Un día, en el otoño pasado, por pura caridad cristiana, quise prestarle a Margo. Reaccionó como un auténtico cretino.
Formábamos un cuarteto único. Creo que jamás olvidaré la primera vez (y tal vez la única) que nuestros padres se encontraron. Fue en la primavera de nuestro tercer curso, cuando las fiestas de carnaval. Hasta aquel día creo que ninguno de nuestros padres se había hecho una idea, ni siquiera aproximada, de cómo eran los compañeros de cuarto de sus hijos. Yo había invitado a Oliver un par de veces en las navidades, pero nunca a Ned o a Eli, y tampoco yo había visto a sus padres. Y, de pronto, todos reunidos. Salvo los de Oliver, que ya no los tenía. Y Ned había perdido a su padre. Su madre huesuda, un rostro sin carne de ojos hundidos. Medía casi uno ochenta, vestía de negro y tenía acento irlandés. No conseguía relacionarla con Ned. La madre de Eli era pequeña, rechoncha, contoneante, vestía demasiado llamativamente. Su padre, por el contrario, era casi invisible: rostro triste y apagado, suspirando continuamente. Parecían muy viejos para ser los padres de Eli; debieron tenerlo muy tarde. Además, estaba mi padre, que se parece a lo que yo imagino que seré dentro de veinticinco años: mejillas rosadas y lisas, cabello abundante entre rubio y gris, mirada segura. Un hombre importante, seductor, V.I.P. Vino acompañado de su mujer, Saybrook, que debe tener unos treinta y ocho años y aparenta diez menos. Alta, muy cuidada, pelo rubio y largo cayendo sobre sus hombros, un cuerpo bien hecho y musculoso. La muestra exacta del tipo deportista. Imaginad a este grupo parapetado bajo una sombrilla en el patio de la universidad, intentando encontrar algún tema de conversación. Mrs. Steinfeld tomaba a Oliver bajo su ala protectora, pobre pequeño huérfano. Mr. Steinfeld observaba asustado el traje de cuatrocientos cincuenta dólares de mi padre, pura seda italiana. La madre de Ned estaba totalmente fuera de lugar, no entendía a su hijo, ni a los amigos de su hijo, ni a los padres de éstos, ni ningún otro aspecto del siglo XX. Saybrook, con seguridad, con la suprema soltura de mujer de mundo, hablaba lánguidamente de sus reuniones de caridad y del inminente debut de su hijastra. («¿Es actriz?», preguntó Mrs. Steinfeld intrigada. «Quise decir, su puesta de largo», replicó Saybrook igual de extrañada.) Mi padre, mientras se miraba las uñas, se comía con los ojos a los Steinfeld y a Eli, no queriendo creer que lo veía. Mr. Steinfeld intentaba conversar con mi padre hablando de la Bolsa. Mr. Steinfeld no especula con las acciones, pero lee The Times cuidadosamente. Mi padre no sabe nada de cómo va la Bolsa. Con que los dividendos lleguen regularmente, ya se pone contento. Además en su religión, jamás se habla de dinero. Lanzó una señal a Saybrook, que desvió la conversación hábilmente, contándonos que presidía un comité encargado de recoger fondos a favor de los refugiados palestinos. «¿Saben ustedes?», explicó. «Los que fueron expulsados de su país por los judíos cuando nació el Estado de Israel.» Mrs. Steinfeld quedó desconcertada. ¡Decir semejante cosa delante de un miembro de la Hadassahi ! Mi padre señaló entonces al otro lado del patio hacia un estudiante que llevaba el pelo particularmente largo: «Hubiera jurado que era una chica hasta que se ha dado la vuelta», declaró. Oliver, que llevaba por aquel entonces un pelo hasta los hombros, sin duda para demostrar lo que piensa de Kansas, le lanzó una mirada glacial; indiferente o inconsciente, mi padre siguió: «Tal vez me equivoque, pero no puedo evitar el pensar que una gran parte de estos jóvenes con bucles flotantes tienen, ya saben ustedes, tendencias homosexuales». Ned soltó una carcajada. La madre de Ned tosió ruborizada, no porque sepa que su hijo es homosexual (esta idea le parecería increíble), sino porque Mr. Winchester, con aquel aspecto tan educado, había dicho una grosería en la mesa. Los Steinfeld, que no tienen dificultad en comprender, miran a Ned, después a Eli, luego se miran entre sí. Una reacción muy complicada. ¿Está seguro su hijo con tal compañero de habitación? Mi padre no comprende bien lo que su inocente observación ha desencadenado. Quisiera excusarse, pero no sabe ni de qué ni de quién. Frunce las cejas, y Saybrook le cuchichea algo al oído —«¡Chist! ¡Saybrook! Cuchichear en público, ¿qué diría Emily Post?» —y contestó enrojeciendo hasta el infrarrojo:
—¿Pedimos algo de vino?
Lo dijo muy alto, para esconder su confusión, y llamó imperiosamente a un estudiante camarero:
—¿Tienen Chassagne-Montrachet 1969 ?
—¿Señor? —contestó el chico sin expresión alguna.
Trajeron un cubo con hielo que contenía una botella de Liebfraumilch de tres dólares, es lo mejor que tienen. Mi padre paga con un billete de cincuenta completamente nuevo. La madre de Ned se queda estupefacta cuando ve el billete. Los Steinfeld fruncen las cejas pensando que les están sobornando. Un maravilloso episodio. Maravilloso. Poco después, Saybrook me apartó del grupo y me dijo:
—Tu padre está muy incómodo. Si hubiera sabido que a Eli, ejem… le gustan los chicos, no hubiera hecho esa observación.
—No se trata de Eli, Eli es hetero. Se trata de Ned.
Saybrook ya no sabe qué pensar. Cree que me burlo de ella. Quisiera decirme que mi padre y ella esperan que no me acueste con ellos, no importa con cuál de ellos, pero está demasiado bien educada para saber cómo expresar eso. Se contentó con tres minutos de conversación reglamentaria, se alejó con gracia y le contó a mi padre el último de los chismes. Vi a los Steinfeld conferenciando angustiados con Eli, sin duda dándole toda la serie de consejos correspondientes a quien comparte el piso con un hijo de papá, y advertirle seriamente de que no frecuente a Ned, si no es (¡oh! ¡Humm!) demasiado tarde. Ned y su madre también tienen problemas generacionales. Están un poco más lejos. Capto algunas palabras:
—Las hermanas han rezado por ti… ante la santa cruz… novena… rosario… tu padre que está en los cielos… noviciado… jesuíta… jesuita… jesuíta…
Oliver está apartado, sólo observa. Sonríe con su sonrisa venusiana. Nuestro Oliver parece un invasor galáctico. El hombre de los platillos volantes. Creo que Oliver es la mente más profunda del grupo. No sabe tanto como Eli, no tiene la misma apariencia brillante, pero su inteligencia es más poderosa, estoy convencido de ello. Es también el más extraño de nosotros, aunque superficialmente parezca tan sano y normal. En realidad no lo es en lo más mínimo. De nosotros, Eli es el que tiene la inteligencia más viva, también el más acomplejado, el más atormentado. Ned juega a ser el débil, el delicado, pero no hay que subestimarle: sabe muy bien lo que quiere y siempre se las arregla para conseguirlo. ¿Y yo? ¿Qué hay de particular en mí? Un buen hijo de su padre. La familia, las relaciones, los clubs. En junio acabo mis exámenes, y, después, ¡la buena vida! Tendré que ir a cumplir el servicio militar en las Fuerzas Aéreas estadounidenses, pero sin ninguna práctica de combate, todo está ya arreglado, nuestros genes son demasiado preciosos para desperdiciarlos, y, después de esto, me buscaré alguna debutante anglicana con certificado de virginidad que pertenezca a una de las Cien Familias. Me estableceré como un respetable caballero. ¡Jesús! Menos mal que El Libro de los Cráneos de Eli no es más que un amasijo de tonterías supersticiosas, porque, si no, acabaría por aburrirme mortalmente al cabo de veinte años.
Cuando tenía dieciséis años, pensaba muy a menudo en el suicidio. Honradamente. No era una actitud de adolescente romántico, la expresión de lo que Eli llamaría una personalidad bien marcada. Era una postura filosófica auténtica, si es que puedo permitirme emplear un término tan impresionante. Era una postura a la que había llegado a través de un camino lógico y riguroso.
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