Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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13. NED

Hacía una noche fresca en los montes Ozark. Agotamiento. Anoxia. Náuseas. Los dividendos de la fatiga del coche. Basta ya, basta. Paramos aquí. Cuatro robots con los ojos enrojecidos bajamos titubeando del coche. ¿Realmente hemos hecho más de mil seiscientos kilómetros hoy? Illinois, Missouri, Oklahoma: largos trayectos a ciento veinte, ciento treinta por hora. Si hubiera dependido de Oliver, hubiéramos hecho quinientos más antes de parar. Pero ya no podíamos más. Incluso Oliver reconoce que su forma decayó después de los mil primeros kilómetros. A la salida de Joplin, estaba grogui, tenía los ojos vidriosos, las manos anquilosadas incapaces de seguir el giro que su cerebro registraba, y le faltó poco para echarnos a la cuneta. Timothy ha conducido tal vez unos doscientos mojones hoy. Yo he tenido que hacer el resto, en varios trozos, en total unas tres o cuatro horas de auténtico terror. Se hace lo que se puede. El desgaste físico es demasiado fuerte; la duda, la desesperación, la desmoralización, se han colado entre nosotros. Hastiados, deshechos y desilusionados, nos arrastramos hacia el motel que hemos elegido, cada uno de nosotros preguntándose en su fuero interno cómo ha podido lanzarse hacia semejante aventura. ¡Sí! El Motel del Momento de la Verdad, Ninguna Parte, Oklahoma. ¡El Motel del Borde de la Realidad! ¡El Albergue del Escepticismo! Veinte habitaciones, estilo colonial, fachada de plástico imitando ladrillos y columnas de madera blanca a cada lado de la entrada. Aparentemente somos los únicos clientes. La chica de la recepción, unos diecisiete años, más o menos, mascando chicle, con el pelo sujeto en forma de fantástico moño postizo, a la moda de los años sesenta, debe sujetarlo con algún fluido especial, una especie de fijador. Nos mira con una plácida languidez. Muy maquillada; párpados turquesa bordeados de negro, una cualquiera, una tirada, demasiado creída para ser una puta conveniente.

—La cafetería cierra a las diez —nos dijo con extraño y arrastrado acento.

Timothy piensa invitarla a pasar la noche en su habitación, está claro. Debe querer incorporarla a no sé qué especie de colección de figuras típicamente americanas que está haciendo. En fin, si me permiten dar mi opinión en calidad de observador imparcial a la orden de los perversos polimorfos, no estaría tan mal si se quitara todo aquel maquillaje y el postizo que lleva como peinado. Pechos pequeños y altos bajo su uniforme verde, pómulos y nariz salientes. Mirada bovina, labios fofos, eso no podría arreglarse. Oliver lanza a Timothy una furiosa mirada, advirtiéndole que no inicie nada con ella. Por una vez, Timothy cede. La atmósfera depresiva reinante le ha hecho ser razonable. Nos da dos habitaciones contiguas de dos camas cada una, veintiséis dólares en total; Timothy saca su todopoderosa cartulina plastificada.

—Está nada más pasar la esquina de la izquierda —nos dijo metiendo la tarjeta en la máquina; una vez terminados los gestos mecánicos, hace total abstracción de nuestra presencia y se sumerge en el espectáculo que ofrece un televisor japonés puesto sobre el mostrador.

Doblamos la esquina de la izquierda, pasamos delante de una piscina vacía y encontramos nuestras habitaciones. Hay que darse prisa si queremos llegar a tiempo para cenar. Dejamos las maletas, nos refrescamos un poco, y corrimos hacia la cafetería. Había una sola camarera, hombros cargados, también mascando chicle. Podía ser hermana de la anterior. También ella había tenido un día agotador. Un acre olor a coño nos ataca cuando se inclina sobre la mesa de formica para dejar los cubiertos ruidosamente.

¿Qué van a tomar? Esta noche nada de escalopes de ternera ni de pato con cerezas. Hamburguesas como suelas, café aceitoso. Comemos en silencio. Después volvemos silenciosamente a nuestras camas. Nos desnudamos, la ropa está húmeda del sudor. Luego una ducha. Eli primero, después yo. La puerta que une las dos habitaciones puede abrirse, de hecho, está abierta. Unos golpes sordos provienen del otro lado: Oliver, desnudo, arrodillado ante el televisor, manosea los botones. Le contemplo. Las nalgas tensas, la ancha espalda, los genitales colgándole entre los musculosos muslos. Rechazo mis lúbricos pensamientos. Estos tres humanistas han resuelto de una vez por todas el problema de convivir con un amigo bisexual. Hacen como si mi enfermedad, mi estado, no existiera, y ajustan su comportamiento a este principio. Primera regla liberal: no ser paternalista con los tarados. Hacer como si el ciego viera, como si el negro fuera blanco, como si el marica no sintiera escalofríos ante el blanco culo de Oliver. Nunca le he hecho proposiciones abiertas, pero lo sabe muy bien. No es tan estúpido como para no darse cuenta.

¿Por qué estamos todos tan deprimidos esta noche? ¿Por qué esta falta de confianza?

Eli ha debido contagiarnos. Ha estado todo el día con un humor siniestro, perdido en abismos de desaliento existencial. Pienso que se trata de una melancolía personal nacida de las dificultades de Eli para integrarse en su entorno inmediato y en el cosmos en general; una melancolía que está sutil, insidiosamente, generalizada entre nosotros. Se presenta con la forma de una cuádruple duda:

1. ¿Por qué nos hemos molestado en hacer este viaje?

2. ¿Qué esperamos ganar exactamente?

3. ¿Podemos encontrar lo que verdaderamente buscamos?

4. Y, si lo encontramos, ¿lo queremos?

Y otra vez al principio, el trabajo de la autopersuasión. Eli ha vuelto a sacar todos sus documentos y los estudia atentamente: el manuscrito de su traducción de El Libro de los Cráneos, la fotocopia del artículo que le ha llevado a asociar el sitio a donde nos dirigimos en Arizona con el antiguo culto representado en el libro, así como toda una masa de documentos y referencias periféricas. Al cabo de un momento levantó la cabeza y leyó:

Todo lo que se conoce en medicina no es nada comparado con lo que queda por conocer. Podríamos evitarnos infinitud de enfermedades, tanto del cuerpo como de la mente, y probablemente la debilidad de la vejez, si tuviéramos suficiente conocimiento de sus causas y de todos los remedios que la naturaleza nos ha dado,

Está escrito por Descartes en El Discurso del Método. Y también de Descartes es lo siguiente, escrito a la edad de cuarenta y dos años, en una carta al padre de Huygens:

Nunca he tenido tanto interés como ahora en conservarme, y en lugar de mis anteriores ideas de que la muerte lo único que podía hacer era quitarme unos treinta o cuarenta años de vida como mucho, desde ahora no me sorprendería que me quitara la esperanza de más de un siglo. Me parece ver de forma evidente que si ahorráramos solamente determinadas faltas, que acostumbramos a cometer en el régimen de nuestra vida, podríamos, sin más, conseguir una vejez mucho más larga y feliz.

No es la primera vez que oigo eso. Eli nos lo leyó hace tiempo. La decisión de hacer el viaje a Arizona ha madurado con mucha lentitud y ha ido acompañada de infinidad de discusiones pseudofilosóficas. Repetí lo mismo que dije entonces:

—Descartes murió a los cincuenta y cuatro años.

—Un accidente. Por sorpresa. Además, todavía no había perfeccionado su teoría sobre la longevidad.

—Es una lástima que no trabajara más deprisa —dijo Timothy.

—Sí, es una lástima para todos nosotros —respondió Eli—. Pero tenemos a los Guardianes de los Cráneos para dirigirnos a ellos. Ellos sí que han tenido tiempo para perfeccionar su técnica.

—Eso lo dices tú.

—Porque estoy seguro —dijo Eli intentando tomar un aire convincente. Y el proceso, tan familiar, comienza de nuevo. Eli, erosionado por el cansancio, titubeante y al borde del escepticismo, vuelve a sacar sus argumentos para intentar ordenar su cabeza. Con las manos tendidas hacia delante, abiertas, y gesto pedagógico—: Estamos todos de acuerdo en que la frivolidad no es admisible, el pragmatismo debe eliminarse, la incredulidad sofisticada está ya superada. Todos hemos intentado esas actitudes. Y no conducen a nada. Nos alejan de lo fundamental. No responden a las verdaderas cuestiones. Nos hacen parecer buenos y cínicos, pero igual de ignorantes, ¿estamos de acuerdo?

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