—Déjeles que tengan su escándalo, si eso les complace —le dijo—. Valerie está interesada en nuestro barco, y yo tengo el placer de mostrárselo. Entre nosotros no hay más que amistad, tiene usted mi palabra —pareció casi triste al decirlo—. Desearía que no fuera así, pero es la verdad.
—Será mejor que tenga muchísimo cuidado con lo que desea —respondió Marsh de forma terminante—. Ese Ortega puede considerar el asunto desde otro punto de vista. Es de Nueva Orleans, probablemente un criollo de eso que montan un duelo por cualquier cosa, Joshua.
—No tengo miedo de Raymond —sonrió Joshua—, pero gracias por el aviso, Abner. Y ahora, por favor, déjenos a Valerie y a mí encargarnos de nuestros propios asuntos.
Marsh así lo hizo, pero no muy tranquilo. Estaba seguro de que Ortega causaría problemas en un momento u otro, sobre todo cuando Valerie Mersault pasó a convertirse la compañía constante de Joshua durante las noches siguientes. Aquella mujer estaba cegando a York ante todos los peligros que le acechaban, pero Marsh nada podía hacer al respecto.
Y aquello sólo fue el principio. En cada parada, subían más extraños, y Joshua York siempre les ofrecía camarotes. En Bayou Sara, él y Valerie dejaron una noche el Sueño del Fevre y regresaron con un hombre pálido y pesado llamado Jean Ardant. Pocos minutos de navegación más allá, el barco se detuvo junto a un puesto de leña y Ardant fue a recoger a un dandy de rostro cetrino llamado Vincent. En Baton Rouge, embarcaron cuatro extraños seres más, y otros tres en Donaldsonville.
Y luego estaban las comidas. Cuando el extraño grupo comenzó a crecer, Joshua York ordenó montar una mesa en el salón de la cubierta principal, y allí cenaba a medianoche con sus compañeros, los antiguos y los nuevos. Primero acompañaban al resto de pasajeros en la cena, pero después montaban sus festines privados. La costumbre se inició en Bayou Sara. Marsh le hizo saber en una ocasión a Joshua la ilusión que le producía una buena cena a medianoche, pero no consiguió con ello ser invitado. Joshua se limitó a sonreír y las cenas continuaron, con un número creciente de comensales noche tras noche. Por fin, la curiosidad venció a Marsh y se las ingenió para pasear un par de noches por aquella cubierta y observar por la ventana. No había mucho que ver. Sólo unos tipos comiendo y bebiendo. Las lámparas de aceite encendidas eran escasas y estaban amortiguadas; las cortinas medio corridas. Joshua presidía la mesa, Simon estaba a su derecha y Valerie a su izquierda. Todos bebían el extraño licor de Joshua, varias de cuyas botellas habían sido abiertas.
La primera vez que Marsh merodeó por alli, Joshua hablaba animadamente mientras el resto le escuchaba. Valerie le contemplaba casi con veneración. La segunda vez, Joshua atendía las palabras de Jean Ardant, con una mano posada distraídamente en el mantel. Sin advertir la presencia de Marsh, Valerie colocó su mano sobre la de Joshua. Este la miró y sonrió. Valerie le devolvió la sonrisa. Abner Marsh miró rápidamente a Raymond Ortega, murmuró un “maldita mujer” en voz baja y se alejó rápidamente, con gesto huraño.
Marsh intentó encontrarle sentido a todo aquello; a los extraños desconocidos, a las misteriosas idas y venidas, a lo que Joshua York le había contado de los vampiros. No era fácil, y cuanto más pensaba más confuso se sentía. La biblioteca del Sueño del Fevre no tenía libros sobre vampiros, ni nada parecido, y no iba a entrar a escondidas en el camarote de York otra vez. En Baton Rouge, bajó a tierra y tomó unas copas en varios lugares que le parecieron adecuados, con la esperanza de lograr alguna información. Cuando le pareció oportuno, introdujo en la charla el tema de los vampiros, habitualmente por el sistema de volverse hacia los que estaban bebiendo en su compañía diciendo “oye, ¿has oído hablar alguna vez de vampiros en este río?” Suponía que era más seguro mencionar el tema allí que en el vapor, donde la mera mención podía dar lugar a cualquier chismorreo.
Algunos se rieron de él o le dedicaron miradas de extrañeza. Un negro emancipado, un tipo fornido del color del hollín con la nariz rota al que se acercó Marsh en una taberna especialmente cargada de humos, desapareció en cuanto le hizo la pregunta. Otros parecían saber bastante sobre vampiros, aunque ninguna de sus historias tenía nada que ver con el Mississippi. Oyó repetido todo lo que Joshua le había contado sobre cruces, ajo y ataúdes llenos de tierra, y mucho más.
Marsh volvió a observar a York y sus compañeros durante la cena, y después en el gran salón. Le habían dicho que los vampiros no comían ni bebían, pero Joshua y los demás tomaban cantidades abundantes de vino, whisky y coñac cuando no bebían la cosecha privada de York, y todos ellos mostraban un gran entusiasmo cuando había que hacer justicia a un buen pollo o a unas costillas de cerdo.
Joshua llevaba siempre su anillo de plata, con un zafiro grande como un huevo de paloma, y nadie parecía preocuparse demasiado por la plata que adornaba el salón. En la mesa, además, utilizaban con gran soltura los cubiertos de plata, mucho mejor que la mayoría de los tripulantes del Sueño del Fevre .
Y cuando de noche se encendían las grandes lámparas, los espejos del gran salón refulgían y daban vida, en cada uno de sus lados, a multitudes de reflejos refinadamente vestidos, que bailaban, bebían y jugaban a cartas como gente normal en un salón normal. Joshua siempre estaba donde tenía que estar, sonriendo, reflejándose de espejo en espejo, codo a codo con Valerie, charlando de política con un pasajero, atendiendo a las leyendas del río de Framm, hablando en voz baja con Simon o Jean Ardent. Cada noche, mil Joshuas York recorrían el Sueño del Fevre y sus salones alfombrados, todos tan vivos y magníficos como el original. También sus compañeros se reflejaban en los espejos.
Aquello debiera haberlo tranquilizado, pero la mente lenta y suspicaz de Marsh seguía intranquila. Hasta que llegaron a Donaldsonville no urdió ningún plan para intentar acabar con su inquietud. Bajó a tierra con un tonelete y lo llenó de agua bendita en una iglesia católica próxima al río, luego llamó al muchacho que servia la mesa de York y le dio cincuenta centavos.
—Llénale el vaso de agua al capitán York con esto en la cena, ¿entendido? —le dijo—. Quiero gastarle una broma.
Durante la cena, el muchacho no dejó de observar a York, expectante, aguardando a que la broma surtiera efecto. No tuvo suerte. Joshua se tragó el agua bendita sin ninguna reacción.
—Bueno, maldita sea —se dijo más tarde Marsh—. Esto lo deja todo aclarado.
Pero no fue así, y aquella noche Abner Marsh se ausentó del gran salón para meditar un poco. Llevaba un par de horas sentado en la cubierta superior, solo, con la silla inclinada hacia atrás y los pies sobre la barandilla, cuando escuchó un rumor de faldas en la escalera.
Apareció Valerie y se le acercó, sonriendo.
—Buenas noches, capitán Marsh —dijo la muchacha.
La silla de Abner resonó con estrépito al caer sobre la cubierta cuando Marsh bajó de pronto las botas botas de la barandilla, azorado.
—Los pasajeros no deben subir a esta cubierta —dijo, tratando de ocultar su enojo.
—Abajo hacía mucho calor y pensé que aquí se estaría mejor.
—Bien, es cierto —contestó Marsh con un titubeo.
No se le ocurrió nada qué decir a continuación. La verdad era que las mujeres siempre le hacían sentirse incómodo. No había lugar para ellas en el mundo de un marinero del río, y Marsh no había aprendido nunca del todo la forma de tratarlas. Las mujeres bellas aún le intranquilizaban más, y Valerie era tan desconcertante como una dama elegante de Nueva Orleans.
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