George Martin - Sueño del Fevre

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Sueño del Fevre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

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—Haced que venga Toby —dijo.

El cocinero salió de la cocina, salpicado de harina y aceite.

—¿No le ha gustado la comida, capitán York?—preguntó—. Casi no la ha probado.

—Estaba muy bien, Toby, pero me temo que no tengo mucho apetito a esta hora del día. Sin embargo, aquí estoy. Confío en que esto signifique algo.

—Sí, señor —dijo Toby—. Ahora no habrán problemas.

—Excelente —respondió York. Cuando el cocinero hubo regresado a sus fogones, Joshua se volvió hacia Marsh—. He decidido aguardar un día más. En lugar de esta noche, saldremos mañana al ponerse el sol.

—Muy bien, Joshua. Páseme otro trozo de pastel, ¿quiere?

York sonrió y se lo tendió.

—Capitán, esta noche es mejor que mañana —dijo Dan Albright, quien se estaba limpiando los dientes con un palillo de hueso—. Huelo que se acerca una tormenta.

—Mañana —insistió York. Albright se encogió de hombros.

—Toby y Jeb pueden quedarse en tierra. De hecho —prosiguió York—, sólo quiero llevar los elementos imprescindibles para mantener el barco. Los pasajeros que ya han embarcado serán devueltos a tierra hasta nuestro regreso. Tampoco tomaremos carga, así que los estibadores tienen unos días libres. Sólo llevaremos una guardia, ¿puede hacerse?

—Desde luego —dijo Marsh, al tiempo que echaba una mirada a la larga mesa. Los oficiales observaban a Joshua con curiosidad.

—Mañana al ponerse el sol, pues —dijo York—. Perdóneme. Debo descansar.

Se levantó y por un breve instante pareció tambalearse. Marsh se levantó de la mesa a toda prisa, pero York le hizo un gesto.

—Estoy bien. Me retiraré ahora a mi camarote. Haga que no me molesten hasta que vayamos a zarpar.

—¿No se levantará para la cena?—preguntó Marsh.

—No —sus ojos recorrieron el comedor—. Creo que prefiero la noche. Lord Byron tenía razón. El día es demasiado estridente.

—¿Cómo? —dijo Marsh.

—¿No recuerda? El poema que le recité en los astilleros de New Albany. Le va tanto al Sueño del Fevre . “Ella camina en la belleza…”

—… “como la noche” —continuó Jeffers, colocándose bien las gafas. Abner Marsh le miró, pasmado. Jeffers era un demonio con el ajedrez y con los números, e incluso había hecho teatro, pero Marsh nunca le había oído recitar poemas hasta entonces.

—¡Conoce a Byron! —exclamó York, complacido. Por un instante, casi se pareció a sí mismo.

—Así es —asintió Jeffers. Enarcó una ceja mientras observaba a York—. Capitán, ¿usted cree que aquí en el Sueño del Fevre los días transcurren en calma? Bueno —sonrió—, aquí Hairy Mike y el señor Framm todavía no se han enterado.

Hairy Mike soltó una risotada y Framm protestó.

—Que tenga tres mujeres no quiere decir que no sea tranquilo. Cualquiera de las tres podría atestiguarlo.

—¿De qué diablos están hablando? —interrumpió Abner Marsh. La mayoría de la tripulación y los oficiales parecían tan perplejos como él. Joshua sonrió levemente, de forma esquiva.

—El señor Jeffers me recordaba la estrofa final del poema de Byron —respondió. Y se puso a recitar:

Y en esa mejilla, y en ese gesto,
tan suave, tan calmo, pero elocuente,
las sonrisas que vencen, los colores que brillan,
pero hablan de días pasados en calma
una mente en paz con todo a sus pies
un corazón cuyo amor es inocente.

—¿Somos inocentes, capitán?—preguntó Jeffers.

—Nadie es del todo inocente —replicó York—, pero el poema tiene significado para mí a pesar de eso, señor Jeffers. La noche es hermosa, y podemos esperar que también en su oscuro resplandor encontremos la paz y la nobleza. Demasiados hombres temen a la oscuridad sin razón.

—Quizás —dijo Jeffers—. Sin embargo, a veces debe temerse.

—No —contestó York, y con esto se fue, cortando en seco la escaramuza verbal con Jeffers.

En cuanto se hubo ido, los demás empezaron a levantarse también para acudir a sus tareas, pero Jonathon Jeffers permaneció en su sitio, sumido en sus pensamientos, con la vista puesta en el otro extremo del comedor. Marsh se sentó a terminar su pastel.

—Señor Jeffers, no sé qué sucede en este río. ¡Malditos poemas! ¿Qué bien ha hecho nunca esa palabrería? Si ese Byron tenía algo que decir, ¿por qué no lo expuso llano y claro, en palabras sencillas?

Jeffers le miró de repente, parpadeando.

—Lo siento, capitán —dijo—. Estaba tratando de recordar una cosa. ¿Qué decía?

Marsh se tragó un buen trozo de pastel, lo regó con un poco de café y repitió la pregunta.

—Bien, capitán —dijo Jeffers con una sonrisa de ironía—, lo principal es que la poesía es bella. El modo de encajar las palabras, los ritmos, los cuadros que pintan. Los poemas son bellos cuando se dicen en voz alta. Las rimas, la música interior, la manera de sonar —tomó un sorbo de café—. Es difícil de explicar si no se siente, pero se parece un poco a los vapores, capitán.

—Nunca he visto una poesía más hermosa que un vapor —se rió Marsh.

Jeffers sonrió.

—Capitán, ¿por qué lleva el Luz del Norte ese gran cuadro de la Aurora en la cabina del piloto? No lo necesita. Las palas rodarían igual sin él. ¿ Por qué nuestra cabina, como tantas otras, están adornadas de estrías, tallas y esculturas? ¿Por qué todo vapor que se precie está lleno de buenas maderas y alfombras y cuadros al óleo y marquetería? ¿Por qué llevan la parte superior tan florida nuestras chimeneas? El humo saldría igual si fueran lisas. —Marsh eructó y frunció el ceño—. Se podrían hacer vapores simples y sin adornos —resumió Jeffers—, pero el aspecto que tienen ahora los hace más atractivos a la vista, más agradables para navegar. Lo mismo ocurre con la poesía, capitán. Un poeta puede decir algo directamente, por supuesto, pero cuando le pone ritmo y métrica lo hace más grande.

—Bien, puede ser —dijo Marsh en tono dubitativo.

—Apuesto a que puedo encontrar un poema que incluso a usted le guste —dijo Jeffers—. Uno de Byron, precisamente. Se llama “La destrucción de Senaquerib”.

—¿Dónde está eso?

—Mejor diga ese, no eso —le corrigió Jeffers—. Un poema sobre una guerra, capitán. Tiene un ritmo maravilloso. Galopa como un caballo —se levantó y se estiró el tabardo—. Venga conmigo, se lo mostraré.

Marsh apuró los posos de su café, se retiró de la mesa y siguió a Jonathon Jeffers a popa, a la biblioteca del Sueño del Fevre . Se dejó caer agradecido sobre un gran sillón cargado de cojines mientras el sobrecargo rebuscaba las estanterías llenas de libros que rodeaban la habitación, alzándose hasta el techo.

—Aquí está —dijo Jeffers al fin, asiendo uno de los volúmenes—. Sabía que debíamos tener un libro de Byron por alguna parte.

Pasó las páginas, algunas de las cuales no habían sido cortadas todavía, y procedió a hacerlo con una uña. Al fin, encontró lo que buscaba, adoptó una pose especial y leyó “La destrucción de Senaquerib”.

Marsh hubo de admitir que el poema tenía ritmo, en especial cuando Jeffers lo recitaba, aunque la comparación con el caballo era exagerada. Con todo, le había gustado.

—No está mal —admitió cuando Jeffers hubo terminado—. Aunque no me ha gustado el final. Esos malditos predicadores siempre sacan a Dios por todas partes.

—Lord Byron no era un predicador —se rió Jeffers—. En realidad, era un inmoral, o así se decía.

Adoptó un aire pensativo y empezó a pasar páginas otra vez.

—¿Qué busca?—le preguntó Marsh.

—El poema que intentaba recordar en la mesa —contestó Jeffers—. Byron escribió otro poema sobre la noche, muy distinto a… ¡Ah, aquí está! —sonrió y repasó la página, satisfecho—. Escuche esto, capitán. Se titula “Oscuridad”. Empezó a recitar:

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