La puerta del camarote de York se abrió.
Marsh echó una mirada a los ojos de York y su boca se abrió, a punto de gritar. La sirena volvió a sonar y se apresuró a gesticular al piloto para que se detuviera. Se hizo el silencio.
—¡Entre aquí! —dijo Joshua York con un frío susurro Marsh entró y York cerró la puerta tras él de un golpe. Marsh le oyó echar la llave. Una vez cerrada la puerta, el camarote permaneció totalmente a oscuras. Por las ventanas, cubiertas de gruesas cortinas, no penetraba ni una pizca de luz. Marsh se sentía como si se hubiera quedado ciego. Sin embargo, en su mente quedó la imagen de lo último que viera antes de que se cerrara sobre él la oscuridad; Joshua York, de pie junto a la puerta, desnudo como el día que llegó al mundo, con su piel de un blanco como el alabastro, pálido como un muerto, con los labios fruncidos en ademán furioso y los ojos como dos rendijas grises, humeantes como la entrada del infierno.
—Joshua —dijo Marsh—, ¿puede encender una lámpara o correr las cortinas? No veo nada.
—Yo veo lo suficiente —replicó la voz de York desde algún punto de la oscuridad. Marsh no le había oído moverse. Se volvió y tropezó con algo—. ¡Quédese quieto!—le ordernó York, con tal dureza e ira en la voz que Marsh no tuvo más remedio que obedecer—. Quieto. Voy a encender una luz antes de que me destroce el camarote.
Una cerilla brilló en un rincón y York encendió con ella la lámpara de cabecera, sentándose a continuación en el borde de su revuelta cama. Se había puesto unos pantalones pero su rostro seguía teniendo el mismo aspecto frío y terrible.
—Siéntese —dijo York —. Y ahora, ¿por qué ha venido? Le advertí que no lo hiciera, y más vale que tenga una buena razón.
Marsh empezó a enfurecerse. Nadie podía hablarle en aquel tono, absolutamente nadie.
—Tenemos el Sureño al lado, York —le contestó—.Es el barco más rápido del río, consigue superar a todos. Me dispongo a que nuestro barco le persiga y pensé que querría usted verlo. Si no cree que esto es razón suficiente para hacerle levantarse de la cama, no es usted un hombre de río y nunca lo será. Y cuide sus modales conmigo, ¿me oye?
Algo refulgió en los ojos de York, quien hizo ademán de incorporarse, pero al instante se detuvo y volvió a dejarse caer en su asiento.
—Abner —dijo. Hizo una pausa y frunció el ceño—. Lo siento. No pretendía faltarle al respeto ni atemorizarle. Su intención era buena.
Marsh se sorprendió al ver que el puño de York se cerraba con violencia; después se relajó. York cruzó el camarote en tres pasos rápidos y resueltos. Sobre el escritorio descansaba la botella de aquella bebida suya, la que Marsh le había hecho abrir la noche anterior. Se sirvió una copa entera, echó atrás la cabeza y la apuró de un solo trago.
—¡Ah! —dijo en un suspiro. Se volvió y se quedó de nuevo frente a Marsh—. Abner, le he dado su barco soñado, pero no es un regalo. Hicimos un trato. Tiene usted que cumplir mis condiciones, respetar mis excentricidades y no hacer preguntas. ¿Pretende usted saltarse su parte de nuestro trato?
—¡Soy un hombre de palabra! —respondió Marsh al instante.
—Bien —dijo York—. Ahora, atienda: su intención era buena, pero se equivocó al despertarme como lo ha hecho. No vuelva a repetirlo. Nunca, por ninguna razón.
—¿Y si salta la caldera y el barco se incendia? ¿Prefiere usted que le deje asarse ahí?
Los ojos de York brillaron a la media luz de la lámpara.
—No —admitió—. Pero casi sería más seguro para usted si lo, hiciera. Cuando me despiertan de repente pierdo el control, y no soy el mismo. En ocasiones así, he llegado a hacer cosas de las que después me he arrepentido. Por esto me he portado tan rudamente con usted. Le ruego que me disculpe, pero podría suceder otra vez, o algo aún peor. ¿Me comprende, Abner? Nunca entre aquí si tengo la llave echada.
Marsh frunció el ceño, pero no supo qué decir. Después de todo, había roto el pacto; si York se ponía de aquella manera simplemente porque lo había despertado, era problema suyo.
—Le comprendo —contestó—. Acepto sus disculpas, y le presento las mías, si sirve de algo. Y ahora, ¿quiere usted subir conmigo y ver cómo pasamos al Sureño ? Ya está usted despierto y…
—No —contestó York con rostro irritado—. No se trata de que no me interese, Abner, al contrario. Sin embargo, quiero que lo comprenda, el descanso durante el día es vital para mí. No soporto la luz del sol. Me quema, me resulta insoportable. ¿Se ha quemado usted alguna vez? Ya ha visto lo blanco que soy, el sol y yo somos incompatibles. Se trata de un asunto médico, Abner. Y no quiero hablar más del tema.
—Muy bien —contestó Marsh. Bajo sus pies, la cubierta empezó a vibrar ligeramente.-La sirena del vapor emitió de nuevo su agudo pitido.
—Salimos del embarcadero —dijo Marsh—. Tengo que irme, Joshua. Lamento haberle molestado, de veras.
York asintió, se volvió y empezó a servirse otra copa de su horrible bebida.
—De acuerdo —murmuró, dando esta vez un pequeño sorbo—. Váyase, nos veremos esta noche, en la cena.
Marsh avanzó hacia la puerta, pero la voz de York le hizo detenerse antes de abrirla.
—Abner.
—¿Sí?
Joshua York le dirigió una leve y pálida sonrisa.
—¡Vénzale, Abner, vénzale!
Marsh sonrió y abandonó el camarote.
Cuando llegó a la cabina del piloto, el Sueño del Fevre había retrocedido hasta salir del embarcadero y estaba invirtiendo la marcha de las palas. El Sureño ya se había distanciado bastante, río abajo. En la cabina del piloto había media docena de pilotos sin trabajo, charlando y mascando tabaco, y cruzando apuestas sobre si alcanzarían o no al otro vapor. Incluso el señor Daly había interrumpido su descanso para subir a observar. Todos los pasajeros se dieron cuenta de que se preparaba algo; la cubierta inferior estaba repleta de gente sentada sobre la barandilla y toda la parte de proa llena a rebosar. Todos querían verlo bien.
Kitch hizo girar el gran timón negro y plateado y el barco se encaminó hacia el canal principal, deslizándose en la brava corriente en pos de su rival. El piloto pidió más vapor. Whitey puso más leña en los hornos y obsequió a la gente de la orilla con unas grandes nubes de humo negro y denso, al tiempo que aceleraban. Abner Marsh se situó tras el piloto, apoyado en su bastón, y oteó el horizonte. El sol de la tarde brillaba sobre las claras aguas azules, emitiendo reflejos cegadores que bailaban y temblaban hasta lastimar los ojos, excepto en la estela que dejaba el paso del Sureño , cuyas palas rompían la superficie del agua en mil fragmentos.
Por un instante, pareció cosa fácil. El Sueño del Fevre se lanzó hacia adelante, lanzando vapor y humo, con las banderas americanas ondeando como diablos a popa y a proa y los motores rugiendo bajo la cubierta. La distancia entre los dos barcos empezó a disminuir visiblemente. Sin embargo, el Sureño no era el Mary Kaye ; no era un vapor de ruedas en popa del tres al cuarto, al que se pudiera adelantar a voluntad. No transcurrió mucho tiempo antes de que su capitán y su piloto advirtieran de qué iba la cosa, y su respuesta fue un burlón cambio de velocidad. Su humo se hizo más denso y llegó casi hasta el rostro de Marsh. La estela que dejaba en el agua se hizo también más violenta, y Kitch tuvo que apartar un poco el barco de su línea para evitarla, perdiendo así buena parte del impulso que le daba la corriente. La distancia entre ambos volvió a agrandarse, y luego se mantuvo estable.
—Siga tras él —le dijo Marsh al piloto cuando quedó claro que ambos barcos mantenían sus posiciones. Salió de la cabina y fue en busca de Hairy Mike Dunne, a quien localizó por fin en el castillo de proa de la cubierta principal con las botas sobre una gran caja y un cigarro en la boca.
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