superlumínicas, había convertido semejante hazaña de significado incalculable, en un informe casi mecánico, la que tuvo la virtud de irritar interiormente al Tecnarca.

—Bien, háblenos de los seres extraños que vieron allá —dijo McKenzie.

—Sí, Excelencia. Envié a Hernández y a Clive a reconocer el terreno. Estuvieron observando a los extraterrestres durante varias horas.

—¿Y pasaron inadvertidos? —preguntó McKenzie.

—Por lo que sabemos, así es.

—¿Y qué aspecto tienen esos seres extraños? —preguntó entonces el Arconte de Defensa, Klaus, con su voz firme y escudriñadora.

—Son humanoides, Excelencia. Tenemos fotografías de ellos, dispuestas para ser observadas. Tienen casi dos metros de altura, andan sobre dos piernas y respiran oxígeno. En muchos aspectos tienen un gran parecido con nosotros. La pigmentación de la piel es verde, aunque observamos que algunos la tienen de color azul. En cierta forma, parece ser que disponen de una estructura esquelética más compleja que la nuestra; por ejemplo, sus brazos tienen un doble codo, lo que les permite efectuar movimientos en todas direcciones. Por lo que pudimos observar a cierta distancia prudente, parece ser que tienen en sus manos siete u ocho dedos. En resumen, tienen todo el aspecto de una raza inteligente y plena de energía y que se encuentra en un estadio evolutivo prácticamente igual al nuestro.

El Arconte de Seguridad, preguntó con calma:

—¿Está usted seguro de no haber sido observado?

—No prestaron la menor atención al exterior de nuestra nave. En todas las ocasiones, mis hombres permanecieron escondidos mientras les observaban. Tras dos horas de observación, dejamos el cuarto planeta de que acabo de hablarles y seguirlos hacia el tercero del sistema, que también es de un tipo aproximadamente igual al de la Tierra y de la misma forma, se estaba procediendo a la construcción de colonias. Desde allí, seguimos ya en propulsión hiperespacial hacia una estrella situada a dos años luz de distancia, en cuyo sistema se estaba llevando a cabo una colonización parecida. Una tercera visita, a siete años luz, nos mostró idéntico proceso, se construían igualmente colonias vivientes del mismo tipo. Hemos llegado a la conclusión cierta de que se trata de un movimiento sustancialmente colonial y que se está llevando a cabo en ese sector del espacio. Tras nuestra visita al tercer sistema solar, lo abandonamos y pusimos proa a la Tierra a donde hemos llegado, como saben sus Excelencias, hace unas pocas horas.

No estamos solos, pues —dijo el Geoarca Ronholm, casi medio para sí mismo—. Otros seres también exploran el espacio en busca de colonias, de espacio vital…

—Sí —interrumpió McKenzie crispado—. Construyendo colonias también. Creo que estamos sometidos a la amenaza más grande que jamás haya tenido nuestra historia humana…

—¿Y por qué dice eso? —preguntó Nelson, el Arconte de Educación—. ¿Sólo porque otra especie que se halla a diez mil años luz de distancia está extendiéndose a algunos planetas, puede usted obtener esas conclusiones?

—Sí que puedo, y lo mantengo. Hoy, la esfera de mundos de la Tierra y la de esos extraños, se hallan distanciadas por diez mil años de luz. Pero nosotros tendremos que expandirnos constantemente, incluso olvidando por un momento la nueva propulsión espacial, y así lo hacen ellos. Es una colisión entre mundos distintos. No una colisión entre naves del espacio, de planetas o incluso de estrellas; es una colisión inevitable entre dos imperios estelares, el suyo y el nuestro.

—¿Tiene usted algo que proponer? —preguntó el Geoarca.

—Sí —repuso McKenzie—. Tenemos que entrar en contacto con esas criaturas inmediatamente. No dentro de cien años a partir de ahora, ni el año que viene, sino en la semana próxima. Tenemos que mostrarles que nosotros también estamos presentes en el Universo, y que es preciso llegar a alguna especie de acuerdo, ¡ antes de que se produzca la colisión!

Se produjo una pausa de completo silencio. McKenzie miró fijamente a la persona del Comandante Laurance, de pie ante la Asamblea y flanqueado por sus hombres.

—¿Cómo sabe usted que esos… extraños tienen algunas intenciones hostiles, en absoluto? —preguntó entonces el Arconte de Seguridad, Lestrade.

—La intención hostil no tiene ahora importancia. Ellos existen, existimos nosotros. Ellos colonizan su zona del espacio, nosotros la nuestra. Nos encaminamos inevitablemente a un choque.

—Bien, haga sus recomendaciones, Tecnarca McKenzie —indicó el Geoarca con voz inalterada.

McKenzie se puso en pie.

—Mi recomendación es que la astronave que ahora es capaz de atravesar el espacio a velocidades superlumínicas y que acaba de regresar, se envíe inmediatamente al espacio; pero esta vez llevando consigo un grupo de negociadores, quienes puedan entrar en contacto directo con esos extraños. Los negociadores, intentarán, por todos los medios a su alcance, el descubrir cuáles son los propósitos de esos seres y llegar a un acuerdo de cooperación, en el que ciertas zonas de la Galaxia queden reservadas para una ü otra de las razas colonizadoras.

—¿Y quién va a pilotar la astronave esta vez? —preguntó el Arconte de Comunicaciones.

McKenzie pareció sorprendido.

—¡Vaya! Ya tenemos una tripulación bien entrenada y que ha demostrado su magnífica capacidad para hacerlo.

—Acaban de regresar de un viaje de un mes por el espacio —protestó el Arconte Wissiner—. Esos hombres tienen familias, parientes, amigos. ¡No pensará usted en volver a enviarlos inmediatamente!

—¿Sería mejor arriesgar nuestra única astronave superlumínica disponible por ahora en manos de hombres sin experiencia? —repuso McKenzie—. Si el Arconato lo aprueba, presentaré dentro de breves días una lista de los hombres capacitados para llevar a cabo las negociaciones a que me he referido y para que traten con esas criaturas extraterrestres. Una vez estén de acuerdo, la astronave deberá salir inmediatamente. Ahora dejo la cuestión en vuestras manos.

McKenzie volvió a su asiento. Siguió su debate breve y sin gran fuerza, aunque varios de los Arcontes se resentían privadamente de los métodos tan directos del Tecnarca; sin embargo, raramente votaban en contra de sus decisiones o propuestas cuando llegaba el momento de hacerlo. McKenzie había demostrado tener razón siempre, demasiadas veces en el paso, para que cualquiera se opusiera a él entonces.

Permaneció sentado tranquilamente, escuchando la discusión y tomando parte en ella sólo cuando era necesario para defender algún punto. Sus facciones no reflejaban ninguna de las sensaciones amargas que le habían trastornado desde la vuelta del XV-ftl. Había vuelto a recobrar su temple y su gran poder de visión y de mando. Pero en su mente aquel gran problema no dejaba de dar vueltas y más vueltas.

Extraños que construyen colonias, pensó preocupado. El brillante juguete que era el universo quedaba así empañado en la mente del Tecnarca. Él había soñado con un universo de planetas que sólo esperaban la llegada del hombre y a través de los cuales el género humano pudiese expandirse como la corriente viva de un río poderoso. Pero no era ya así; tras cientos de años, se habían hallado otras especies inteligentes como el hombre. ¿Iguales? Así parecía… de no ser peor aún la cosa. Fuesen cuales fuesen sus capacidades, el hecho significaba que el género humano estaba ya limitado y que una parte importante o tal vez el resto del universo le estaba prohibido, vallado. Y en tal respecto, McKenzie no podía por menos que sentirse disminuido.

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