Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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—No.

—¿No?

—Acelera.

—Tenemos sitio —dije.

—No quiero perder tiempo.

—¡Por Dios, Oliver! Este tipo es inofensivo. Y por aquí debe pasar un coche cada hora. Si estuvieras en su lugar…

—¿Y quién te dice a ti que es inofensivo? —preguntó Oliver.

El hippie estaba ahora a unos treinta metros del automóvil parado.

—A lo mejor es de la banda de Charles Manson y se dedica a cortar el cuello a todos los que se portan bien con los hippies —añadió Oliver.

—Esto es totalmente alucinante —dije.

—¡Sigue! —dijo con una voz llena de espantosos augurios, con una voz que presagiaba tormentas—. No me gustan esta clase de tipos. Desde aquí huele a podrido. No quiero tenerle al lado.

—¡El que conduce soy yo! —respondí—. Me corresponde decir si…

—¡Sigue! —dijo Timothy.

—¿Tú también?

—Ned, Oliver no quiere tenerle al lado. ¿No irás a imponerle su presencia si él no quiere?

—Pero, Timothy…

—Además, el coche es mío y yo tampoco le quiero aquí. Ned, ¡acelera!

La voz de Eli surgió del asiento de atrás, dulce, perpleja:

—Un momento, tíos, creo que aquí se plantea un problema moral que hay que considerar. Si Ned quiere…

—¿Vas a arrancar? —dijo Oliver en algo que era lo más parecido a un grito de todo lo que había emitido hasta entonces. Le miré a través del retrovisor. Su rostro aparecía rojo, empapado en sudor, y con una vena hinchada en la frente. La cara de un psicópata. Era capaz de todo. No podía arriesgarme a comprometerlo todo por un autoestopista hippie. Moviendo la cabeza con tristeza, apreté el acelerador y, justo cuando el hippie ponía la mano en la portezuela de atrás, en la de Oliver, el coche arrancó en tromba, dejándole atónito entre la nube de humos del tubo de escape. En favor suyo, debo decir que no nos enseñó el puño, que ni siquiera escupió, se contentó con curvar aún más los hombros y reemprender el camino. Es posible que desde el principio estuviera esperando la putada. Cuando el hippie desapareció del retrovisor, miré de nuevo a Oliver. Su rostro parecía más sereno. La vena estaba otra vez en su sitio y el acaloramiento había cedido. Pero en su mirada persistía una fijación que era capaz de helarme la sangre, y, en medio de sus mejillas de efebo se estremecía un músculo de vez en cuando.

Rodamos silenciosos durante treinta kilómetros hasta que explotó la tensión en el interior del coche. Después pregunté:

—Oliver, ¿por qué lo has hecho?

—¿Qué cosa?

—Lo de obligarme a joder al hippie.

—Porque tengo ganas de llegar. ¿Acaso me has visto recoger a algún autoestopista alguna vez? Los autoestopistas sólo traen complicaciones. Te hacen perder el tiempo. Tendrías que haberle llevado hasta su comuna por una carretera pequeña. Una hora, dos horas de retraso con respecto al horario.

—No es cierto. Además, has hablado de su olor. Tenías miedo de que te degollara. ¿Qué quiere decir eso, Oliver? ¿No has oído ya suficientes jilipolleces sobre tu limpio pelo largo?

—No debía tener las ideas muy claras —respondió Oliver que, aparte de sus claras ideas, no ha tenido otra cosa en su vida—. Quizás esté tan ansioso por llegar que digo cosas que no pienso —añadió Oliver, que nunca habla sobre los planes que se ha trazado—. No sé. No tenía ganas de que subiera. Me ha dado por ahí —continuó Oliver que carecía de antojos desde que aprendió a no cagarse en los pañales.

—Siento haberte obligado, Ned —después de diez minutos de silencio, concluyó—: Hay una cosa en la que tendremos que ponernos de acuerdo. A partir de ahora y hasta que acabe el viaje, nada de autoestopistas. ¿De acuerdo? Nada de autoestopistas.

18. ELI

Cuánta razón han tenido al elegir este lugar esmirriado e infecto como emplazamiento del Monasterio de los Cráneos. Los antiguos necesitan un decorado inaccesible y misteriosamente romántico si quieren seguir adelante a pesar de las fogosas resonancias altisonantes de un siglo XX materialista y escéptico. El desierto resulta un lugar muy apropiado. El aire es azulmente doloroso, el suelo aparece con una delgada costra incendiada sobre un zócalo rocoso, las plantas y los árboles son contorneados, extraños y espinosos. El tiempo se detiene en un sitio así. El mundo moderno no puede inmiscuirse para profanarlo. Aquí prosperan los antiguos dioses. Los viejos cánticos se elevan hasta el cielo sin temor al ulular de los automóviles o el estrépito de las máquinas.

Ned no está de acuerdo en absoluto acerca de este asunto: cree que el desierto es teatral y hasta que está superado. El lugar perfecto para los sobrevivientes de la Antigüedad, como los Guardianes de los Cráneos, piensa, es el corazón de la ciudad moderna, donde el contraste entre su contextura y la nuestra se intensifica. Un inmueble burgués de la Calle 63 Oeste, donde los sacerdotes se podrían dedicar tranquilamente a sus ritos, entre una galería de arte y un salón de belleza para caniches. Sugería que otra posibilidad sería la de montar un taller de ladrillos y cristales entre los grandes talleres dedicados a la fabricación de equipos de oficinas y acondicionadores de aire. El contraste lo hace todo, dice. La incoherencia es indispensable. El sentido del arte reside en el sentido de sus adecuadas yuxtaposiciones. ¿Qué es la religión sino una categoría del arte? Pero creo que Ned me estaba dando marcha, como siempre. De todas maneras, no puedo despreciar sus teorías sobre la yuxtaposición y el contraste. Este desierto, estas áridas soledades, son para mí el lugar perfecto de quienes no van a morir.

Cruzando Nuevo México y el sur de Arizona dejamos a nuestras espaldas los últimos vestigios del invierno. En la zona de Albuquerque el aire era fresco, incluso frío, pues la altitud era mayor. El terreno es cuesta arriba hasta la frontera mexicana, allá donde empezamos a torcer hacia Phoenix. Como una flecha, la temperatura subió de diez a veintiún grados, incluso más. Las montañas se hicieron más bajas, parecían hechas de partículas comprimidas en moldes parduzcos, unidos con cola. Parecía que se pudieran hacer agujeros con sólo un dedo en aquellos pilares de roca. Colinas suaves, vulnerables, casi desnudas. Marcianas. También la vegetación había cambiado. En lugar de las vastas extensiones de artemisas y pequeños pinos, atravesábamos ahora bosques de espaciados cactus que, fálicamente, surgían de la tierra desconchada y oscura. Ned se convirtió en profesor de botánica. He aquí las sagitarias, decía, esos cactos con brazos más altos que los postes telegráficos; y ahí, los arbustos verdeazulados, deshojados y de ramas espinosas que parecen provenir de otro planeta, son el palo verde; y esos racimos de ramas verticales y nudosas se llaman ocotilo. Ned se conoce esta región de memoria. Después de su estancia en Nuevo México hace como dos o tres años, se siente aquí como en su casa. Ned, por otro lado, está como en su casa en cualquier sitio. Le gusta hablar de la hermandad internacional de los maricas. Allá donde vaya sabe que encontrará alojamiento por medio de los suyos. A veces me da envidia. A veces el saber que, por el hecho de formar parte de la tribu, te reciben bien en todas partes, a lo mejor compensa los traumas subyacentes. Mi tribu no es completamente hospitalaria.

Después de cruzar la frontera de Arizona, nos dirigimos hacia el oeste, hacia Phoenix. A veces el terreno se volvía montañoso, menos desolado. País indio, los Pimas. Avistamos el pantano de Coolidge: recuerdo las lecciones de geografía de tercero de Bachillerato. Aún estábamos a ciento cincuenta kilómetros de Phoenix, cuando empezamos a ver carteles que nos invitaban, nos ordenaban, mejor dicho, a alojarnos en un motel de la ciudad: «Pasen unas agradables vacaciones en el Valle del Sol». En aquel amanecer, el sol lo invadía todo, colgado encima del parabrisas, nos lanzaba sus dardos de fuego. Oliver conducía como un robot; sacó unas ingrávidas gafas con montura de plata y continuó. Rápidamente, atravesamos una ciudad llamada Miami. No había ni playas, ni rumberas con abrigo de vísón. El vapor de las chimeneas le daba al aire un tono malva y rosa; el olor de la atmósfera era puro Auschwitz. ¿Qué quemaban? Poco antes de penetrar en el centro de la ciudad, vimos la enorme pila cubierta de residuos grises acumulados durante años de una mina de cobre. Enfrente, al otro lado de la carretera, se alzaba un gigantesco hotel de deslumbrante fachada, supongo que lo edificaron allí para regodeo de quienes se dedican en plan bestia a la violación ecológica. Lo que aquí incendian es la Naturaleza. Abatidos, abandonamos aquel espectáculo para reencontrar otros espacios deshabitados. Sagitaria, palo verde, ocotilo. Un túnel enorme atravesaba las montañas. Paisaje desolador, sin ciudades. Las sombras se alargaban. Calor, calor, calor. Y, después, intemperie, los tentáculos de la vida urbana nos hacen añorar un Phoenix todavía lejano: suburbios, centros comerciales, gasolineras, mostradores de intercambio, vendedores de cosas indias, moteles, neón, restaurantes que recomiendan tacos, perritos calientes, pollo frito, bocadillos. Convencimos a Oliver para que parara y nos comimos unos tacos a la luz amarillenta e irreal de las farolas callejeras. Después continuamos nuestro camino. Grandes supermercados sin ventanas en medio de los aparcamientos. Es el país de la pasta, habitáculo de garantías. Yo era un extranjero en tierra extraña, triste y desorientado judío de Manhattan, corriendo a través de cactos y palmeras. Muy lejos de casa. Ciudades llanas, bancos sin pisos de vidrios verdes y escaparates de plástico psicodélico. Casas pastel con estuco verde y rosa. País que jamás conoció la nieve. Por todas partes flotando banderas americanas. ¡Tómalo o déjalo! Main Street, Mesa, Arizona. ¡La granja experimental de la Universidad de Arizona erguida al borde de la carretera! Montañas lejanas se perfilan sobre el azulado crepúsculo. Ahora estamos en Apache Boulevard, en la ciudad de Tampa. Chirriar de neumáticos. La carretera gira. Otra vez estamos en el desierto. Ya no hay calles, no hay banderas, no hay nada. Una tierra de nadie. A nuestra izquierda, masas sombrías: montañas y colinas. Luces de faros visibles en la lontananza. Unos minutos más y termina la desolación. Pasamos de Tampa a Phoenix y estamos ahora en Van Burent Street. Tiendas, casas, moteles. «Sigue hasta el centro», dice Timothy. Parece que su familia tiene algunas acciones de un motel de la ciudad. Pararemos ahí. Otros diez minutos y estaremos en un barrio de libreros y motor lodges a cinco dólares la noche. Y ya estamos en el centro. Rascacielos: diez o doce pisos. Bancos. El edificio de un diario, grandes hoteles. El calor es terrible, cerca de treinta y tres grados. Y estamos a finales de marzo. ¿Cómo será en agosto? Aquí está nuestro motel. Una estatua de camello en el escaparate. Una gran palmera. Un vestíbulo pequeño y poco acogedor. Timothy va a rellenar las fichas. Tendremos una suite. Primer piso al fondo del pasillo. Hay una piscina. «¿Quién quiere nadar?», pregunta Ned. «Y después una cena mexicana», propone Oliver. Los ánimos están excitados. Después de todo estamos en Phoenix, ya casi hemos llegado. Mañana iremos hacia el norte, hacia el retiro de los Guardianes de los Cráneos.

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