—Gracias —respondió—. Me pareció adecuada. Usted también tiene un aspecto magnífico.
Marsh se había comprado una nueva chaqueta de marino con relucientes botones de cobre y una gorra con el nombre del vapor bordado con hilo de plata.
—Sí —asintió Marsh. Nunca se sentía cómodo con los cumplidos, le resultaba mucho más sencillo maldecir—. ¿Estaba usted levantado cuando zarpamos?—le preguntó. York había estado durmiendo en la cabina del capitán en la cubierta superior durante la mayor parte del día, mientras Marsh sudaba y gritaba y llevaba a cabo la mayoría de las tareas encomendadas al capitán. Marsh había ido acostumbrándose lentamente a que York y sus amigos vivieran de noche y durmieran durante el día. Ya había conocido a otros que hacían lo mismo y en cierta ocasión había tratado del tema con Joshua. Este se había limitado a sonreír y a mencionarle otra vez el poema aquel del “resplandor del día”.
—Sí, estaba en la cubierta superior, delante de las chimeneas, observándolo todo. Hacía frío ahí arriba, cuando el vapor estaba en movimiento.
—Los vapores rápidos se hacen su propio viento —contestó Marsh—. No importa lo cálido que sea el tiempo o lo cargadas que vayan las calderas, aquí arriba siempre hace frío y viento. A veces lo siento un poco por esos que van abajo, en la cubierta principal pero, qué diablos, sólo han pagado un dólar.
—Naturalmente —asintió Joshua.
En aquel preciso instante, el barco hizo un pesado thunk, y se agitó un poco.
—¿Qué ha sido eso?—preguntó York.
—Probablemente, hemos pasado sobre un tronco —contestó Marsh—. ¿No es así?—le preguntó al piloto.
—En efecto —contestó el hombre—. No tema, capitán. No ha habido danos.
Abner Marsh asintió y se volvió hacia York.
—Bien, ¿le parece bien que bajemos a la cabina principal? Los pasajeros estarán merodeando arriba y abajo, viendo cómo es la primera noche a bordo, así que podremos encontrarnos con algunos, hablar con ellos y comprobar que todo está bien y a punto.
—Me encantará —contestó York—. Pero antes, Abner, ¿quiere venir a tomar una copa en mi camarote? Tenemos que celebrar la partida, ¿no le parece?
—¿Una copa? —contestó Abner, encogiéndose de hombros—. Bien, no veo por qué no —saludó al piloto tocándose la gorra—. Buenas noches, señor Daly. Haré que le envíen un poco de café, si le apetece.
Abandonaron la cabina del piloto y se encaminaron a la del capitán, deteniéndose un instante mientras York abría la puerta. Joshua había insistido en que ese camarote en particular, y todos los del barco en general, tuvieran buenas cerraduras. Era algo un tanto peculiar, pero Marsh no puso muchos reparos. York no estaba acostumbrado a la vida en un vapor, después de todo, y la mayoría de sus exigencias habían sido bastante acertadas, como toda aquella plata y aquellos espejos que convertían el salón principal en algo tan espléndido.
El camarote de York era tres veces más largo que los de los pasajeros, y el doble de ancho. Así pues, para lo normal en un vapor resultaba inmenso. Sin embargo, aquélla era la primera vez que Abner Marsh entraba en él desde que York tomara posesión, y por ello echó una mirada curiosa alrededor. Un par de lámparas de aceite a ambos lados del camarote daban al interior una luz cálida y acogedora. Las ventanas, muy amplias, con sus cristaleras de colores, estaban ahora oscuras, cerradas y cubiertas con unas cortinas de terciopelo muy pesadas que parecían suaves y ricas a la luz de las lámparas. En una esquina había una cómoda con una Jofaina encima y un espejo enmarcado en plata sobre la pared. Había también una cama de plumón estrecha pero de aspecto cómodo, dos grandes sillas de cuero, y un enorme escritorio de palo de rosa con muchos cajones, rincones y muescas. Estaba pegado a uno de los tabiques. Sobre él había colocado un mapa antiguo, auténtico, del sistema de ríos del Mississippi. La superficie del escritorio estaba cubierta de libros encuadernados en piel y pilas y pilas de periódicos. Esta era otra de las peculiaridades de Joshua York; leía un número inaudito de periódicos, de casi todas partes: ingleses, periódicos en lenguas extranjeras, el Tribune del señor Greeley y, por supuesto, el Herald de Nueva York, así como casi todos los de San Luis y Nueva Orleans, y toda suerte de pequeños semanarios de los pueblos de las riberas. Cada día recibía paquetes de periódicos. Libros también. Había una gran librería en el camarote, repleta, y algunos libros más se apilaban sobre una mesilla junto a la cama, con un candelabro con velas medio derretidas.
Sin embargo, Abner Marsh no perdió el tiempo con los libros. Junto a la estantería había un tonelete de vino, a cuyo lado se veían veinte o treinta botellas. Se acercó directamente allí y sacó una botella. No llevaba etiqueta, y el líquido del interior tenía un tono rojo sombrío, casi negro. El tapón iba sellado con una capa reluciente de cera negra.
—¿Tiene un cuchillo?—le preguntó a York, volviéndose con la botella en las manos.
—No creo que le gustara mucho esa cosecha, Abner —respondió York. Sostenía una bandeja con dos copas de plata y un decantador de cristal—. Tengo por aquí un jerez excelente. ¿Por qué no lo probamos?
Marsh dudó. El jerez de Joshua solía ser simplemente bueno, y a él le fastidiaba beberlo; en cambio, conociendo a Joshua, pensó que cualquier vino que guardara en un lugar reservado tendría que ser superlativo. Además, sentía curiosidad. Se pasó la botella de una mano a otra. El líquido del interior se agitó un poco, ondulando como uno de aquellos licores dulces.
—¿Qué es esto, entonces?—preguntó Marsh, frunciendo el ceño.
—Una receta casera —replicó York —. Parte vino, parte coñac y parte licor, sin el sabor de ninguno de ellos. Una bebida rara, Abner. A mis compañeros y a mí nos gusta con delirio, pero a la mayoría de la gente no le agrada su sabor. Estoy seguro de que preferirá usted el jerez.
—Bien —dijo Marsh, dejando la botella—, cualquier cosa que beba usted será buena para mí. Pero usted sirve un buen jerez, es bastante cierto —añadió con una sonrisa—. Pero no tenemos prisa, y sí bastante sed, al menos yo. ¿Por qué no probamos los dos?
Joshua York se rió, con una carcajada de puro y espontáneo deleite, profundo y musical.
—Abner —dijo—, es usted un hombre singular y formidable. Le tengo simpatía. Sin embargo, no le gustará ese brebaje; pero si insiste, lo tomaremos.
Se instalaron en las dos sillas de cuero, York dejó la bandeja en la mesita que había entre ellas. Marsh le pasó la botella de vino, o lo que fuera. De algún lugar de entre los prístinos pliegues de su blanco traje, York extrajo un estilizado cuchillo con mango de marfil y una larga hoja de plata. Quitó la cera y con un único y hábil giro clavó la punta del cuchillo en el corcho y lo sacó con un pop. El líquido brotó lentamente, como miel rojinegra en las copas de plata. Era opaco y parecía lleno de diminutas motas negras. Debía ser fuerte, pensó Marsh. Alzó la copa y lo olió, y el alcohol que contenía le inundó de lágrimas los ojos.
—Tenemos que hacer un brindis —dijo York, alzando su copa.
—Por todo el dinero que vamos a ganar —se rió Marsh.
—No —dijo York en tono serio. Sus diabólicos ojos grises tenían un tono de grave melancolía. Marsh no deseaba que York se pusiera a recitar poemas otra vez—. Abner —continuó York—, sé lo que significa el Sueño del Fevre para usted. Quiero que sepa que también significa mucho para mí. Este día es el comienzo de una gran nueva vida. Usted y yo, juntos, lo hemos construido, y seguiremos adelante hasta convertirlo en una leyenda. Siempre me ha gustado la belleza, Abner, pero ésta es la primera vez en mi vida que la he creado, o que he colaborado en su creación. Fue una buena idea traer algo nuevo y bueno al mundo. Especialmente para mí. Y tengo que darle las gracias por ello —alzó su copa—. Bebamos por el Sueño del Fevre y todo lo que representa, amigo mío. Belleza, libertad y esperanza. ¡Por nuestro barco y un mundo mejor!
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