—El timón parece bastante fácil de dominar… —replicó York.
—Sí, diablos, pero no es a manejar el timón lo que hay que aprender —respondió Marsh con una carcajada—. Es el río, York, el río. El viejo Mississippi. Fui piloto ocho años antes de conseguir un barco propio, con licencia para el alto Mississippi y el Illinois. Pero nunca llegué a tenerla para el Ohio, ni para el bajo Mississippi y, por lo que sé sobre vapores, no hubiera podido pilotar por ellos y salvar la vida, pues no los conozco. Me ha costado años conocer los ríos que he llegado a conocer, y nunca he dejado de aprender cosas nuevas. Siempre ha de estar uno aprendiendo. El río cambia, Joshua, vaya si cambia. No es nunca el mismo en dos viajes consecutivos, y uno debe estar familiarizado con él centímetro a centímetro —Marsh se acercó a grandes pasos hasta el timón y puso en él una mano con pasión—. Pues bien, proyecto pilotar este barco, aunque sólo sea una vez. He soñado con él demasiadas veces para no tomarlo entre mis manos. Cuando corramos contra el Eclipse , quiero estar aquí, en la cabina del piloto, sí señor. Pero el barco es tan grande que sólo podrá utilizarse para el transporte de Nueva Orleans, y eso significa la parte baja del río, por lo que tendré que empezar a aprendérmelo, como siempre, centímetro a centímetro. Eso lleva tiempo y esfuerzo.—Alzó la mirada y observó a York—. ¿Todavía sigue queriendo ser piloto, ahora que sabe lo que representa?
—Podemos aprender juntos, Abner —contestó York.
Los compañeros de York empezaban a dar muestras de inquietud. Iban de una ventana a otra, Brown se cambiaba la linterna de una mano a otra y Simon estaba más serio que un cadáver. Smith le dijo algo a York en aquel idioma extranjero. York asintió.
—Tenemos que volver —dijo.
Marsh dio una última mirada, reacio a irse incluso entonces, y por fin les acompañó escaleras abajo.
Cuando ya habían recorrido un buen trozo de astilleros York se volvió y contempló el buque asentado sobre los pilones y claro entre la oscuridad. Los demás también se detuvieron y aguardaron en silencio.
—¿Conoce usted a Byron?—le preguntó York a Marsh. Este caviló unos instantes.
—Conozco a un tipo apodado “Blackjack” Pete que solía pilotar el Gran Turco . Creo que se apellidaba Brian.
—No Brian. Byron —sonrió York—. Lord Byron, el poeta inglés.
—¡Ah, ése! —respondió Marsh—. No soy muy dado a los poemas, pero creo que he oído hablar de él. Era cojo, ¿verdad? Y todo un genio con las mujeres.
—Exactamente, Abner. Un hombre asombroso. Tuve la fortuna de conocerle una vez. Nuestro barco me ha recordado un poema que escribió.
Empezó a recitar:
Avanza en Belleza, como la noche
de climas sin nubes y cielos estrellados;
todo lo mejor de la oscuridad y el fulgor
se reúne en su apariencia y en sus ojos:
Y así armoniza bajo esa tenue luz
lo que el Cielo le niega bajo el resplandor del día.
—Byron se refería a una mujer, naturalmente, pero sus palabras parecen aplicables también a nuestro barco, ¿verdad? ¡Mírelo, Abner! ¿Qué opina usted?
Abner Marsh no sabía muy bien qué pensar; los marineros no solían ir por ahí recitando poemas, y no sabía qué decirle a alguien que lo hiciera.
—Muy interesante —fue todo lo que se le ocurrió.
—¿Qué nombre le pondremos?—preguntó York, con los ojos aún fijos en el barco y una sonrisa en los labios—. ¿Le sugiere alguno el poema?
—No vamos a ponerle el nombre de un inglés cojo, si es eso lo que está pensando —respondió Marsh con un gruñido, mientras fruncía el entrecejo.
—No, no pensaba en eso. Tenía en mente algo así como Lady Oscuridad , o…
—Yo también tenía un nombre en mente —dijo Marsh—. Después de todo, seguimos siendo la “Compañía de paquebotes del río Fevre”, y este barco es todo lo que soñaba hecho realidad —alzó el bastón de nogal y apuntó a la cabina del timonel—. Lo pondremos ahí, en grandes letras azules y doradas: Sueño del Fevre —sonrió—. El Sueño del Fevre contra el Eclipse ; se hablará de esa carrera mucho después de que todos hayamos muerto.
Por un instante, algo extraño y escalofriante cruzó por los ojos de Joshua York. Luego, se fue tan rápidamente como había surgido.
— Sueño del Fevre —musitó—. Fevre, fiebre… ¿No le suena un poco… siniestro? Me sugiere enfermedad, fiebres, muerte y visiones fantasmagóricas. Sueños que… Sueños que no deberían soñarse, Abner.
Marsh frunció el ceño.
—No sé de qué me habla. A mí me gusta.
—¿Querrá la gente viajar en un barco con ese nombre? Se sabe que algunos vapores han transportado el tifus y la fiebre amarilla. ¿Quiere que recuerden esas cosas?
—No. Ya han subido a mi Dulce Fevre —repuso Marsh—. Y también en el Águila de la Guerra y el Fantasma , e incluso en barcos con nombres de pieles rojas. También subirán al nuestro.
El pálido y fantasmal Simón dijo algo entonces, con una voz áspera como una sierra oxidada y en un idioma extraño a Marsh, aunque distinto del que utilizaban Smith y Brown. York le escuchó y su rostro adquirió un aspecto pensativo, como si el nombre continuara siendo un problema.
— Sueño del Fevre —repitió—. Esperaba… un nombre más sano, pero Simon me ha hecho cambiar de opinión. Sea entonces como usted desea, Abner. Ahí tiene su Sueño del Fevre .
—Bien —contestó Marsh. York asintió, con gesto ausente.
—Nos veremos mañana para cenar en el Galt House, a las ocho. Haremos planes para nuestro viaje a San Luis y charlaremos sobre la tripulación y el aprovisionamiento, si le parece.
—Perfectamente —asintió Marsh con un gruñido, y York y sus acompañantes partieron hasta su bote, desvaneciéndose entre la niebla. Mucho después de que hubieran desaparecido, Marsh todavía rondaba los astilleros con la vista puesta en el vapor inmóvil y silencioso. “ Sueño del Fevre ”, dijo en voz alta, sólo para probar a qué sabían aquellas palabras en su boca.
Sin embargo, extrañamente y por vez primera, el nombre sonó mal en sus oídos, preñado de connotaciones que le producían desasosiego. Se estremeció, atravesado por un instante de frío inexplicable. Después, con un bufido, se fue a dormir.
A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE ,
río Ohio, julio de 1857
El Sueño del Fevre partió de New Albany cuando ya había oscurecido, en una noche sofocante de principios de julio. En todos sus años en el río, Abner Marsh no se había sentido tan vivo como aquel día. Se pasó la manana atendiendo a los últimos detalles en Louisville y New Albany; contrató un barbero y almorzó con los hombres del astillero, y echó al correo un montón de cartas. Con el calor de primeras horas de la tarde, se instaló en su camarote, hizo una última comprobación por todo el barco para asegurarse de que todo estuviera a punto y dio la bienvenida a los pasajeros según iban llegando. La cena le ocupó apenas unos minutos; de inmediato, acudió a la cubierta principal para ver si el ingeniero y los maquinistas tenían a punto las calderas y para supervisar al primer oficial, que se ocupaba de revisar la colocación de la última carga. El sol se abatía inmisericorde y el aire se hacía denso e inmóvil, y los estibadores brillaban de sudor mientras subían cajas, balas y toneles por estrechas rampas, bajo las constantes maldiciones del primer oficial.
Al otro lado del río, en Louisville, otros vapores realizaban la misma operación de carga o estaban a punto de zarpar; eran el gran Jacob Strader de baja presión, de la Cincinnati, Mail Line , el veloz Sureño de la Cincinnatti Louisville Packet Company, y otra media docena de barcos de menor tamaño. Escudriñó para ver si alguno de ellos bajaba ya el río, sintiéndose fenomenalmente bien pese al calor y a las nubes de mosquitos que ascendían del río cuando el sol se ponía.
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