George Martin - Sueño del Fevre

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Sueño del Fevre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

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—Aquí, mantenga quieta la luz un momento —ordenó Marsh. Se volvió hacia York y empezó a señalar con el bastón, como si fuera un largo dedo de madera de nogal, hacia las calderas, unos grandes cilindros de metal dispuestos a ambos lados de la parte delantera de la cubierta—. Dieciocho calderas —dijo Marsh con orgullo—, tres más que el Eclipse . Treinta y ocho pulgadas de diámetro y nueve metros de longitud cada una —agitó el bastón—. Los hornos están hechos de ladrillo refractario y planchas de hierro, sobre soportes a distancia de la cubierta, para poder separarlos del barco en caso de incendio.

Señaló la trayectoria de los conductos del vapor sobre sus cabezas, desde las calderas hasta los motores, y el grupo se dirigió entonces hacia la popa.

—Lleva cilindros de treinta y seis pulgadas, a alta presión, lo que nos da tres metros y medio por palada, igual que el Eclipse . Este barco va a ser algo terrible en este río, sí señor.

Brown y Smith cuchichearon, y Joshua York sonrió.

—Vamos —prosiguió Marsh—. Sus amigos no parecen muy interesados en los motores, pero seguro que les gustará lo que tenemos arriba.

La escalera era amplia y ornada, de roble bruñido con gráciles barandillas estriadas. Arrancaba cerca de la proa, donde su amplitud ocultaba la visión de las calderas y los motores a quienes subían a bordo; después se escindía en dos y se curvaba airosa a ambos lados, para abrirse a la segunda cubierta, la de las calderas. Recorrieron el lado de estribor, abriendo la marcha March con su bastón y Brown con la linterna. Las botas resonaban sobre el piso de madera del corredor mientras se maravillaban de los finos detalles góticos de pilares y barandillas, de la madera concienzudamente labrada con flores, hojas y bellotas. Las puertas y ventanas de los camarotes iban de proa a popa en una hilera interminable; las puertas eran de madera de nogal oscuro, y las ventanas tenían vidrieras de colores.

—Los camarotes todavía no están amueblados —dijo Marsh al tiempo que abría una puerta y les invitaba a entrar en uno—, pero todos contarán con lo mejor, colchones y almohadas de plumas, espejo y una lámpara de aceite cada uno. Nuestros camarotes también son más grandes de lo habitual; no podremos admitir tanto pasaje como otros barcos del tamaño de éste, pero cada persona tendrá más espacio. También les cobraremos más… —añadió con una sonrisa.

Cada camarote tenía dos puertas, una que llevaba a la cubierta y otra que se abría al interior, al gran salón, que era la pieza principal del barco.

—El salón principal no está muy adelantado —comentó Marsh—, pero pasen a verlo, de todos modos.

Entraron y se detuvieron, mientras Brown alzaba la linterna para iluminar la inmensa sala, donde resonaba el eco. El gran salón se extendía en toda la longitud de la cubierta de las calderas, totalmente despejado a excepción de una escalera en el centro.

—En la parte de proa están los servicios para caballeros, y en la de popa los de señoras —explicó Marsh—. Echen un vistazo. Todavía no están a punto, pero va a ser algo magnífico. Esa barra de mármol mide catorce metros, y detrás vamos a poner un espejo igual de grande. Ya está encargado. También habrán espejos en la puerta de cada camarote, con marcos de plata y otro gran espejo de cuatro metros de alto ahí, en el rincón de popa —señaló con el bastón—. Ahora no se ve nada debido a la oscuridad, pero las claraboyas están provistas de vidrieras de colores y recorren toda la longitud del salón. Vamos a cubrir el suelo con esas alfombras de Bruselas, igual que los camarotes. Además, hay un refrigerador de agua hecho de plata, con tazas de plata, que pondremos sobre una mesa de madera tallada. También hay un gran piano y sillas de terciopelo por estrenar, y manteles de lino auténtico, aunque todavía no están aquí.

Incluso así, sin alfombras, ni espejos, ni muebles, el gran salón era impresionante. Lo recorrieron lentamente, en silencio, y a la luz trémula de la linterna tomaron forma de entre las sombras asomos de su belleza, que inmediatamente se desvanecían tras ellos. El techo alto y arqueado con sus vigas curvas, talladas y pintadas con detalles casi mágicos; las largas filas de esbeltas columnas flanqueando las puertas de los camarotes, adornadas con delicadas estrías; la barra de mármol negro con sus finas vetas de colores; el brillo oleoso de las maderas oscuras; la doble hilera de arañas de luces, cada una con sus cuatro grandes globos de cristal colgando de una telaraña de hierro forjado, a la espera sólo del aceite y la llama y de todos aquellos espejos para despertar al enorme salón a la luz gloriosa y resplandeciente.

—Creo que los camarotes son demasiado pequeños —dijo Katherine de repente—, pero este salón va a ser realmente importante.

—Los camarotes son grandes, señora —respondió Marsh frunciendo el ceño—. Casi nueve metros cuadrados, cuando lo normal son cinco. Estamos en un barco, ¿comprende?—Dio la espalda a la mujer y prosiguió, apuntando con el bastón—: El despacho de recepción estará ahí delante, la cocina y los servicios quedarán junto a los tambores de las palas. También sé qué cocinero quiero. Es uno que trabajaba conmigo en el Lady Elizabeth.

Encima de la cubierta de las calderas se encontraba la cubierta superior. Subieron una escalera estrecha y salieron frente a las grandes chimeneas de hierro negro, y por fin ascendieron otra escalera más corta hasta la cubierta superior, que iba desde las chimeneas hasta la cámara del timonel. Marsh explicó que allí estaban los camarotes de la tripulación, sin molestarse en mostrárselos. Sobre ella también estaba la cabina del piloto. Les condujo hasta allí y les hizo entrar.

Desde aquella posición se dominaba todo el astillero. Los otros barcos, más pequeños, se difuminaban en la niebla; más allá, surgían las aguas negras del río Ohio e incluso, en la lejanía, las luces mortecinas de Louisville, como algo fantasmal. El interior de la cabina del piloto era grande y elegante. Las ventanas eran del cristal mejor y más transparente, orladas de vidrio de color. Por todas partes refulgía la madera oscura, y la plata bruñida daba un aire blanco y frío a la luz de la linterna.

Y el timón. Sólo la mitad superior era visible, tal era su tamaño, y ésta era aún más alta que Marsh, mientras que la mitad inferior desaparecía en una ranura practicada en las tablas del suelo. Estaba hecho de suave teca negra, fría y lisa al tacto, y los radios llevaban bandas ornamentales de plata, como una chica de sala de baile lleva ligas. Parecía exigir a gritos las manos de un piloto.

Joshua York se acercó al timón y lo tocó, recorriendo la madera negra y plateada con su pálida mano. Luego lo asió, como si fuera el piloto, y por un largo instante se quedó en aquella posición, con el timón entre las manos y sus ojos grises llenos de melancolía mientras contemplaba la noche y la niebla impropia del mes de junio. Todos los demás guardaron silencio y, por un momento, Abner Marsh casi pudo sentir que el barco se movía, por algún río oscuro de la mente, en un viaje extraño e interminable.

Joshua York se volvió entonces y rompió el encanto:

—Abner —dijo—, me gustaría aprender a pilotar este barco. ¿Puede usted enseñarme?

—Quiere ser piloto, ¿eh? —contestó Marsh, sorprendido. No le costaba ningún esfuerzo imaginarse a York como propietario o capitán, pero pilotar era algo muy distinto, aunque el mero hecho de que se lo pidiera le predispuso a bien con su socio, como si al fin comprendiera algo de sus pensamientos. Abner Marsh sabía bien lo que era desear ser piloto—. Bien, Joshua —respondió—, yo he pilotado durante bastante tiempo y es la sensación mejor del mundo, pero no es algo que se consiga en un momento, no sé si me entiende…

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