Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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—¿Ves algo?

Les describí el túnel y les dije que me siguieran. Llegan vacilantes, inseguros: Ned, Timothy, Oliver. Agachadas las cabezas. Continué avanzando. El aire era cada vez más fresco. Sólo se veía la escasa claridad malva de la entrada. Intentaba contar los pasos. Diez, doce, quince. Ya debíamos estar debajo del edificio. De pronto, tropecé con una barrera de piedra pulida, un único bloque que obstruía el túnel por completo. Sólo al final me di cuenta de su existencia, gracias a un reflejo glacial en la profunda oscuridad que me impidió darme un buen golpe. ¿Un callejón sin salida? Sí, claro, y dentro de poco oiríamos el golpe de un bloque de veinte toneladas derrumbándose a la entrada del túnel. Habíamos caído en la trampa, emparedados, condenados a morir de hambre o asfixia mientras resonaban en nuestros oídos unas carcajadas espantosas. Pero no ocurrió nada tan melodramático. Intentaba hacer girar con la palma de la mano la losa que nos cerraba el camino cuando —¡milagro de Alí Baba!— la losa giró suavemente sobre su eje. Estaba perfectamente equilibrada, una leve presión bastaba para abrirla. Me decía que venía muy a cuento entrar tan teatralmente en el Monasterio de los Cráneos. Esperaba un melancólico coro de trombones, trompas, acompañados con voz de bajo y entonando el Réquiem al revés: Pietatis fons, me salva, gratis salvandos qui, majestatis tremendae rex.

Una salida brillaba más arriba. Nos dirigimos hacia ella con las rodillas dobladas. Unos escalones más. Hacia arriba. Uno tras otro, aparecimos en una enorme habitación cuadrada de paredes grises y rugosas, pálidas, sin techo, con sólo una docena de robustas vigas separadas por un metro, dejando pasar la luz del sol y el sofocante calor. El suelo era de pizarra violeta, de textura lisa y brillante. En medio de aquella especie de patio, había una fuente de jade verde, con una silueta humana de un metro de altura. La cabeza de la estatua era de un muerto, y un finísimo hilo de agua chorreaba por la mandíbula para caer en el estanque. En los cuatro rincones del patio había estatuas de piedra, mayas o aztecas, representando personajes de nariz angulosa, labios finos y crueles y enormes pendientes. Una puerta se abría en el muro opuesto a la salida del subterráneo y, en el marco, había un hombre, tan inmóvil que pensamos que era otra estatua. Cuando los cuatro estuvimos en el patio, dijo, con voz sonora y grave:

—Buenos días. Soy el hermano Antony.

Era un hombre rechoncho y bajo, de no más de un metro sesenta, vestido con unos vaqueros desteñidos y cortados por encima de las rodillas. Tenía la piel cobriza, casi caoba, con la textura del cuero fino. Su ancho cráneo, con forma de cúpula, no tenía un solo cabello. El cuello era corto y fuerte, anchos y potentes los hombros, pecho amplio, piernas y brazos musculosos. Daba una aplastante impresión de fuerza y vitalidad. Su aspecto general y las vibraciones de fuerza y competencia me hicieron pensar inmediatamente en Picasso: un hombre sólido, atemporal, capaz de soportar cualquier cosa. No me hacía una idea de qué edad podría tener. No era precisamente joven, pero estaba muy lejos de la decrepitud. ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Setenta bien conservados? La imposibilidad de adivinar su edad era lo que más desconcertaba. Parecía abandonado por el tiempo, protegido de él. Era como yo pensaba que debían ser los inmortales.

Sonríe calurosamente, mostrando una dentadura sin defectos.

—Estoy aquí para recibirles. Tenemos pocas visitas y no esperamos ninguna. El resto de los hermanos está en el campo, antes de los rezos de la noche.

Hablaba un inglés perfecto, particularmente desprovisto de vida y entonación: un acento I.B.M. Su voz era monótona y musical, su vocabulario seguro y calmado.

—Pueden considerarse como nuestros huéspedes durante todo el tiempo que deseen permanecer entre nosotros. Tenemos habitaciones para nuestros invitados y nos gustaría que participasen de nuestro retiro. ¿Piensan quedarse más de una noche?

Oliver se volvió hacia mí. Luego Timothy. Después Ned. Así que me tocaba hacer de portavoz. Tenía sabor a bronce en la garganta. Lo absurdo e irracional de cuanto tenía que decir, sellaba mis labios. «Date la vuelta y huye, date la vuelta y huye», me gritaba una voz interior. «Húndete bajo tierra y corre, corre ahora que tienes tiempo.» Conseguí emitir una sola y chirriante sílaba:

—Sí.

—En ese caso, voy a enseñarles sus habitaciones. Por favor, ¿quieren seguirme?

Se disponía a abandonar el patio. Oliver me lanzó una mirada furiosa:

—Díselo —susurró con voz silbante.

Díselo. Díselo. ¡Díselo! ¡Anda, ve! ¿Qué puede ocurrir? En el peor de los casos, se reirá de mí. Esto no será ninguna novedad, ¿no? Pues vamos, díselo. Todo se unió en aquel instante. Toda tu teoría, todas tus hipérboles autopersuasivas, todos los debates filosóficos, todas las dudas y seguridades. Tú estás aquí. Crees que es el lugar. Pues, entonces, díselo, díselo, díselo.

Al oír el susurro de Oliver, el hermano Antony se volvió hacia nosotros:

—¿Sí? —dijo con voz muy dulce.

Buscaba las palabras exactas en medio de aquella confusión.

—Hermano Antony, es necesario que sepa… que nosotros hemos leído el… El Libro de los Cráneos…

Ya estaba.

La máscara ecuánime e imperturbable del hermano Antony resbaló por un momento. En sus ojos oscuros y enigmáticos entreví un relámpago de… ¿sorpresa, asombro, confusión? No sé… Pero se repuso rápidamente.

—¿Sí? —dijo con una voz tan suave como la vez anterior—. El Libro de los Cráneos. Qué nombre más extraño. Me gustaría saber qué es El Libro de los Cráneos.

La cuestión era puramente retórica. Me dirigió una sonrisa fugaz y brillante, como el haz luminoso de un faro que corta la niebla. Pero, como un alegre Pilatos, no quiso quedarse para oír la respuesta. Salió despacio, señalando con el dedo la dirección en que debíamos seguirle.

23. NED

Ahora ya tenemos en qué pensar, por lo menos nos dejarán mascullar nuestros pensamientos a cada uno en privado. Todos tenemos una habitación individual, austera pero agradable y con la suficiente comodidad. El monasterio es mucho mayor de lo que parecía desde el exterior: las dos alas anexas son sumamente largas y quizás haya cincuenta o sesenta habitaciones en el interior del edificio, sin contar con la posible existencia de otras habitaciones subterráneas. Ninguna de las habitaciones que he visitado tiene ventanas. Las piezas centrales, las que llamo «salas públicas», tienen el techo descubierto, pero las celdas laterales, donde viven los hermanos están totalmente cerradas. Ignoro si existe algún sistema de climatización, ya que no he visto ni tubos ni entradas de aire, pero cuando se pasa de una sala abierta a una cerrada, se experimenta una baja muy sensible de temperatura, del calor del desierto se pasa al confort de un hotel. La arquitectura es sencilla: salas desnudas y rectangulares, paredes y techos en gris marrón, sin yeso, sin molduras o aparentes vigas, u otros elementos decorativos. El suelo es de pizarra oscura, no hay ni tapices ni moquetas. Los muebles parecen reducirse al mínimo necesario: mi habitación sólo tiene una litera baja hecha de palos y cuerdas, con un pequeño cofre maravillosamente trabajado en una madera dura y negra, supongo que será para meter la ropa. Lo único que contrasta con la austeridad del ambiente es una fantástica colección de máscaras y raras estatuas que, supongo, datan de la época precolombina y están colgadas por las paredes o colocadas en nichos: terroríficos rostros, ángulos atormentados, lujuriosa ostentación de monstruosidades. El símbolo del cráneo es omnipresente. No tengo ni idea de las causas que han conducido al periodista autor del recorte del periódico a pensar en este lugar como una comunidad de «monjes» entregados a sus ritos cristianos. El artículo hablaba de un decorado que representaba «una combinación del estilo cristiano medieval con algo parecido a los motivos aztecas», pero, si la influencia azteca es indiscutible, ¿dónde, pues, ha podido ver la imaginería cristiana? Yo no veo ni cruces, ni vidrieras, ni imágenes de santos o Sagradas Familias, ni nada de todo cuanto se acostumbra. Aquí todo es pagano, primitivo, prehistórico; esto podría ser un templo dedicado a algún antiguo dios mexicano, e incluso a una divinidad del Neanderthal, pero, o Jesús está totalmente ausente de aquí o yo no soy un irlandés de Boston. Es posible que el refinamiento frío y austero que reina aquí le haya dado al periodista la impresión de que se encontraba en un monasterio medieval —los ecos, el sordo rumor de los cantos gregorianos en los corredores silenciosos— pero sin el simbolismo cristiano no podría haber cristianismo y estos símbolos son claramente extraños. El efecto global que producen estos lugares es de exuberancia compaginada con una renuncia estilística considerable. Lo han hecho todo de forma austera, con una cierta sensación de poder y grandeza, se desprende de los muros, del suelo, de los infinitos pasillos, de las salas desnudas y los austeros muebles. Evidentemente, la limpieza es aquí un elemento importante. Los medios higiénicos son extraordinarios. Hay surtidores de agua por todas partes, en las salas públicas. En mi propia habitación hay una gran bañera incrustada en el suelo, bordeada de pizarra verde y digna de un maharadajh o un Papa del Renacimiento. Cuando el hermano Antony me introdujo en la habitación, me sugirió que tomara un baño y su delicada sugerencia parecía tener la fuerza de una orden. Además, no era necesario que me hiciera rogar, pues la marcha a través del desierto me había impregnado de una capa de polvo pegajoso. Me bañé voluptuosamente en la bañera de pizarra brillante y, cuando salí, advertí que toda mi ropa húmeda y mugrienta había desaparecido, hasta los zapatos. Sustituyendo a la ropa, había unos vaqueros cortos y usados, pero limpios, encima de una litera y parecidos a los que llevaba el hermano Antony. Muy bien, la filosofía de este lugar parecía ser cuantas menos cosas haya, mucho mejor. Adiós camisas y suéters; me contentaría con unos pantalones cortos encima de los riñones desnudos. Este es un lugar interesante.

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