George Martin - Sueño del Fevre

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Sueño del Fevre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

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—¡Por el vapor más veloz del río! —contestó Marsh, y bebieron. Casi se atragantó. La bebida privada de York bajaba como un fuego, abrasándole la parte de atrás de la garganta y extendiendo su calor por las entrañas, pero tenía también una especie de dulzor empalagoso y un asomo de aroma desagradable que toda su fuerza y su dulzor no acababan de ocultar. Marsh pensó que sabía como si algo se hubiera podrido en la botella.

Joshua York se tomó su copa con un único y largo movimiento, echando atrás la cabeza. Luego la dejó a un lado, contempló a Marsh y se rió otra vez.

—Esa mirada suya, Abner, resultaba maravillosamente grotesca. No se sienta obligado a cumplidos. Ya se lo advertí. ¿Por qué no toma ahora un poco de jerez?

—Creo que sí —replicó Marsh—. Decididamente, lo tomaré.

Más tarde, cuando dos copas de jerez hubieron borrado el sabor de la extraña bebida de la garganta de Marsh, charlaron un poco.

—¿Cuál es nuestra siguiente etapa, después de San Luis, Abner?—le preguntó York.

—Nueva Orleans. No hay otra ruta mejor para un barco de este tamaño.

York le obsequió con un nervioso movimiento de cabeza.

—Lo sé, Abner. Tenía curiosidad por enterarme de cómo pensaba usted convertir en realidad su sueño de batir al Eclipse . ¿Lo buscará y lo desafiará? Lo deseo, siempre que eso no nos retrase demasiado o nos aparte de nuestra ruta.

—Me gustaría que fuera así de sencillo, pero no lo es. Diablos, Joshua, hay miles de vapores en el río, y a todos les encantaría batir al Eclipse . Pero éste también tiene que hacer viajes, igual que nosotros, y trasladar pasajeros y carga. No puede estar compitiendo en carreras continuamente. De todos modos, su capitán sería un estúpido si aceptara nuestro desafío. ¿Quiénes somos nosotros, dígame? Un nuevo vapor recién salido de New Albany del que nadie ha oído hablar. El Eclipse tendría todo que perder y nada a ganar si corriera contra nosotros —vació otra copa de jerez y pidió a York que la volviera a llenar—. No, primero tenemos que dedicarnos a lo nuestro y crearnos una buena reputación. Que en todo el río se conozca al Sueño como un barco rápido. Muy pronto, la gente empezará a hablar de eso, y a preguntarse qué sucedería si el Sueño del Fevre y el Eclipse se enfrentaran. Quizá nos lo encontremos un par de veces en el río y lo adelantemos. Se empezará a hablar, y comenzarán las apuestas. Quizás hagamos alguno de los recorridos que hace el Eclipse y superemos sus tiempos. El vapor más rápido se lleva la mejor carga, ¿sabe? Los plantadores, exportadores y demás quieren sus mercancías en el mercado lo antes posible, y por eso escogen el barco más rápido. Y así, con el tiempo, la gente empezará a pensar que nosotros somos los más veloces del tramo bajo del río y empezará a llovernos la carga, y le daremos al Eclipse donde más le duele, en el bolsillo. Entonces, verá lo fácil que resulta conseguir una carrera contra él para ver de una vez por todas quién supera a quién.

—Comprendo —dijo York —. ¿Entonces, este viaje a San Luis va a ser el punto de partida de nuestra reputación?

—Bueno, de momento no intento batir ninguna marca. Nuestro barco es muy nuevo y no quiero forzarlo. Ni siquiera tenemos a bordo todavía a nuestros pilotos titulares, ni nadie sabe aún cómo se comporta. Además, tenemos que darle a Whitey un poco de tiempo para solucionar pequeños problemas en los motores y preparar adecuadamente a la tripulación —dejó en la mesilla la copa vacía—. Eso no quiere decir que no podamos iniciar alguna otra cosa —dijo con una sonrisa—. Ya encontraremos algo que nos convenga, ya verá.

—Bien —respondió York—. ¿Más Jerez ?

—No —contestó Marsh—. Creo que deberíamos continuar en el bar. Le invito a una copa allí. Le garantizo que tendrá mejor sabor que esa maldita botella suya.

—Encantado —sonrió York.

Aquella noche no fue como las demás para Abner Marsh. Fue una noche mágica, como un sueño. Pareció tener cuarenta o cincuenta horas, y cada una de ellas impagable. El y York estuvieron levantados hasta el alba, bebiendo y charlando y dando vueltas por la maravilla de barco que acababan de construir. Al día siguiente, Marsh se despertó de tal forma que apenas pudo recordar la mitad de lo que habían hecho la noche anterior. Pero algunos momentos quedaron fijos en su memoria.

Recordaba cuando entraron en el gran salón, superior al del mejor hotel del mundo. Los candelabros brillaban, las lámparas lucían y las lágrimas de cristal refulgían. Los espejos hacían que la sala pareciera el doble de ancha. Una multitud se agolpaba junto a la barra charlando de política y cosas así. Marsh se unió a ella durante un rato y escuchó a la gente quejarse de los abolicionistas y discutir sobre si Stephen A. Douglas debía ser el próximo presidente, mientras York saludaba a Smith y Brown, que estaba en una de las mesas jugando a las cartas con algunos plantadores y un notorio jugador. Alguien tocaba el gran piano, las puertas de los camarotes se abrían y cerraban continuamente y toda la sala brillaba de luces y risas.

Más tarde, recorrieron un mundo diferente en la cubierta principal; la carga apilada por todas partes, con los cargadores y pasajeros de cubierta dormidos sobre rollos de cuerda y sacos de azúcar, una familia reunida en torno a un pequeño fuego encendido para cocinar algo, un borracho tumbado tras las escaleras. La sala de máquinas estaba inundada del resplandor rojo de los hornos y Whitey estaba en medio, con su camiseta manchada de sudor y la barba llena de grasa, gritándoles a los marineros para hacerse oír por encima del siseo del vapor y el chunkachunka de las palas al surcar el agua. Las bielas resultaban impresionantes al girar adelante y atrás en poderosos golpes. Se quedaron un rato contemplándolas, hasta que el calor y el olor del aceite empezó a ser molesto para ellos.

Poco después, subieron a la cubierta superior, pasándose una botella, tropezando y charlando de frente al frío y al viento. Las estrellas brillaban como los diamantes de una dama sobre sus cabezas y las banderas del Sueño del Fevre se agitaban en los mástiles de popa y de proa, y el río a su alrededor era más negro que el esclavo más negro que Abner hubiera visto nunca.

Así pasaron toda la noche, con Daly en la torreta de la cabina del piloto, llevándoles a una marcha moderada —nada comparado con lo que podían alcanzar, como bien sabía Marsh— por el oscuro Ohio, con el vacío a su alrededor. Era un viaje encantado, sin tocones, troncos o bancos de arena que pudieran molestarles. Sólo en un par de ocasiones tuvieron que lanzar una sonda para comprobar la profundidad, y en ambas encontraron suficiente agua al dejar caer la plomada. En la orilla se divisaban unas cuantas casas, la mayoría a oscuras y bien cerradas para pasar la noche, menos una en la que se veía una lámpara encendida en la ventana. Marsh se preguntó quién estaría despierto allí, y que pensaría al ver pasar el vapor. Debía ser un buen espectáculo, con todas las cubiertas encendidas y la música y las risas esparciéndose sobre las aguas, y las chispas y el humo de las chimeneas, y el nombre bien grande en la rueda, Sueño del Fevre , con sus bonitas letras azules orladas de plata. Casi deseó estar en la orilla sólo para verlo.

El momento culminante se produjo poco antes de la medianoche, al hacerse visible otro vapor que batía el agua delante de ellos. Cuando Marsh lo vio, asió a York por el codo y lo condujo a la cabina del piloto. Había gente allí. Daly seguía junto al timón, con una taza de café en las manos, y los otros dos pilotos y tres pasajeros estaban sentados en el sofá detrás de él. Los pilotos no habían sido contratados por Marsh, pero cualquier piloto se podía mover por cualquier barco que deseara según la costumbre establecida en el río, y habitualmente subían a la cabina para charlar con el encargado de llevar el timón y comentar cosas del río. Marsh los ignoró.

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