George Martin - Sueño del Fevre

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Sueño del Fevre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

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—¡Fuera de aquí! Fuera inmediatamente de mi cubierta. ¿Qué clase de mujer es usted? Largo de aquí. No es más que una… ¡Fuera!

El rostro de Valerie se volvió hacia él, con una extraña mueca.

—No.

—¿Por qué diablos no?—rugió Marsh—. ¡Ya la ha oído!

—Eso no significa nada —replicó con calma York—. Si acaso, me hace quererla un poco más. Lo hacía por mí, Abner. Se preocupa de mí más de lo que yo esperaba, más de lo que osaba pretender.

Abner maldijo furiosamente.

—No tiene usted ni un poco de sentido común.

—Quizá no —sonrió levemente Joshua—. Pero no es de su incumbencia, Abner. Deje que yo me ocupe de Valerie. No le causará más problemas. Sólo estaba asustada.

—Asustada de Nueva Orleans —dijo Marsh—. De los vampiros. Ella lo sabe…

—¿Está seguro de que puede manejar el lío en el que está? Si no quiere que atraquemos en Nueva Orleans, dígalo, maldita sea! Según Valerie…

—¿Y qué opina usted, Abner? —preguntó York.

Marsh le miró largo rato.

—Creo que vamos a Nueva Orleans —contestó.

Ambos se echaron a reír.

Y así fue como al amanecer del día siguiente el Sueño del Fevre entró en Nueva Orleans, con el pulcro Dan Albright al timón y Abner Marsh orgulloso en el puente, con su tabardo de capitán y su gorra nueva. El sol brillaba en un cielo azul intenso y todos los tocones y bajíos quedaban señalados por los rizos dorados de las aguas, por lo que el piloto pudo maniobrar con facilidad y el vapor realizó un buen tiempo. El embarcadero de Nueva Orleans estaba repleto de vapores de todos los estilos, y de todo tipo de embarcaciones a vela. El río estaba vivo bajo la música de sus sirenas y campanas. Marsh se apoyó en su bastón y contempló la ciudad que relucía ante él, enorme, mientras escuchaba al Sueño d el Fevre saludar a los demás barcos con su campana y su larga y potente sirena. Había estado muchas veces en Nueva Orleans durante su vida junto al río, pero nunca como esta vez, en el puente de su propio vapor, el barco más grande, más lujoso y más marinero de cuantos abarcaba la vista. Se sintió el dueño de la creación.

Sin embargo, una vez amarrados al embarcadero, había mucho trabajo que hacer, mercancías que descargar, consignaciones que obtener para el viaje de regreso a San Luis, anuncios para los periódicos locales. Marsh decidió que la compañía debería abrir una oficina estable allí, por lo que se dedicó a buscar el lugar adecuado para ésta y a realizar las gestiones necesarias para abrir una cuenta bancaria y conseguir un agente. Aquella noche cenó en el hotel St. Charles con Jonathon Jeffers y Karl Framm, pero su mente estuvo bailando de la comida a los peligros que tanto parecía temer Valerie. Se preguntó una vez más en qué estaría metido Joshua York. Cuando regresó al vapor, Joshua charlaba con sus amigos en el salón de la cubierta principal, y nada parecía estar fuera de lugar aunque Valerie —sentada a su lado— tenía un aspecto hosco y abatido. Marsh se fue a dormir y apartó de su mente todas aquellas preocupaciones, a las que apenas dedicó atención durante los días que siguieron. El Sueño del Fevre lo mantuvo demasiado ocupado durante el día, y por la noche cenaba opíparamente en la ciudad, se ufanaba de su barco ante una copa en las tabernas próximas al embarcadero, paseaba por el Vieux Carré admirando a las encantadoras criollas y saboreando la belleza de patios, fuentes y balcones. Al principio, Marsh pensó que Nueva Orleans seguía tan hermosa como la recordaba. Sin embargo, después, poco a poco empezó a invadirlo la inquietud, la vaga sensación de que algo iba mal le hizo contemplar con nuevos ojos el familiar panorama. El tiempo era infernal; de día, hacía un calor opresivo, el aire se tornaba húmedo y denso en cuanto se alejaba uno de la ribera y su refrescante brisa. Día y noche, las cloacas abiertas despedían vapores apestosos, hedores a descomposición que ascendían de las aguas estancadas como perfumes infames. No era extraño que Nueva Orleans se viera asaltada con tanta frecuencia por la fiebre amarilla, pensó Marsh. La ciudad estaba llena de negros emancipados y adorables cuarteronas, ochavonas y griffes vestidas con tanta elegancia como las mujeres de piel blanca. Sin embargo, también estaba llena de esclavos. Se los veía por todas partes, llevando encargos para sus amos, sentados o apiñados con aspecto desesperado en las cárceles para esclavos de las calles Moreau y Common, yendo o viniendo de los grandes mercados de carne humana en largas filas, encadenados, limpiando las cunetas. Incluso en el embarcadero, era imposible escapar a las señales de la esclavitud; los grandes vapores de palas a los costados que servían el comercio de Nueva Orleans siempre iban llenos de negros, y Abner Marsh los vio ir y venir cada vez que se acercaba al Sueño del Fevre . Los esclavos solían estar encadenados casi siempre, tumbados miserablemente entre la carga, sudando bajo el calor de los hornos y las calderas.

—No me gusta nada —se quejó Marsh a Jonathon Jeffers—. No es nada limpio. Y le diré más: no quiero llevar cargamentos de esclavos en mi barco. Nadie va a ensuciar el Sueño del Fevre con una carga de ese tipo ¿entendido?

Jeffers le dedicó una irónica mirada de duda.

—Vaya, capitán, si no traficamos con los esclavos, perderemos un buen montón de dinero. Habla usted como un abolicionista.

—Yo no soy uno de esos condenados abolicionistas —replicó vehementemente Marsh—, pero tengo las ideas claras. Si un caballero quiere llevar consigo uno o dos esclavos como criados, de acuerdo. Les daremos pasajes de camarote o de cubierta, no me importa. Utilizar algunos como estibadores tampoco está mal. Pero no voy a llevarlos como carga, todos encadenados por algún maldito traficante.

A la séptima noche en la ciudad, Abner Marsh se sentía extrañamente inquieto, ansioso por irse. Esa noche Joshua York apareció en la cena con algunos mapas del río en las manos. Marsh había visto muy poco a su socio desde que llegaron.

—¿Qué tal le sienta Nueva Orleans?—preguntó Marsh a York cuando éste se hubo sentado.

—La ciudad es encantadora —contestó York con una voz extrañamente turbada que hizo que Marsh levantara la vista del bollo que estaba untando de mantequilla—. Vieux Carré ha despertado mi admiración. Es sorprendentemente distinta a las demás ciudades del río que hemos visitado, casi europea, y algunas casas de la parte americana son casi tan grandes como las de allí. Sin embargo, no me gusta.

—¿Cómo es eso? —inquirió Marsh, ceñudo.

—Tengo un mal presentimiento, Abner. Esta ciudad… El calor, los colores brillantes, los olores, los esclavos. Está llena de vida Nueva Orleans, pero en sus profundidades está corroída por la enfermedad. Todo aquí es rico y hermoso: la cocina, los modales, la arquitectura; pero debajo de eso… —hizo un gesto con la cabeza—. Uno contempla los maravillosos patios, cada uno con su exquisita fuente, y luego observa todas esas carretas que venden agua del río en toneles, y se da cuenta de que el agua de las fuentes no sirve para beber. Uno saborea las ricas salsas y las especias de los manjares, y luego advierte que éstas tienen la misión de disimular el hecho de que la carne no está en buenas condiciones. Uno pasea por el barrio de St. Louis y pasea la mirada por sus mármoles y esas deliciosas cúpulas a través de las cuales se filtra la luz sobre las rotondas, y advierte entonces que se trata de un famoso emporio de esclavos donde se venden seres humanos como si fueran ganado. Incluso los cementerios son aquí lugares bellos. No hay simples tumbas y cruces de madera, sino grandes mausoleos de mármol, cada uno más altivo que el anterior, con grandes estatuas encima y refinados pensamientos poéticos grabados en piedra. Y, en cambio, dentro de cada uno hay cadáveres en descomposición, llenos de gorgojos y gusanos. Y esos cuerpos han de estar aprisionados entre piedras porque la tierra no es buena siquiera para enterrar, pues las tumbas se llenan de agua. Y, además, ese aroma pestilente flota sobre la hermosa ciudad como un velo mortuorio. No, Abner —continuó York con una mirada extraña, distante, en sus ojos grises—, me gusta la belleza, pero a veces lo que es bello a la vista esconde en su interior lo más asqueroso y malvado. Cuanto antes abandonemos la ciudad, mejor me sentiré.

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