De momento, el problema es: ¿tiene este lugar alguna relación con el monasterio medieval de Eli y el supuesto culto a la inmortalidad? Creo que sí, pero no tengo la certeza. Es inútil sustraerse al aspecto teatral del hermano, a su dulce ambigüedad cuando, hace unas horas, le enseñó Eli El Libro de los Cráneos, su réplica sonora: ¿ El Libro de los Cráneos? Qué nombre más extraño. Me gustaría saber qué es El Libro de los Cráneos. A raíz de lo cual, inició una rápida salida que le permitió controlar de una vez por todas la situación. ¿No sabía verdaderamente lo que era? ¿Por qué entonces pareció desconcertarse durante unos rapidísimos segundos cuando Eli le mencionó el nombre? ¿La inmensa cantidad de cráneos que había por aquí sería simple coincidencia? ¿Habrá sido olvidado El Libro de los Cráneos por sus propios adeptos? O bien, ¿está el hermano jugando con nosotros para introducir la incertidumbre en nuestros espíritus? La estética del humor: ¡cuánto arte se ha hecho basándose en este principio! Se divertirán así con nosotros durante algún tiempo. Me gustaría bajar a discutir con Eli, tiene un ingenio vivo, sabe interpretar con rapidez los matices. Quisiera saber si la respuesta del hermano Antony le ha sumido en la perplejidad. Pero supongo que tendré que esperar un poco antes de poder hablar con Eli. Me da la impresión de que mi puerta está cerrada con llave.
Cada vez más rocambolesco. Este corredor de un kilómetro. Estas calaveras por todas las esquinas. Estas máscaras mexicanas. Rostros en carne viva, que sonríen a pesar de todo, rostros con lenguas y mejillas traspasadas por agujas, cuerpos bajo cabezas de muerto. Encantador. Y este viejo que habla con una voz que podría salir de una máquina. Se diría casi que es una especie de robot. No puede ser real, con esa piel de pergamino, ese cráneo rapado que parece no haber tenido nunca pelo, esos ojos brillantes… ¡Brrrrrrrr!
Por lo menos, el baño estuvo bien. Aunque me hayan cogido todas mis cosas: mi portafolios, mis tarjetas de crédito, absolutamente todo. No me hace mucha gracia, aunque no veo qué pueden hacer aquí con mis cosas. Tal vez sólo quieran hacer una limpia. No veo inconveniente alguno en llevar estos vaqueros. Quizás un poco apretados en las nalgas, supongo que soy más gordo que la media de sus invitados, pero con este calor no está mal quitarse trapos de encima. Lo que me joroba es que me hayan encerrado en mi cuarto. Me recuerda a demasiadas películas de terror de la televisión. Una trampa secreta se abre en el suelo y la cobra sagrada avanza silbando y moviendo la lengua. O bien un gas venenoso penetra a través de un agujero camuflado. ¡Bah! No pienso en ello seriamente. No creo que quieran hacernos daño. Pero esto no se hace, ¡encerrar a los huéspedes con llave! ¿Será la hora de alguna oración especial que no quieren que se interrumpa? Tal vez. Espero una hora y después intento forzar la puerta. Pero parece muy sólida esta puñetera puerta.
No hay televisión en este motel. Tampoco mucho que leer, quitando estas hojillas que han dejado en el suelo junto a mi cama. Pero ya las he leído. El Libro de los Cráneos, ¡nada menos!, mecanografiado en tres idiomas: latín, español e inglés. Divertida decoración en la portada: una calavera y tibias cruzadas. ¡Viva el Jolly Roger! Pero, realmente, no me hace ninguna gracia. En su interior hay todo tipo de jilipolleces melodramáticas sobre los dieciocho misterios de que nos hablara Eli. La traducción es distinta, pero el sentido es el mismo. Muchas alusiones a la vida eterna, y también muchas alusiones a la muerte. Demasiadas.
Me gustaría largarme de aquí… si tuvieran la amabilidad de abrirme la puerta. Una broma es una broma, y quizá me pareciera gracioso el mes pasado ir al Oeste a que me hicieran la puñeta, gracias a las recomendaciones de Eli; pero, ahora que estoy aquí, no entiendo qué me ha hecho meterme en este avispero. Si va en serio, cosa que sigo dudando, no quiero tener nada que ver con ello. Y, si se trata sólo de una banda de beatos fanáticos, lo cual es de lo más probable, tampoco quiero tener nada que ver con ello. Hace ya dos horas que estoy aquí y me parece que ya están más que bien. Todos estos cráneos me atacan. Y el rollo de que hayan cerrado la puerta. Y este viejo misterioso. De acuerdo, muchachos, ya está bien. Timothy, píratelas.
Es inútil dar vueltas y vueltas en la cabeza a ese pequeño intercambio de palabras con el hermano Antony. No alcanzo a darle sentido. ¿Querría reírse de mí? ¿Fingía ignorancia? ¿O un conocimiento que, de hecho, no tiene? Su sonrisa, ¿era la de un entendimiento de iniciado o la de un cretino que se tira un farol?
Es posible, me decía a mí mismo, que conozcan El Libro de los Cráneos con otro nombre, o bien que en el curso de su emigración de España a México y de México a Arizona hayan sufrido una total refundición de su simbología teológica. Estaba convencido, a pesar de la réplica oblicua del hermano, de que este lugar es sucesor directo del monasterio catalán en el que se escribió el manuscrito que he descubierto.
Me di un baño. El mejor de toda mi vida, el baño del siglo. Al salir del espléndido pilón, me di cuenta de que toda mi ropa había desaparecido y de que la puerta estaba cerrada con llave. Cogí los estrechos vaqueros pelados, deshilachados, que me habían dejado. (¿«Ellos»?) Y esperé. Esperé. Nada de leer, nada que ver, aparte de la delicada máscara de un cráneo de órbitas gigantescas, un mosaico de infinitos fragmentos de jade, obsidiana y turquesa, un tesoro, una verdadera obra maestra. Estaba a punto de darme otro baño nada más que para matar el tiempo, cuando mi puerta se abrió —sin que yo oyera ni llave ni ruido en la cerradura— y alguien, que yo tomé al principio por el hermano Antony, entró. Al segundo vistazo, me di cuenta de que se trataba de otra persona: ligeramente más alto, más estrecho de hombros, con la piel un poco más clara, pero, salvo aquellos detalles, con el mismo aspecto físico, cuadrado, sólido, apergaminado a lo Picasso. Con una voz amortiguada que recordaba a la de Peter Lorre, me dijo:
—Soy el hermano Bernard. Tenga la bondad de acompañarme.
El corredor parecía hacerse más largo a medida que lo atravesábamos. El hermano Bernard iba delante y yo le seguía con los ojos fijos en la extraña arista que sobresalía de su espina dorsal. Los pies desnudos sobre el suelo de piedras lisas, agradable sensación. Misteriosas puertas de madera noble cerradas a cada lado del corredor. Cuartos, cuartos y más cuartos. Un millón de dólares en grotescos objetos mexicanos por las paredes. Las miradas de todos aquellos dioses de pesadilla convergían en mí. Las luces estaban encendidas y un suave resplandor amarillo se difundía desde los apliques en forma de cráneo dispuestos a lo largo del pasillo.
Otro toque melodramático. Al acercarnos a la parte delantera del edificio, en forma de «U», eché un vistazo por encima del hombro derecho del hermano Bernard, y entreví, sorprendido, una silueta femenina a unos quince metros de mí. Salió de la última habitación de aquel ala, recorriendo sin prisa mi campo visual —pareciendo flotar— y luego desapareció en la parte principal. Era una mujer de poca estatura, frágil, que llevaba una especie de minifalda ajustada, por medio muslo, de tejido blanco plisado. Su pelo era de un negro brillante —latino— y caía hasta más abajo de los hombros. Tenía la piel de un moreno intenso, que contrastaba con la blancura de su falda. Su pecho sobresalía excepcionalmente. No cabía la menor duda acerca de su sexo, aunque su rostro fuera difícil de distinguir. Me sorprendió que hubiera hermanas a la vez que hermanos en el monasterio, pero quizá fuera una sirvienta, pues el lugar era de una limpieza impecable. Sabía que era inútil tratar de que el hermano Bernard me hablara de ella. Se cubría con el silencio como otros lo hacen con una armadura.
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