Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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—¡Qué calor hace! —murmura perdida en su pire.

Se quita la blusa, me sonríe inocentemente como diciendo: «Somos viejos amigos, no tenemos necesidad de preocuparnos por tabúes imbéciles, ¿por qué van a ser los niñitos más sagrados que un rollete?» Sus senos eran vagamente gruesos, altos, abiertos. Maravillosamente duros. Probablemente los senos más perfectos que he tenido la fortuna de contemplar. Intentaba mirar como quien no quiere la cosa. En el cine es más fácil: no existe relación tú-yo con lo que pasa en la pantalla. Se tira un rollo sobre astrología, cuestión de ponerme cómodo, supongo. Cantidad de historias sobre la conjunción de los astros en casa de no sé quién. Yo sólo podía farfullar respuestas. Luego se puso a leerme los signos de la mano. Era su último capricho, el misterio de las rayas.

—Las adivinadoras de la fortuna se ríen del público —dijo seriamente—, pero eso no quiere decir que no haya algo de cierto en el fondo. Mira, todo tu futuro se encuentra programado en las moléculas de ADN, y son las que gobiernan la configuración de las líneas de tu mano. Espera, déjame mirar.

Tomándome la mano, me acerca a ella sobre el sofá. Me sentía estúpidamente virgen con mi actitud y con la realidad de mi experiencia. Me cogió la palma de la mano, me hacía cosquillas.

—Aquí, mira, es la línea de vida. ¡Oh! ¡Es muy larga!

Miraba de reojo a sus tetas mientras ella se enrollaba con la quiromancia.

—Y esto es el monte de Venus. ¿Ves esa línea pequeña que empieza aquí? Indica que tienes grandes pasiones, pero que te retraes y las reprimes enormemente, ¿no crees?

De acuerdo, Margo, te sigo el juego. Mi brazo se lanza alrededor de sus hombros, mi mano busca sus pechos.

«¡Oh, sí, Eli, sí, sí!»

Exagera un poco. Me estrecha contra su pecho. Un beso torpe. Sus labios estaban entreabiertos. Hice lo necesario. Pero no sentía pasión alguna, ni grande ni pequeña. Todo aquello me parecía un formulismo, como un minueto coreografiado. No podía hacerme a la idea de hacer aquello con Margo. Irreal, irreal, irreal. Incluso cuando se separó suavemente e hizo resbalar la falda revelando sus contorneadas caderas, sus duros y jóvenes muslos, su tupido pelo color caña, no sentía ningún placer. Me hizo un gesto. Una sonrisa provocativa. Para ella todo esto no era más apocalíptico que un apretón de manos, un besito en la cara. Para mí se elevaban las galaxias. Sin embargo, qué fácil hubiese sido todo esto. Bajarse el pantalón, echarse encima, metérsela, un movimiento de caderas. ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Ah, yupi! Pero yo tenía la enfermedad del sexo en la cabeza. Estaba demasiado obsesionado con la idea de Margo como símbolo inaccesible de la perfección como para constatar que Margo era perfectamente accesible, y no tan perfecta; pálida cicatriz de apendicitis, algunas arrugas en las caderas, restos de una niñez mucho más regordeta, nalgas demasiado delgadas.

Así pues, me estaba pasando de rosca. Sí, me desnudaba. Me metía con ella en la cama, sí, no podía empalmarme y me tuvo que ayudar Margo, y al final, la libido le ganó a la mortificación y me puse rígido y vibrante, y como un toro de la Pampa, me arrojé sobre ella, agarrando, arañando, horrorizándola con mi ferocidad, prácticamente violándola, y todo para que flaqueara en el crítico momento de la inserción, luego, ¡oh!, sí, metiendo la pata cada vez más, de torpeza en torpeza. Margo, alternativamente horrorizada, divertida y llena de solicitud, hasta que al fin llega la consumación, seguida casi instantáneamente por la erupción, seguida de abismos de autodesprecio, por cráteres descompuestos. Ya no podía mirarla. Me separaba. Me escondía bajo la almohada, me insultaba, insultaba a Timothy, insultaba a D. H. Lawrence.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Margo acariciándome la espalda bañada en sudor.

—Por favor —dije—, márchate y no le digas nada de esto a nadie.

Pero ella habló. Todo el mundo lo supo. Mi simpleza, mi absurda incompetencia, mis siete variedades de ambigüedades culminando finalmente en siete variedades de impotencia. Eli el schmeggege, perdiendo su más sensacional oportunidad con la chica más sensacional que podrá tocar en toda su vida. Otro fracaso amoroso para la colección. Y hubiésemos podido conocer otro aquí, en medio de los cactos. Y los tres hubieran dicho:

—No podía esperarse menos de un tipo como tú, Eli.

Pero ahí está el monasterio.

El sendero comenzó a inclinarse entre matas de chollas y cada vez más densas mezquitas, hasta que desembocamos, abruptamente, en un ancho espacio arenoso. Alineados de derecha a izquierda, había una serie de cráneos de basalto parecidos al que habíamos encontrado más abajo, pero más pequeños que un balón de baloncesto, diseminados en la arena con intervalos de unos cincuenta centímetros. Al otro lado de la fila de cráneos, unos setenta metros más allá, se halla el Monasterio de los Cráneos, como una esfinge incrustada en el desierto: un edificio sin pisos, relativamente grande, coronado por una terraza, con los muros de estuco amarillo parduzco. Siete columnas de piedra blanca decoraban la fachada difusa. El efecto que producía era extraordinariamente sencillo, solamente roto por la brisa que corría a través del frontón: cráneos en bajo relieve mostrando su perfil izquierdo, rostros hundidos, narices huecas, órbitas enormes. Las bocas entreabiertas en siniestra sonrisa. Los largos dientes puntiagudos, perfectamente delimitados, parecían dispuestos a cerrarse con un feroz castañeo. Y las lenguas —¡qué aspecto tan siniestro, cráneos con lenguas!— retorcidas en delicadas y espeluznantes eses, emergían por encima de los dientes como el aguijón de una serpiente. Había docenas de cráneos, tan idénticos que degeneraban en la obsesión, grotescamente petrificados uno tras otro, hasta los últimos confines del edificio. Tenían esa prestancia de pesadilla que yo detesto en la mayor parte del arte mexicano precolombino. Hubieran encajado mejor en cualquier altar de sacrificios; o en los cuchillos de obsidiana que cortaban el corazón de los animales jadeantes.

Aparentemente, el edificio tenía forma de «U», con dos largos alerones anexos, unidos a la sección principal. Y no veía puerta alguna. Pero a unos quince metros de la fachada, se abría la bóveda de acceso al subterráneo, aislado en medio de un espacio libre. Estaba abierta, sombría y misteriosa, como si fuera la entrada al otro mundo. Pensé que debía ser el pasaje que conducía al monasterio. Me dirigí hacia la bóveda y metí la cabeza en el interior. La oscuridad era completa. ¿Entrábamos? ¿Tendríamos que esperar a que alguien apareciese y nos llamase? No apareció nadie. El calor resultaba insoportable. Sentía cómo se tensaba la piel de mis mejillas, de la nariz, se inflaba, enrojecía, brillaba, después de media jornada expuesta al sol del desierto. Nos miramos atónitos. El Noveno Misterio atrapaba mi espíritu y, probablemente, también el de mis compañeros. Quizás entráramos para no salir jamás. ¿Quién debía morir y quién sobrevivir para siempre? A mi pesar, me sorprendí colocando a los candidatos en la balanza, enviando a Timothy y Oliver hacia la muerte, luego, reconsiderando mi juicio apresurado, ponía a Ned en el lugar de Oliver, a Oliver en el de Timothy, Timothy en lugar de Ned, yo mismo en lugar de Timothy, y así sucesivamente, sin fin, dando vueltas. Nunca tuve una fe tan intensa en El Libro de los Cráneos. La impresión de encontrarme al borde del infinito nunca fue tan intensa ni tan terrorífica.

—Vamos —dije con voz ronca mientras daba algunos pasos indecisos.

Una escalera de piedra descendía hasta lo más profundo de los subterráneos. Descendí uno o dos metros y me encontré en un túnel oscuro, bastante largo pero muy bajo, un metro y medio del techo al suelo como máximo. Hacía fresco. Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, distinguí fragmentos decorativos en las paredes: cráneos, cráneos, nada más que cráneos. No había ni una pizca de imaginería cristiana en el lugar que llamaban monasterio; pero, por todas partes, se encontraba el símbolo de la muerte. Ned gritó desde arriba:

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