—El diablo me lleve —contestó Abner —si sé decir por qué, pero yo también siento lo mismo. No se apure, podemos largarnos de aquí a toda prisa.
—Bien —asintió York con una sonrisa—. Pero antes, tengo que hacer una última tarea.
Apartó su plato y abrió el mapa que había llevado consigo a la mesa.
—Mañana al anochecer, quiero que lleve el Sueño del Fevre río abajo.
—¿Río abajo?—repitió Marsh asombrado—. Diablos, después de la ciudad no hay nada para nosotros río abajo. Algunas plantaciones, muchos pantanos y meandros, y luego el delta.
—Mire —dijo York. Su dedo trazó un itinerario Mississippi abajo—. Seguiremos el río por aquí hasta este punto, nos desviaremos por esa ensenada y descenderemos unos diez kilómetros más hasta este punto. No tardaremos mucho y podemos volver la noche siguiente a Nueva Orleans para embarcar a los pasajeros para San Luis. Quiero hacer una pequeña bajada a tierra aquí —y señaló un lugar del mapa.
Abner Marsh tenía ante sí un suculento filete pero lo ignoró, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para observar el lugar que señalaba York.
—Cypress Landing —leyó en el mapa—. Bueno, no sé…
Echó una mirada alrededor, por el comedor principal, vacío ahora en sus tres cuartas partes al no haber pasajeros a bordo. Karl Framm, Whitey Clake y Jack Ely comían en el extremo opuesto de la gran mesa.
—Señor Framm —dijo Marsh—, ¿puede venir un minuto?
Cuando el aludido llegó hasta ellos, Marsh le señaló la ruta que York acababa de trazar.
—¿Puede usted pilotar río abajo y llegar hasta esa ensenada de ahí, o no se puede con nuestro calado?
—Algunos de estos recodos son muy anchos y profundos, pero en otros habría problemas incluso para pasar con una yola, así que no le digo nada de un vapor —contestó el piloto, encogiéndose de hombros—. Sin embargo, pese a todo, podré conseguirlo. Ahí hay embarcaderos y plantaciones, y otros vapores llegan hasta ellos, aunque la mayoría no son tan grandes como el nuestro. Será un viaje lento, eso seguro. Tendremos que echar la sonda continuamente, y deberemos tener mucho cuidado con los bancos de arena y los tocones flotantes; además, deberemos talar las ramas de los árboles con cierta frecuencia si no queremos que nos destrocen a golpes las chimeneas —se inclinó para observar de cerca el mapa—. ¿Dónde vamos? Yo sólo he hecho ese recorrido una vez o dos.
—Vamos a un lugar llamado Cypress Landing —dijo Marsh. Framm apretó los labios con gesto pensativo.
—No debe ser nada extraordinario. Allí está la plantación del viejo Garoux. Los vapores solían atracar en el embarcadero con regularidad, para cargar batatas y caña de azúcar con destino a Nueva Orleans. Garoux murió hace cierto tiempo, él y toda su familia, y no he oído gran cosa de Cypress Landing desde entonces. Aunque, ahora que recuerdo, corren algunas historias divertidas sobre esa parte. ¿Por qué nos dirigimos allí?
—Cuestión personal —intervino York—. Limítese a intentar llegar, señor Framm. Zarparemos mañana al anochecer.
—Usted es el capitán… —murmuró Framm, antes de regresar a su comida.
—¿Dónde diablos está esa leche?—se quejó Abner. Miró alrededor. El camarero, un joven negro alto y esbelto, remoloneaba junto a la puerta de la cocina—. Tráigame la cena —le gritó Marsh. El muchacho se sobresaltó visiblemente. Marsh se volvió a York—. Ese viaje… ¿es parte de lo que me contó el otro día?
—Sí —dijo simplemente Joshua.
—¿Es peligroso?—preguntó Marsh.
Joshua se encogió de hombros.
—No me gusta nada ese asunto de los vampiros —prosiguió Marsh, bajando el tono de voz hasta hacerlo casi un susurro cuando pronunció la palabra vampiro.
—Pronto terminará todo, Abner. Haré una visita a esa plantación, atenderé unos asuntos pendientes, regresaré con algunos amigos, y todo habrá acabado.
—Déjeme ir con usted en esta ocasión —dijo Marsh—. No digo que no le crea, pero me sería más fácil convencerme si pudiera ver a uno de esos… ya sabe, con mis propios ojos.
Joshua le observó. Marsh le sostuvo la mirada unos segundos, pero había en los ojos de York algo que parecía salir de ellos y tocarle. De repente, sin proponérselo, tuvo que apartar la mirada. Joshua plegó el mapa del río.
—No creo que sea aconsejable —dijo—, pero pensaré en ello. Perdóneme, tengo asuntos que solucionar —añadió, al tiempo que se levantaba y abandonaba la mesa.
Marsh miró cómo se alejaba, sin saber muy bien qué acababa de suceder entre York y él. Por último, murmuró un “a la mierda, pues”, y volcó de nuevo su atención en el filete.
Horas después, Abner Marsh tuvo una visita.
Estaba ya en su camarote, intentando dormir. El suave golpeteo en la puerta lo despertó como si se hubiera tratado de un trueno, y Marsh descubrió que el corazón le latía apresuradamente. Por alguna razón, sentía miedo. El camarote estaba totalmente a oscuras.
—¡Maldita sea! ¿Quién es?—exclamó.
—Sólo Toby, capitán —respondió el visitante con apenas un susurro.
Los temores de Abner Marsh se fundieron rápidamente, y le parecieron casi estúpidos. Toby Landyard era el espíritu más pacífico que nunca había pisado un barco, y también uno de los más sumisos.
—Entra —dijo Marsh, al tiempo que encendía la lámpara de la mesilla de noche antes de que la puerta se abriera.
Fuera habían dos hombres. Toby tenía unos sesenta años y era calvo, salvo una franja de cabello gris plateado alrededor del cráneo negro, y el rostro gastado y arrugado y negro como un par de viejas y cómodas botas. Junto a él estaba otro negro más joven, un hombre bajo y robusto vestido con un traje bastante caro. A la luz mortecina de la lámpara, pasó un momento antes de que Marsh le reconociera como Jebediah Freeman, el barbero que habían contratado en Louisville.
—Capitán —dijo Toby—, queremos hablar con usted en privado, si no le importa.
Marsh les hizo un gesto para que pasaran.
—¿Qué significa todo esto, Toby? —preguntó, mientras cerraba la puerta.
—Somos una especie de representantes o portavoces —dijo el cocinero—. Usted hace mucho tiempo que me conoce capitán, y sabe que no le mentiría.
—Claro que lo sé —contestó Marsh.
—Y tampoco le abandonaría. Usted me concedió la libertad y todo lo que tengo, sólo por haber cocinado para usted. Pero algunos de los otros negros, los mozos y marineros, no quieren hacernos caso a Jebediah y a mí cuando les contamos lo buen hombre que es usted. Tienen miedo, y están a punto de huir del barco. El camarero que les sirvió la cena los escuchó a usted y al capitán York hablando de que pensaban dirigirse a ese sitio, Cypress Landing, y ahora todos los negros lo comentan.
—¿Cómo? —exclamó Marsh—. Ninguno de vosotros dos ha estado nunca allí. ¿Qué significa para vosotros Cypress Landing?
—Nada en absoluto —dijo Jeb—, pero algunos de esos otros negros han oído hablar del lugar. Hay historias sobre la plantación, capitán. Historias tétricas. Todos los negros evitan pasar por allí, por las cosas que suceden, cosas terribles, capitán. Terribles.
—Y por eso venimos a pedirle que no bajemos hasta allí, capitán —dijo Toby—. Y usted ya sabe que nunca hasta ahora le había pedido nada.
—Ni un cocinero ni un barbero van a decirme dónde llevar o no mi barco —respondió con gesto serio Abner Marsh. Sin embargo, observó el rostro de Toby y dulcificó su semblante—. No va a suceder nada —les prometió—, pero si vosotros dos queréis aguardar aquí en Nueva Orleans, quedaros. Para un viaje tan corto como este no necesitamos cocinero ni barbero.
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