Me hizo entrar en una gran sala con el cielo por techo, que parecía estar destinada a celebraciones ceremoniales. No debía ser la misma en la que el hermano Antony nos recibió, pues no se veía huella alguna de una trampa que condujera a un túnel. La fuente también era diferente: mayor, más en forma de tulipán, aunque la estatuilla de la que manaba el agua se parecía a la otra sensiblemente. Se veía la luz oblicua del atardecer por entre los huecos de las vigas del techo. Hacía calor, pero ya no era tan agobiante como un poco antes.
Ned, Oliver y Timothy ya estaban allí, vestidos con el mismo tipo de pantalón ajustado. Tenían un aire de tensión e incertidumbre. Oliver tenía esa expresión particularmente estática que pone sólo en momentos de gran tensión. Timothy intentaba hacer ver que estaba de vuelta, sin conseguirlo. Ned me hizo un guiño rápido, no sé si de bienvenida o de burla.
Había en la sala unos doce hermanos.
Todos parecían cortados por el mismo patrón: si no eran exactamente hermanos, eran, por lo menos, primos. Ninguno superaba el metro setenta, y muchos medían un metro sesenta o menos. Todos calvos. Todos cuadrados. Morenos. Aspecto inmortal. Vestidos únicamente con pantalones iguales. Uno de ellos, en quien creí reconocer al hermano Antony —seguro que era él— llevaba un pequeño colgante verde en el pecho. Otros tres llevaban adornos similares pero de un material más oscuro. Tal vez ónice. La mujer que había visto hacía poco no estaba presente.
El hermano Antony me hizo una seña para que me pusiera de pie junto a mis compañeros. Me coloqué al lado de Ned. Silencio. Tensión. Unas ganas repentinas de echarme a reír que conseguí dominar a tiempo. ¡Qué absurdo era todo aquello! ¿Quiénes creían ser aquellos hombrecillos pomposos? ¿Para qué esta comedia de los cráneos, estas confrontaciones rituales? Solemnemente, el hermano Antony nos estudiaba como si nos juzgara. No había más ruido que el de nuestra respiración y el alegre correr de la fuente. ¡Un poco de música seria de fondo musical, maestro, por favor! Mors superbit et natura, cum resurget creatura, judicanti responsura. Se asombran muerte y naturaleza, cuando resurge la criatura para responder a su juez. Responder a su juez: ¿eres tú nuestro juez, hermano Antony? Quando Jude est venturus, cuncta stricte discussurus! ¿No dirá nada? ¿Permaneceremos eternamente suspendidos entre nacimiento y muerte, matriz y tumba? ¡Ah! La representación continúa. Uno de los hermanos subalternos, sin colgante, se dirige a un nicho de la pared y coge un libro delgado, con un lujoso lomo de marroquinería roja. Se lo tiende al hermano Antony. Sin necesidad de que lo digan, sé qué libro es. Líber Scriptus Proferetur, in quo totum continetur. Traerán el libro escrito, en el que todo está contenido. Unde mundus judicetur. Desde donde se juzgará al mundo. ¿Qué se supone que he de decir? ¡Oh, Rey Majestuoso, que salva con largueza a quienes deben salvarse, sálvame! ¡Oh, Fuente de Clemencia! En este momento el hermano Antony me miró de frente.
— El Libro de los Cráneos —dijo con una voz dulce y tranquila, sonora— tiene hoy en día muy pocos lectores. ¿Cómo habéis dado con él?
—Un viejo manuscrito —contesté—, escondido y olvidado en una biblioteca universitaria. Mis estudios… Un descubrimiento fortuito… La curiosidad me ha llevado a traducirlo…
El hermano inclinó la cabeza.
—¿Y después, para llegar hasta nosotros? ¿Cómo lo han hecho?
—Un artículo en un periódico. Algunas líneas sobre la imaginería, el simbolismo… Hemos probado; de todas formas, estábamos de vacaciones y hemos venido a ver si… si…
—Sí —dijo. Sin que implicara ninguna pregunta. Con sonrisa serena. Me miraba tranquilamente, esperando sin duda que le contara el resto. Eramos cuatro. Habíamos leído El Libro de los Cráneos, y éramos cuatro. Ahora parecía imponerse una declaración de candidatura formal. Exaudi oratinem meam, ad te omnis caro veniet. Yo era incapaz de hablar. Permanecía mudo en medio de la explosión infinita de silencio, esperando que Ned, Oliver, o incluso Timothy, pronunciaran las palabras que no querían salir de mis labios. El hermano Antony esperaba. Me esperaría hasta el último acorde de trompa o hasta el clamor final de la música, si fuera necesario. Habla. Habla. Habla.
Hablé, y oía mi propia voz fuera del cuerpo como si hubiera estado grabada en un disco.
—Los cuatro hemos leído y comprendido El Libro de los Cráneos, y deseamos someternos… deseamos sufrir la prueba. Los cuatro nos ofrecemos… nos ofrecemos como candidatos… candidatos… como… —estaba inseguro. ¿Era correcta mi traducción? ¿Comprendería la elección de las palabras?— … como Receptáculo —terminé.
—Como Receptáculo —repitió el hermano Antony.
—Como Receptáculo, como Receptáculo. Como Receptáculo —repitieron a coro los hermanos.
¡La escena se había transformado en una ópera! De pronto, me había convertido en el tenor de Turandot cuando pide que le planteen los enigmas fatales. Todo parecía injuriosamente teatral, increíblemente alejado del mundo en el que los satélites se emiten señas entre sí, en el que jóvenes melenudos se peleaban por conseguir droga, en el que las porras de la staatspolizei destrozaban las cabezas de los manifestantes en cincuenta pueblos americanos. ¿Cómo podíamos estar aquí hablando de cabezas de muerto y de receptáculos? Pero cosas más extrañas nos aguardaban todavía. Solemnemente, el hermano Antony hizo una señal al que había traído el libro, y de nuevo el hermano se dirigió hacia el nicho. Esta vez volvió con una máscara de piedra esmeradamente pulida, que entregó al hermano Antony. Este se la aplicó contra la cara mientras que uno de los otros hermanos que llevaba colgante, avanzó para atársela por detrás con una correa. La máscara cubría la cara del hermano Antony desde el labio superior hasta arriba de la cabeza. Le daba una apariencia de calavera viviente. Sus pequeños ojos fríos brillaban al fondo de dos grandes órbitas de piedra, fijos en mí. Palpablemente.
El hermano Antony habló:
—¿Están al corriente de las condiciones impuestas por el Noveno Misterio?
—Sí —respondí. El hermano Antony esperaba. Terminó por recibir un tímido sí de Ned, después de Oliver, y, después, de Timothy, un poco más reticente.
—Así pues, no se presentan a esta Prueba con frivolidad de espíritu, y conocen tan bien los peligros como las recompensas. ¿Se ofrecen plenamente y sin restricciones interiores? Han venido hasta aquí para tomar parte en un sacramento y no para jugar. Se entregan enteramente a la Hermandad y a los Guardianes. ¿Está todo aclarado?
—Sí —consentimos tímidamente uno tras otro.
—Acérquense. Pongan la mano sobre la máscara. —Como si temiéramos una descarga eléctrica tocamos apenas la fría piedra gris—: Hace muchos años que no se ha presentado un Receptáculo entre nosotros. Pero he de advertirles, por si sus motivos no son suficientemente serios, que no podrán abandonar el monasterio hasta que finalice su iniciación. El secreto es nuestra regla. Una vez que la Prueba haya comenzado, sus vidas estarán en nuestras manos, y prohibimos abandonar estos lugares. El Decimonoveno misterio, del que ustedes no pueden estar al corriente, dice que si uno de ustedes se va, los otros tres nos entregan sus vidas. ¿Está claro? Ya no podemos aceptar cambios. Cada uno será el vigilante de los otros tres. Y han de saber que, si hay algún renegado entre ustedes, los otros morirán de modo inevitable. Es su última oportunidad de retirarse. Si consideran las condiciones demasiado duras, retiren las manos de la máscara y podrán irse en paz.
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