Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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—¡Hola, guapetón! —me dijo guiñándome un ojo, pasando ante mí en medio de una nube de perfume y olor a carne. Quedé atontado, la mirada fija sobre sus opulentas nalgas hasta que cerró la puerta del cuarto de baño. Temblaba de frío y de lubricidad. Ni el ácido me había provocado nunca semejante alucinación. ¿Aquel restaurante francés era más fuerte que el LSD? ¡Era bella, bien hecha, elegante! Oí la cadena y el agua del retrete, miré hacía la otra habitación. Mis ojos estaban ya acostumbrados a la oscuridad. Lencería femenina por todas partes. Timothy roncaba en su cama. En la otra, Oliver, y sobre su almohada una segunda cabeza, femenina. No era una alucinación. ¿Dónde habían encontrado a aquellas chicas? ¿En la habitación de al lado? No. Empezaba a comprender. Unas call-girls proporcionadas por la dirección del hotel. La fiel tarjeta de crédito ha servido una vez más. Timothy obtiene de la civilización americana un partido que yo, pobre estudiante del ghetto, nunca podría soñar con tener. ¿Necesitas una chica? Coges el teléfono y no tienes más que pedir una. Tenía seca la garganta y la verga tiesa. Sentía tronar mis tripas. Timothy está dormido. Muy bien, ya que la han contratado para toda la noche, la tomaré prestada un momento. Cuando salga del baño, iré decidido hacia ella, una mano en el pecho, la otra en el culo, la hablaré con voz cavernosa tipo Bogart y la invitaré a que se acueste conmigo. Qué os habéis creído. La puerta se abrió. Salió contoneándose, los pechos balanceándose, ding-dong, ding-dong. Otro guiño. Pasó por delante de mí. Desapareció. Mis manos se cerraron en el vacío. Su espalda arqueada acababa en dos nalgas asombrosamente carnosas; perfume barato; andaba suavemente siguiendo el ritmo de su contoneo. La puerta de la habitación se cerró en mis narices. Está alquilada, pero no para mí. Es de Timothy. Entré en el cuarto de baño, me arrodillé ante el trono, y me pasé una eternidad intentando vomitar. Después, volví a mi cama con mis sueños fríos de intento fallido.

Por la mañana, ya no había ninguna chica a la vista. Estábamos en la carretera antes de las nueve. Oliver conducía. Próxima escala, Saint Louis. Me hundía en una morbosidad apocalíptica. Hubiera roto imperios aquella mañana si hubiera tenido el dedo sobre el botón adecuado. Hubiera liberado al Doctor Strangelove o al lobo Fenris. Hubiera hecho saltar en pedazos al universo entero si me hubieran dejado.

12. OLIVER

Durante cinco horas he conducido sin parar. Los demás querían bajar constantemente, para mear, para estirar las piernas, para comprar hamburguesas, para hacer esto o lo otro, pero no les he hecho ni caso, he seguido conduciendo sin despegar el pie del acelerador, los dedos posados ligeramente sobre el volante, la espalda completamente recta, la cabeza casi inmóvil, manteniendo la vista sobre un punto fijo a ocho o diez kilómetros ante mí sobre la misma carretera. Me encontraba poseído por el ritmo del movimiento. Era casi algo sexual: el largo y liso coche se lanzaba hacia delante violando a la autopista, y yo iba al volante. Sentía verdadero placer. Por un instante di un ligero bandazo. La víspera no estaba a tono, demasiado esfuerzo con aquellas putas que Timothy había conseguido. ¡Oh! A pesar de todo, conseguí hacerlo tres veces, pero solamente porque era eso lo que se esperaba de mí, y porque mi tacañería granjera no me permitía derrochar el dinero de Timothy. Tres golpes, como decía la chica: «Damos otro golpe más, lobo mío.» Pero el esfuerzo sostenido y constante de los cilindros era prácticamente una relación sexual entre el coche y yo, era el éxtasis. Ahora creo comprender lo que siente un fanático de las motos. Más, más y más. El pulso saltaba por encima de uno. Hemos tomado la carretera 66, que pasa por Joliet, Bloomington, Springfield. Poca circulación. En algunos sitios, colas de camiones; pero, aparte de eso, no gran cosa. Los postes de telégrafos desfilan uno tras otro, plíc, plíc, plic. Un kilómetro cada cuarenta segundos, cuatrocientos kilómetros en cinco horas, incluso para mí supone una excelente media en las carreteras del este. Campos desnudos y llanos, algunos todavía con nieve. En el gallinero, refunfuñaban. Eli me llamaba asquerosa máquina de conducir, Ned me incordiaba para que me parara. Me hice el loco. Por fin me han dejado tranquilo. Timothy ha ido durmiendo la mayor parte del tiempo. Yo era el rey de la carretera. Al mediodía comprobamos que estaríamos en Saint Louis en dos horas. Habíamos previsto pararnos allí, pero ya no tenía ningún sentido, y, cuando Timothy se despertó, sacó los mapas y las guías turísticas y empezó a buscar las siguientes etapas. Eli y él pelearon por la forma en que había arreglado el asunto. No presté mucha atención. Creo que Eli quería que fuéramos a Kansas City al salir de Chicago, en lugar de bajar hacia Saint Louis. Hace tiempo que yo hubiera podido decirles lo mismo, pero me importaba poco la carretera que cogiéramos. Y, además, no me apetecía demasiado volver a pasar por Kansas. Cuando preparó el itinerario, Timothy no se dio cuenta de que Saint Louis estaba tan cerca de Chicago. Cerré mis escotillas para no escuchar sus peloteras. Luego estuve pensando en algo que Eli había dicho la noche anterior mientras hacíamos de turistas por las calles de Chicago. No andaban todo lo deprisa que yo quería, y estaba intentando empujarles para que aceleraran. Eli me dijo:

—Quieres devorar la ciudad, ¿eh? Como un turista en París.

—Es la primera vez que vengo a Chicago —le contesté—. Quiero ver lo más posible.

—De acuerdo. Tienes razón.

Pero quise saber por qué parecía tan sorprendido en mi interés por visitar una ciudad que no conocía. Parecía estar incómodo y deseoso de cambiar de conversación. Insistí. Finalmente, me explicó, con esa sonrisa que pone siempre que quiere demostrar que va a decir algo con implicaciones insultantes pero que no debe tomarse demasiado en serio:

—Me preguntaba, simplemente, por qué alguien que parece tan normal, tan insertado en la sociedad, se interesa tanto en un pase turístico.

A pesar suyo, desarrollo su idea; para Eli, la sed de experiencias, la investigación del conocimiento, el deseo de conocer lo que hay encima de las montañas son rasgos que caracterizan ante todo a los que están desfavorecidos de una forma o de otra, los miembros de una minoría, la gente que tiene handicaps o taras físicas, los que están preocupados por inhibiciones sociales o cosas por el estilo. Un granjero atlético, como yo, no es normal que posea los típicos neurotismos de los intelectuales. Se supone que yo debo ser una persona relajada y tranquila, como Timothy. Esta pequeña demostración de interés no corresponde a mí personalidad, tal y como lo interpreta Eli. Como las cuestiones étnicas le importan tantísimo, estaba dispuesto a obligarle a decir que el deseo de aprender es un rasgo que tienen fundamentalmente los suyos, con algunas honorables excepciones, pero no ha llegado a decirlo, aunque probablemente lo haya pensado. Lo que me preguntaba a mí mismo, y todavía me lo pregunto, es por qué piensa que soy tan equilibrado. Hay que medir un metro sesenta y cinco y tener un hombro más alto que el otro para padecer el tipo de obsesiones y las compulsiones que Eli identifica con la inteligencia. Eli me subestima. Se ha hecho de mí una imagen estereotipada: el gran goy. Guapo y un poco cretino. Me gustaría que, durante sólo cinco minutos, mirara el interior de mi cerebro.

Casi habíamos llegado a Saint Louis. El coche avanzaba por la desierta autopista entre los campos cultivados. Pronto atravesamos una cosa triste y desleída que se llamaba East Saint Louis, y, finalmente, se alzó ante nosotros, al otro lado del lago, el deslumbrante Gateway Arch. Llegamos a un puente. La idea de atravesar el Misisipí tenía a Eli completamente atontado. Sacó medio cuerpo por la ventanilla para mirar con el mismo respeto que si estuviera atravesando el Jordán. Una vez en la orilla de Saint Louis, paré el coche ante una colina circular. Los otros tres salieron como locos y se pusieron a merodear por los alrededores. Me quedé sentado frente al volante. Todo me daba vueltas. ¡Cinco horas sin parar! ¡Qué éxtasis! Finalmente, también yo me bajé. Tenía dormida la pierna derecha. ¡Qué cinco maravillosas horas, cinco horas solos el coche, la carretera y yo! Lamentaba haber tenido que parar.

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