Se diría que todo esto empezó hace muchos años. Una alusión breve, anodina y pasajera, en el periódico del domingo:
Un monasterio en el desierto, cerca del norte de Phoenix, donde doce o quince clérigos practican su propia versión del cristianismo. Hace unos veinte años que llegaron de México, y se cree que pasaron de España a México en tiempos de Cortés. Económicamente independientes, viven replegados en sí mismos y no se meten con los visitantes, aunque se muestran amables con cualquiera que ponga un pie en su retiro rodeado de cactos. El decorado es extraño y parece una combinación de estilo cristiano medieval con algo que pueden ser motivos aztecas. Un símbolo predominante, que da al monasterio una apariencia austera y un poco grotesca, es el cráneo humano.
Por todas partes hay cráneos, crispados, amenazadores, en altorrelieve o en relieves ovalados. El largo friso representando cabezas de muerto parece inspirarse en motivos que pueden verse en Chichen Itzá, Yucatán. Los monjes son delgados, desbordan vida interior, su piel está curtida, bronceada por el sol y el viento del desierto. Curiosamente, tienen a la vez un aspecto joven y viejo. El que, rehusando dar su nombre, habló conmigo, pudiera muy bien tener treinta o trescientos años. Imposible decirlo…
Leí esto por casualidad en las páginas de viajes del periódico, por casualidad. Estos fragmentos de extraña imaginería, el friso de los cráneos, los rostros jóvenes y viejos, se habían fijado en mi memoria. Y por casualidad, algunos días más tarde tropecé con el manuscrito de El Libro de los Cráneos en la biblioteca de la universidad.
Nuestra biblioteca tiene un genizah, una reserva de inutilizados libros viejos, deshechos, manuscritos apócrifos o abandonados que nadie todavía se ha molestado en traducir, descifrar, clasificar, o, incluso, examinar con detalle. Supongo que en todas las universidades debe haber una sala parecida, llena de documentos adquiridos por alguna donación o descubiertos con ocasión de algún rastreo, y que, pacientemente, esperan (¿Venticinco años? ¿Cincuenta años?) la llegada de un erudito que les eche una mirada. La nuestra es más copiosa que la mayor parte de ellas, seguramente porque tres generaciones de ávidos bibliófilos han acumulado todos estos tesoros de la Antigüedad con más rapidez que aquella con que nuestros bibliotecarios pudieran asimilarlos. En un sistema así se dejan de lado necesariamente ciertos artículos que, inundados por el torrente de nuevas adquisiciones, acaban olvidados, escondidos, perdidos. Tenemos estantes enteros llenos de documentos cuneiformes, sumerios o babilónicos, entre los cuales la mayor parte han sido puestos al día entre 1902 y 1905, con motivo de las célebres excavaciones de Mesopotamia. Poseemos ingentes cantidades de papiros sin tocar de las últimas dinastías, kilos de material que proceden de sinagogas iraquíes, contratos de matrimonios, decisiones judiciales, poesías, tenemos listones grabados sobre madera de tamarí de las cavernas de Tun-Huang, antiguo y olvidado don de Aurel Stein; cajas de archivos parroquiales de los castillos de Yorkshire; tenemos fragmentos de manuscritos precolombinos, y legajos de cánticos y misas que pertenecieron a los monasterios pirenaicos del siglo XIV. Si la Roseta pudiera encontrarse, nuestra biblioteca permitiría descifrar los secretos del manuscrito Mohenjo-Daro, o el manual etrusco de gramática del emperador Claudio. A lo mejor tienen, sin descubrir, las memorias de Moisés o el Diario de san Juan Bautista. Si algún día se descubrieran estas cosas, otros curiosos llegarían a las oscuras cavas del pabellón central de la biblioteca. Yo me contento con el hallazgo del manuscrito de El Libro de los Cráneos. No lo estaba buscando en absoluto, ni siquiera había oído hablar de él. Conseguí obtener permiso para cotejar en las cavas en busca de una colección de manuscritos catalanes de poesía mística, comprados en principio a un proveedor de antigüedades barcelonés, llamado Jaime Maura Gudiol; esto fue en 1893. El profesor Vázquez Ocaña, de quien fui seleccionado colaborador para hacer una serie de traducciones del catalán, había oído hablar del tesoro de Maura de boca de su propio profesor, treinta o cuarenta años antes, y creía recordar vagamente el haber tenido en sus manos algunos de los auténticos manuscritos. Consultando unas fichas hechas con tinta sepia medio descolorida, logré descubrir el lugar de la reserva en que se hallaba el tesoro Maura, así que decidí explorar la cava. Luz parpadeante. Cofres condenados. Infinidad de clasificadores de cartón. El polvo me hace toser. Tengo los dedos negros, carbonilla en la cara. Un cartón más y abandono. Y luego: un relieve de cartón rojo que contiene un manuscrito finamente estampado sobre una vitela de hermosa calidad. Un título ornado con riqueza: Líber Calvarium. Libro de los Cráneos. Siniestro, fascinante, romántico. Vuelvo a la primera página. Elegantes letras en la escritura neta y desprendida del siglo X, u XI. Las palabras no estaban en latín sino en un catalán muy primariamente latinizado que traduje automáticamente. Escuchad, noble Señor: Te ofrecemos la vida eterna. El epígrafe más demente que había encontrado hasta entonces. ¿Interpretaría mal el texto? No. Te ofrecemos la vida eterna.
La página contenía el primer párrafo del texto, en el cual, las otras líneas no eran tan fáciles de descifrar como el epígrafe. Al final de la página, y a lo largo del margen izquierdo, se alineaban ocho cráneos humanos perfectamente grabados, separados cada uno por una filigrana de columnas y una pequeña voluta romana. Solamente un cráneo tenía el maxilar inferior. Otro estaba de lado. Pero todos eran amenazadores, y se notaba como algo malvado en las ensombrecidas órbitas. Parecen decir con voz de ultratumba: Os resultaría muy conveniente aprender lo que nosotros hemos conocido.
Me siento encima de un cofre de pergaminos viejos y empiezo a hojear el manuscrito. Una docena de páginas, ordenadas todas con grotescos motivos funerarios —fémures cruzados, lápidas abiertas, una pelvis o dos, y cráneos por todas partes, cráneos, cráneos. Traducirlo sin esfuerzo resultaba una tarea fuera de mi alcance; gran parte del vocabulario me resultaba impenetrable, pues aquello no era ni catalán ni latín, sino una cosa vaga e intermedia. A pesar de esto, el significado global de mi descubrimiento se me impuso con rapidez. El texto estaba dirigido a un príncipe cualquiera por el superior de un monasterio bajo su protección y, esencialmente, era una invitación para que abandonara los placeres mundanos y compartiera los «misterios» de la orden monástica. La disciplina de los sacerdotes, decía el superior, está orientada para derrotar a la Muerte, entendiendo esto no como el triunfo del espíritu en el otro mundo, sino el triunfo del cuerpo en éste. Te ofrecemos la vida eterna. La contemplación, el ejercicio físico y espiritual, un régimen adecuado y lo más eficaz posible. Aquéllos eran los postulados de la vida eterna.
Una hora de encarnizado esfuerzo me dio los pasajes siguientes:
Tal es el primer misterio: que el cráneo se halla detrás del rostro de igual forma que la muerte se encuentra al lado de la vida. Pero sabed, ¡oh, nobles señores!, que no existe paradoja, pues la muerte es la compañera de la vida y la vida la mensajera de la muerte. Si se pudiera alcanzar el cráneo a través del rostro y tratarlo como a un amigo, sería posible… (ilegible).
Tal es el sexto misterio: que nuestro don sea despreciado, que, entre los hombres, seamos fugitivos con el fin de huir de lugar en lugar, desde las cavernas del norte hasta las cavernas del sur, del (incierto) de los campos (incierto) de la villa, como fue durante los siglos que he vivido y los siglos que han vivido mis ancestros…
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