George Martin - Sueño del Fevre

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Sueño del Fevre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

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La cubierta principal estaba llena de carga de proa a popa, ocupando todo el espacio que dejaban las calderas y motores. Llevaba ciento cincuenta toneladas de hojas de tabaco en balas, treinta toneladas de raíles de hierro, incontables toneles de azúcar, harina y coñac, cajas que contenían muebles de lujo para un ricachón de San Luis, un par de rocas de sal, algunas balas de seda y algodón, treinta barriles de clavos, dieciocho cajas de fusiles, algunos libros y periódicos y otros géneros diversos. Y grasa de cerdo, una docena de grandes toneles de grasa de cerdo de la mejor calidad. Sin embargo, esta grasa no podía considerarse propiamente como parte de la carga; Marsh la había comprado y ordenado que la subieran a bordo.

La cubierta también estaba llena de pasajeros, hombres, mujeres y niños, apretujados como los mosquitos del río y bullendo entre la carga. Habían embarcado cerca de trescientos, al precio de un dólar por el pasaje hasta San Luis. El pasaje sólo cubría el viaje; la comida que consumieran la tenían que llevar ellos mismos, y los más afortunados encontrarían un lugar para dormir en la cubierta. La mayoría eran extranjeros, irlandeses, daneses y enormes alemanes que se gritaban unos a otros en idiomas que Marsh desconocía, bebiendo y maldiciendo y dándoles cachetes a sus hijos. También habían algunos tramperos y agricultores, demasiado pobres para pagar otra cosa que los pasajes de cubierta, los más baratos que Marsh ofrecía.

Los pasajeros de camarote habían desembolsado diez dólares, al menos aquellos que se dirigían hasta San Luis. Casi todos los camarotes iban ocupados, pese al precio; el encargado de recepción le dijo a Marsh que iban a bordo ciento setenta y siete pasajeros de camarote, y a Marsh le pareció un buen número, tan lleno de sietes. La lista incluía a una docena de plantadores, al presidente de una gran compañía peletera de San Luis, a dos banqueros, a un rico británico y sus tres hijas, y a cuatro monjas que iban camino de Iowa. También llevaban a bordo a un predicador, pero eso carecía de importancia ya que no transportaban ninguna yegua gris; era bien sabido entre los marinos que un predicador y una yegua gris en el mismo barco eran una invitación al desastre.

En cuanto a la tripulación, Marsh se sentía satisfecho. Los dos pilotos no eran nada especial, pero sólo los había contratado temporalmente para que llevaran el buque a San Luis, pues ambos eran expertos en el río Ohio y el Sueño del Fevre iba a ocuparse en el tráfico de Nueva Orleans. Ya había escrito a San Luis y a Nueva Orleans, y un par de magníficos pilotos de la parte inferior del Mississippi le aguardaban en el “Albergue de los Plantadores”. En cambio, el resto de la tripulación era la mejor que podía formar con los hombres del río, según pensaba Marsh. El maquinista era Whitey Blake, un hombrecillo enojadizo cuyos fieros mostachos canos siempre mostraban manchas de grasa de los motores. Whitey ya había estado con Abner Marsh en el Eli Reynolds , y después en el Elizabeth A. y en el Dulce Fevre, y no había nadie que supiera de motores a vapor más que él. Jonathon Jeffers, el sobrecargo, llevaba unas gafas de montura dorada, polainas de lujo abotonadas, y el cabello castaño peinado hacia atrás con gomina, pero era el terror con las cifras y los regateos, nunca se olvidaba de nada, conseguía verdaderas gangas y era un mediano jugador de ajedrez. Jeffers había estado en las oficinas centrales de la compañía hasta que Marsh le escribió para que se hiciera cargo del Sueño del Fevre . No había dudado en acudir pues, pese a su apariencia de dandy, en el fondo de su oscura alma de contable había un hombre del río. También llevaba bastón de estoque con empuñadura de oro. El cocinero era un negro emancipado llamado Toby Lanyard, que había estado con Marsh durante catorce años, desde que éste probara sus platos en Natchez, lo comprara y le concediera la libertad. Y el primer oficial —cuyo nombre era Michael Theodore Dunne, aunque todo el mundo le llamaba simplemente Hairy Mike salvo los esclavos, que le llamaban Mister Dunne Señor. Era uno de los hombres más enormes, tacaños y tercos de todo el río; casi medía los dos metros y tenía ojos verdes, bigote negro y un pelo negro rizado y espeso que le cubría los brazos, el pecho y las piernas. Tenía muy mala lengua y peor genio, y nunca iba a ningún sitio sin su barra de hierro negro de un metro de longitud. Abner Marsh no le había visto nunca pegar a nadie con la barra, salvo un par de veces, pero siempre la llevaba asida, en la mano, y entre los esclavos que cargaban los barcos corría el rumor de que en una ocasión le había abierto la cabeza a un hombre que había dejado caer un tonel de coñac al agua. Era un primer oficial duro y exigente, y nadie dejaba caer nada mientras él supervisaba. Todo el mundo en el río respetaba al diablo de Hairy Mike Dunne.

Sí, era una magnífica tripulación, la del Sueño del Fevre . Desde el primer día, todo el mundo se aplicó a su trabajo y así, cuando las estrellas ya cubrían el cielo sobre New Albany, la carga y los pasajeros estaban a bordo y en su sitio, el vapor tomaba fuerza y los hornos rugían con una terrible luz rojiza y calor suficiente para que casi no se pudiera pisar la cubierta principal; mientras, en la cocina se preparaba una magnífica comida. Abner Marsh lo comprobó todo una vez más y, cuando estuvo satisfecho, subió a la cabina del piloto, que lucía resplandeciente y magnífica sobre el caos y el griterío de las cubiertas inferiores. “Marcha atrás”, ordenó al piloto. Este pidió vapor y puso en marcha las dos grandes ruedas. Abner March lo contempló con respeto y el Sueño del Fevre se deslizó suavemente en las aguas negras e iluminadas por las estrellas del río Ohio.

Una vez en el río, el piloto dio marcha contraria a las palas y encaró el barco a favor de la corriente. El gran vapor vibró un poco y se dirigió al canal principal con docilidad, con un chunkachunka chunkachunka de las palas al batir las aguas, con una velocidad cada vez en aumento, sumando a la suya propia la de la corriente, y refulgiendo rápido como el sueño de cualquier marinero del río, rápido como el pecado, rápido como el propio Eclipse . Sobre sus cabezas, las chimeneas mostraban dos grandes columnas de humo negro, y nubes de pequeñas chispas se alzaban al aire y se desvanecían tras el barco, cayendo al río y muriendo como infinitas polillas rojas y anaranjadas. A los ojos de Marsh, el humo, el vapor y las chispas que dejaban atrás eran una visión mejor y más grandiosa que todos los fuegos artificiales que había visto en Lousville el Cuatro de Julio. El piloto alzó el brazo e hizo sonar la sirena a vapor. El largo y estridente aullido de ésta los dejó sordos por un momento; era una sirena maravillosa, con un tono extremadamente agudo que podía escucharse a kilómetros de distancia.

Hasta que las luces de Louisville y New Albany no desaparecieron tras ellos y el Sueño del Fevre avanzó entre las orillas tan negras y vacías como lo habían estado un siglo antes, no advirtió Marsh que Joshua York había acudido a la cabina del piloto y se encontraba a su lado.

Iba elegantemente vestido, con pantalones y frac de un blanco impoluto, chaleco azul marino, camisa blanca llena de puntillas y adornos, y corbata de seda azul. La cadena del reloj que le colgaba del chaleco era de plata y, en una de sus pálidas manos, York llevaba un gran anillo de plata con una reluciente piedra azul. Blanco, azul y plata, tales eran los colores del barco, y York parecía parte del mismo. La cabina del piloto lucía unas vistosas cortinas azul y plata, y el sofá de la parte trasera era azul, igual que el hule encerado de las paredes.

—Vaya, me gusta su vestimenta, Joshua —le dijo Marsh. York le devolvió una sonrisa.

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