Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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—Ustedes están aquí —dijo señalando el mapa con el dedo—. Para salir de la ciudad, sigan así: Black Canyon Highway, es una autopista, cójanla y continúen hacia el norte, siguiendo las indicaciones para Prescott, aunque no tienen que ir tan lejos. Aquí, ¿ven?, después del límite de la ciudad, no muy lejos, a dos o tres kilómetros, dejen la autopista. ¿Tienen un mapa? Tengan, les pongo una cruz. Y sigan esta carretera… recorran unos diez kilómetros… —traza una serie de zigzags en el mapa, luego pone una segunda cruz—. No —dice—. No es éste el lugar donde se encuentra el monasterio. Aquí hay que dejar el coche y seguir a pie. Ya verán que la carretera se convierte en un simple sendero por el que ningún coche, ni siquiera un jeep, puede pasar. Pero, para gente joven, como ustedes, no será problema. Hay que caminar cinco o seis kilómetros, siempre recto hacia el este.

—¿Y si no lo encontramos? —pregunta Timothy—. No me refiero a la carretera, sino al monasterio.

—No arriesgan nada —respondió Gibson—. Pero, si llegan a la reserva india de Fort McDoogel, se darán cuenta de que han ido demasiado lejos. Y si ven el lago Roosevelt es que han ido mucho, mucho más lejos.

Cuando nos despedimos, nos pidió que pasáramos por su casa a nuestro regreso para ver qué habíamos visto por allí.

—Me gusta tener al día mis fichas —explicó—. Hace mucho tiempo que tengo intención de echar una ojeada, pero ya saben lo que pasa, hay tantas cosas que hacer y tenemos tan poco tiempo…

Claro, respondimos. Le contaremos todo. Al coche. Oliver conduce y Eli traza la ruta con el mapa abierto frente a él. Black Canyon Highway al oeste. Una autopista de seis vías, aplastada bajo el sol de la mañana. Poca circulación con la excepción de algunos enormes camiones. Tomamos dirección norte. Las preguntas encontrarán pronto una respuesta y sin duda se plantearán otras. Nuestra fe o ingenuidad tal vez sean recompensadas. A pesar del calor aplastante, sentía escalofríos. Subiendo del foso de la orquesta, percibía los sombríos acentos wagnerianos de los trombones y las tubas de mal augurio. El telón se levantaba pero ignoraba si era el comienzo del primero o del último acto que íbamos a tocar. Ahora ya no dudaba de la existencia del monasterio. Gibson no se puso misterioso. No era un mito, sino la manifestación de esa necesidad de espiritualidad que el desierto parece despertar en el hombre. Pronto encontraríamos el monasterio, y sería el de verdad, el heredero de aquel que se describe en El Libro de los Cráneos. Otro escalofrío delicioso. ¿Y si nos encontráramos frente a frente, fuera de todo tiempo, con el autor de este antiguo y milenario manuscrito?

Cuando se tiene fe, todo es posible.

La fe. ¿Qué proporción de mi existencia ha estado marcada por esta pequeña palabra de dos letras? Retrato del artista adolescente y morboso. La escuela parroquial. El tejado que vuela, el viento que silba a través de las desvencijadas ventanas, los pálidos monjes que nos miran severamente con sus austeros anteojos mientras jugamos en el patio. El catecismo. Los niños pequeños, muy limpios, camisa blanca y corbata roja. El padre Burke dándonos clase. Joven, regordete, rostro rosa, siempre con gotas de sudor encima del labio superior, una masa de carne fofa que sobresale por el cuello almidonado de su traje. Debía tener veinticinco o veintiséis años el joven sacerdote consagrado al celibato, con el pito fresco. Por la noche debía preguntarse si merecía la pena. Para el pequeño Ned, de siete años, él encarnaba las Escrituras, sagradas e imponentes. Siempre tenía una varita de mimbre en la mano, y la utilizaba: había leído a Joyce, y representaba el papel haciendo terribles molinetes con ella. Me toca ser interrogado. Me levanto temblando. Tengo ganas de mearme en los pantalones. La nariz me gotea (siempre tuve mocos en la nariz hasta los doce años; mis recuerdos de infancia están manchados con la imagen de una estalactita mugrienta, un bigote chorreante y pegajoso. El grifo sólo se cerró con la pubertad). El revés de mi mano se levanta rápido hacia los morros. Un acto reflejo.

—No sea repugnante —dice el padre Burke con los ojos azules echando chispas. Dios es amor. Dios y amor; y el padre Burke, ¿qué es entonces? La varita rasga el aire con un silbido. Irritado, se dirige hacia mí—: El Credo, ahora, ¡enseguida!

Comienzo balbuceando:

—Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo… y en Jesucristo…

Es el vacío. Detrás, un ronco susurro, Sandy Dolan:

—… su único hijo, nuestro Señor…

Me tiemblan las piernas. Se me estremece el alma. El domingo anterior, después de la misa, Sandy Dolan y yo fuimos a espiar a su hermana mayor de quince años, se cambiaba a través de los cristales, senos pequeños con el pezón rosa, pelos morenos. También nosotros tendremos pelos ahí, me susurra Sandy. ¿Acaso Dios me ha visto espiar a su hermana? El Día del Señor; semejante pecado. Ahora la varita gira de manera amenazadora.

—… su único hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de la Virgen María… —sí, ahora estoy lanzado, llegamos a la parte melodramática que tanto me gusta. Recupero la confianza, mi voz adquiere seguridad— … padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos, y subió a los cielos… subió a los cielos…

Otra vez me había perdido. Sandy, ¡ayúdame! Pero el padre Burke está demasiado cerca. Sandy no osa hablar.

—… subió a los cielos…

—Ya está allí, hijo mío —dice el cura sarcásticamente—. ¡Termina de una vez! Subió a los cielos…

Tengo la lengua pegada al paladar. Todas las cabezas se vuelven hacia mí. ¿No podría sentarme? ¿No podría Sandy seguir por mí? Solamente siete años, Señor, ¿y es preciso que me sepa entero el Credo?

La varita… la varita…

Incomprensiblemente, el padre me sopla:

—Sentado a la diestra…

Bendita frase. Me agarro ahí…

—Sentado sobre la diestra…

¡A la diestra! —y mi mano recibe el golpe de la varita. El choque vibrante, sonoro, hace que mi mano se abarquille como la hoja de un árbol al contacto del fuego. Amargas lágrimas invaden mis ojos. ¿Puedo sentarme ahora? No; he de continuar. Eso esperan de mí. La vieja monja María Josefa leyendo en el auditorio uno de mis poemas, una oda al Domingo de Pascua, con su rostro cubierto de arrugas, diciendo que me encuentra muy dotado. Ahora, continúa, ¡el Credo! ¡El Credo! No es justo, tú me has pegado. Ahora debería tener derecho a sentarme.

—Continúa —dice el inexorable cura—. Sentado a la diestra…

Estoy conforme.

—Sentado a la diestra del Dios Padre, Todopoderoso, que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. —¡Uf! Lo peor ya ha pasado. Con el corazón palpitante, suelto el resto a toda marcha—: Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la Comunión de los Santos, el Perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la Vida Eterna. ¡Amén!

¿Hacía falta terminar con amén? Me lío de tal manera que ya no sé. El padre Burke me lanzó una sonrisa agridulce. Vacío, me dejo caer en el asiento. Esto representa para mí la fe. La fe. El Niño Jesús en el pesebre y la varita cayendo sobre los dedos. Pasillos helados. Rostros siniestros. El seco y polvoriento olor de lo sagrado. Un día, el cardenal Cushing nos hizo una visita. Toda la escuela estaba aterrorizada. No nos hubiéramos asustado tanto si el propio Redentor llega a surgir de pronto de un armario. Miradas furiosas, susurradas advertencias: «Quédense en filas.» «Canten entonados.» «No hablen.» «Sean respetuosos.» Dios es amor, y los rosarios, los retratos a pastel de la Virgen, el viernes de vigilia, la pesadilla de la primera comunión, el terror ante la idea de entrar en un confesionario, todo el tinglado de la fe, el vertedero de los siglos. Claro que sería necesario desembarazarse de esto lo antes posible. Huir de los jesuitas, de mi madre, de los apóstoles y los mártires, de san Patricio, de san Brendan, san Dionisio, san Ignacio, san Antonio, santa Teresa, santa Thais, la cortesana penitente, de san Kevin y san Ned. Me convertí en un hediondo apóstata, pero no era el primero de la familia que se desviara del buen camino. Cuando vaya al infierno, me encontraré con mis primos y tíos dando vueltas en el asador. Y ahora, he aquí que Eli Steinfeld me pide que tenga fe otra vez. «Como todos sabemos», explica Eli, «Dios es anacrónico, molesto; admitir en esta época moderna que creemos en su existencia, sería como admitir que tenemos granos en el culo. Nosotros, los sofisticados, que hemos visto todo y sabemos hasta qué punto son pamemas, no podemos decidirnos a contar con El, aunque no nos falten ganas de dejar que este viejo y pasado chivo tome todas las decisiones en nuestro lugar». «¡Un momento!», grita Eli. «¡Deja el cinismo para otro momento, abandona tu desconfianza hacia lo invisible! Einstein, Bohr y Thomas Edison destruyeron nuestra capacidad para abrazar el más allá, pero, ¿no estás dispuesto a abrazar alegremente el más acá, el aquí mismo? ¡Cree!», dice Eli. «Cree en lo imposible. Cree porque es imposible. Cree que la historia del mundo que nos han enseñado es un mito, y que este mito es lo único que sobrevive de la historia real. Cree en los Cráneos y en sus Guardianes. Cree. Haz un acto de fe, y la vida eterna será tu recompensa.» Así hablaba Eli. Y nosotros avanzamos hacia el este, el norte, el norte, el este, una vez más, zigzagueando en el desierto cubierto de maleza, y es necesario que tengamos fe.

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