– ¿De verdad volaste con alas de águila?
Anaíd se sintió admirada y respetada y por primera vez en ese corto espacio de tiempo la invadió un bienestar desconocido.
– Sí, volé desde muy lejos, desde los Pirineos.
– ¿Sin detenerte?
– Sin detenerme, sin beber ni comer. Por oso estaba exhausta.
– Unihepe dijo que tenías una pierna rota. ¿Cuál de ellas?
Anaíd hizo alarde de su magia y las flexionó. Amushaica se tapó la boca con la mano para reprimir el grito de asombro.
– Está perfectamente.
– La sané yo sola.
– Entonces -musitó con ansiedad-, ¿posees el don?
Aremoga se incomodó. Estaba asistiendo a la mayor exhibición de habla de su nieta, de natural reservada.
– Ya está bien, Amushaica. Basta.
Pero Anaíd ignoró a la abuela y sonrió a la nieta. Leía verdadera admiración en la mirada ingenua de Amushaica.
– Sí. Poseo el don.
Y Amushaica, tras haber dado infinidad de rodeos para explorar ese territorio, se lanzó a la gran pregunta que la corroía:
– ¿Puedes curarme?
Aremoga, recelosa, intervino.
– Amushaica, no moleste más a la señorita.
Pero Anaíd ni siquiera la escuchó.
– ¿Tienes alguna herida?
Amushaica se señaló a sí misma y Anaíd se fijó en que, bajo sus ojos, se formaban ojeras, algo impropio para una chica tan joven.
– Ya no sé qué hacer. Aremoga me dice que tenga paciencia, que aprenda a convivir con mi mal, pero yo quiero volver a correr y a saltar como podía hacer antes de la enfermedad.
– ¿Qué enfermedad?
Aremoga lanzó una mirada autoritaria a Amushaica.
– Sufre una enfermedad de la sangre que afecta a los huesos. No tiene cura. Podemos ayudarla para que no sufra, por eso vive en el bosque desde niña y yo le proporciono los remedios, pero ella desea un milagro.
Anaíd leyó en su mirada el escepticismo que se oponía a la fe ciega de la joven Amushaica. Le molestó. La sabia Aremoga la consideraba incapaz de sanar la enfermedad de su nieta. ¿Acaso no detectaba su infinito poder?
– ¿A ver? -inquirió Anaíd.
Amushaica se desabrochó la bota, se quitó el calcetín y le mostró su pie deformado y su uña del dedo gordo del pie negra e infectada. Tenía mal aspecto.
– Es muy doloroso. Paso noches enteras sin dormir.
Anaíd se arrodilló ante ella e impuso sus manos sobre el pie enfermo de la muchachita. Musitó unas palabras en la lengua antigua y apretó sus palmas contra su piel. La energía fluyó, modeló el pie y regeneró la uña enferma. Al levantar sus manos, Amushaica lanzó una exclamación sincera.
– ¡Me has curado! ¡Eres maravillosa! ¡Lo sabía!
Aremoga, la mujer sabia, no dijo nada, tal y como su naturaleza prudente le aconsejaba.
Anaíd, esperando el aplauso de la abuela, creyó que no la había convencido suficientemente.
– Eso sólo es lo que se ve. Acércate. Curaré tu sangre.
Pasó sus manos sobre el cuerpo de Amushaica y sus manos se detuvieron más tiempo del previsto en el dulce cuello de la paloma guanche. Palpó una a una sus venas palpitantes. Una sed lacerante la tentaba a acercar su boca a esa piel morena. Sintió, sin embargo, la mirada hiriente de Aremoga y continuó con el proceso. Al llegar de nuevo a sus pies, Amushaica saltaba de alegría.
– Me siento fuerte, ya no estoy cansada, ya no me duelen las piernas.
Aremoga, que había estado atenta al proceso, se repuso de su impresión y sujetó a Anaíd del brazo.
– Mi niña, no conozco su Método y temo que Amushaica se haga falsas ilusiones.
– Su curación es definitiva -afirmó Anaíd.
Aremoga frunció el ceño.
– En ese caso…, eso no son buenas artes Omar. ¿Está segura de que su matriarca le autoriza a practicar ese tipo de curaciones?
Anaíd sintió de nuevo crecer la ira dentro de ella. Acababa de dar muestras de una generosidad inaudita, acababa de sanar a la nieta de aquella Omar amargada, acababa de demostrar su fuerza y su poder, y además había puesto sus artes al servicio de la salud de otra Omar. ¿Y Aremoga pretendía sancionarla? Su reacción instintiva fue usar su vara contra la vieja metomentodo, pero en el último momento algo luchó contra ese impulso y se abstuvo. Simplemente levantó su palma mordida por los colmillos mágicos y se la mostró.
– ¿No recuerdas quién me protege? No debéis hacer preguntas, sólo tenéis que obedecerme y servirme.
Aremoga bajó los ojos con humildad.
– Lo que disponga, mi loba.
Anaíd se sintió satisfecha. No pretendía enemistarse con ellas, pero tampoco podía dejarse intimidar. Era ni más ni menos que la elegida, aunque tuviera que mantener su secreto para preservarse.
Amushaica se acercó a Anaíd y besó su mano gentilmente.
– Anaíd, desde hoy cuenta conmigo para servirte. ¿Qué puedo hacer por ti?
Y Anaíd sintió un deseo súbito, un deseo imperioso.
– Quiero ver la cueva de Guahedum.
– ¿Quieres ir a la Degollada de Peraza? -se asombró Amushaica.
– Unihepe me explicó la historia y siento curiosidad.
Aremoga hizo un gesto y Amushaica se llevó las manos a la boca y lanzó un potente silbo.
Anaíd se sintió traicionada.
– ¿A quién avisas?
– A Unihepe. Él se conoce mejor los caminos; Te llevará en un momento.
Anaíd rectificó.
– No. Prefiero que me acompañes tú, y que me expliques la historia de Iballa tú misma.
– Pero… -objetó Amushaica-. Tengo que preparar tus cosas para la marcha. Tu ropa, tu comida, tu pasaje para llegar a Chinet.
Anaíd no pudo soportar la contrariedad.
– El viaje puede esperar.
Amushaica miró suplicante a Aremoga y Aremoga sonrió con dulzura.
– Ve con ella. Que Unihepe os acompañe por la montaña y luego le muestras la cueva tú misma.
Anaíd relajó su tensión. Al poco, el silbo claro y musical de Unihepe anunció su llegada y el muchacho entró con los ojos bajos, pidiendo disculpas a Anaíd por haber traicionado su hospitalidad. Amushaica lo recibió con grandes muestras de alegría y le mostró su pie sano, pero Unihepe estaba tenso y miraba de reojo a Anaíd, inquieto por su reacción, temeroso de su magia. Anaíd lo tranquilizó.
– Nos hemos reconciliado.
Y el bueno de Unihepe se quitó un gran peso de encima.
– Os lo advertí. Es una bruja muy poderosa, mucho. No he visto nunca nada igual.
Y si bien Anaíd recibió el comentario de Unihepe con agrado, Aremoga, al quedarse sola, abandonó su sonrisa y frunció el ceño muy preocupada. Tenía muy poco rato pura mover sus hilos. Y debía darse prisa. La vida de su nieta corría peligro.
Anaíd caminó confiada y tan arropada por la sincera admiración de Unihepe y Amushaica que no atendió a ninguno de los indicios que podían haberla advertido del peligro. A poco que hubiera escuchado los graznidos del cuervo o los gorjeos inquietos de petirrojos, pinzones y gallinuelas, se habría dado cuenta de su equivocación. Pero aunque la hubiera advertido el lagarto somnoliento, su petulancia en aquel momento era tanta que no le hubiera creído.
Una vez llegados a la puerta de la cueva, Anaíd despidió a Unihepe con arrogancia, como si se hubiese pasado la vida dando órdenes.
– Ahora ya puedes dejarnos solas. Amushaica me hará de guía, ¿verdad?
Amushaica estaba encantada de su nueva responsabilidad, a pesar de que se sentía azorada en presencia de una bruja tan poderosa.
El atardecer comenzaba a declinar. El sol, cansado de su periplo, deseaba hundirse en el mar y refrescar sus rayos ardientes. La luz decaía y Anaíd se sentía mucho mejor. Últimamente se resentía del exceso de luz y notaba que la claridad hería sus retinas. Tenía los ojos azules delicados.
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