Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Gunnar contempló sus brazos escuálidos.

– Ya se nota.

– Selene te hechizó.

Gunnar rompió a reír.

– Selene es genial.

El espíritu observó cómo Gunnar hacía los preparativos para cocinar una sopa de champiñones y se permitió objetar.

– Es más nutritiva la sopa campesina.

– Prefiero la crema de champiñones, gracias.

– Te recomiendo que comas cucharadas de azúcar, puñados de frutos secos y alguna tableta de chocolate. Te aportarán energía inmediata.

Gunnar no le hizo el menor caso y, mientras calentaba el cazo y removía la crema de champiñones, se permitió objetar:

– Tu atuendo es el de un excursionista de manual. ¿Cómo un excursionista erudito perece en la montaña? ¿Te dejaste el libro de instrucciones en casa?

El excursionista calló.

– Quien calla otorga.

El excursionista, con mirada melancólica, confesó su ridícula historia.

– Me intoxiqué en una ruta de supervivencia.

Gunnar no se rió.

– Con una seta venenosa, supongo.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprendió el excursionista.

– Odias los champiñones.

El excursionista suspiró y calló.

– No fui el único. Intoxiqué a mi monitor.

– Vaya, ¿y fue él quien te maldijo?

– No. Su hijo.

– ¿Su hijo?

– Le había prometido un Scaléxtric al regreso.

Gunnar escanció su crema de champiñones en una escudilla de cobre y removió con la cuchara para enfriarla. El aroma era delicioso y no pudo resistirse, la fue degustando len-tamente a riesgo de quemarse la lengua.

– Ya empiezo a sentirme algo mejor. ¿Qué mensaje me envía Cristine?

– Te espera en Veracruz.

– ¿Y por qué cree que iré hasta ahí?

– Tiene el cetro.

Gunnar se extrañó.

– ¿Y Anaíd?

– Acudirá hasta donde esté el cetro.

– ¿Selene la interceptó? -preguntó inmediatamente Gunnar.

– Anaíd escapó de Selene.

– ¿No pretendía hacer el Camino de Om?

– Las Omar se lo impedirán.

Gunnar se encogió de hombros.

– No entiendo qué espera de mí. No tengo ningún cometido.

El espíritu le corrigió.

– Cristine te necesita a su lado.

Gunnar paladeó sus últimas cucharadas.

– Dile a mi madre que tal vez la visite, pero que yo, si fuera ella, no me fiaría de las intenciones de mi propio hijo, o sea yo. Dile que no me prestaré al juego de interponerme entre Selene y Anaíd. Y dile también que no se le ocurra volver a atacar a Selene. ¡Ah!, y dile que el cetro debe estar en manos de la elegida y no en las suyas, y que estoy harto de sus tretas y sus manipulaciones, y que a partir de ahora no me prestaré a más juegos.

El espíritu levantó una mano y suplicó una pausa.

– Por favor, ¿puedes repetirlo?

Gunnar se sirvió un pedazo de piña en almíbar.

– Creo que lo mejor será que se lo diga directamente y sin intermediarios.

El espíritu respiró aliviado.

Tras un buen trago de café, Gunnar abrió la puerta de la cabaña, respiró el aire fresco del atardecer, miró a su alrededor y contempló los hierros retorcidos de lo que fuera su coche. Lamentó ser un estúpido romántico.

CAPÍTULO XXI

En la penumbra del cráter

Anaíd sobrevolaba las islas Canarias, las que los antiguos llamaban las Bienaventuradas y que los españoles antes de la conquista conocían como las Islas Afortunadas. Siete islas montañosas de origen volcánico, caprichosas como dados lanzados al azar en medio del Atlántico, frente a las calurosas costas africanas. En mitad de ninguna parte, pero poseedoras de todo: naturaleza agreste, tierra fértil, aves de coloridos plumajes, clima benigno y fuentes de agua cristalina. Puerto obligado para los viajeros en ruta hacia las Américas, que cargaban sus barcos de agua dulce, ganado y vinos afrutados.

A vuelo de pájaro se sorprendió de los dragos milenarios, las palmeras exóticas y las caprichosas formaciones de lava oscura. Desde los cielos podía percibir su permanente verano y el intenso aroma a salitre de sus playas de arena negra. No obstante, lo más hermoso, lo más impactante, era el cono nevado del gran Teide, con sus casi cuatro mil metros de altura partiendo del nivel del mar, desafiando las leyes de la mesura y el equilibrio, desbordante de fuerza, de energía y atrevimiento, lamiendo las nubes con desenfado. Un gigante de blanca cabellera alzándose imponente entre cañadas y barrancos. Quiso acercarse y voló hacia él fascinada por su majestuosa silueta, pero al perder altura se dio cuenta de que la fuerza del gran volcán no le permitía decidir su rumbo. Batió las alas frenéticamente. En vano. No dominaba la dirección de su vuelo. Algo muy poderoso le impedía aproximarse y la rechazaba. El efecto contrario del magnetismo. La fuerza centrípeta de la montaña mágica, contrariamente, la alejaba de ella.

Y fuese por su desconcierto y su rabia o fuese por un fenómeno natural, lo cierto es que, al perder altura, quedó atrapada en la niebla y a su alrededor se hizo la más completa oscuridad blanca. Un vacío vertiginoso sin relieve, distancias ni formas. Todo se difuminó y quedó presa de una bruma pegajosa que se adhirió a su ropa y a sus alas y las fue lastrando, lastrando, hasta impedir cualquier movimiento. Se sintió pesada e incapaz de luchar contra la niebla que se había ido espesando hasta adquirir la consistencia de la melaza. Imposible avanzar. Prisionera de la fuerza telúrica del Teide, consideró que era absurdo enfrentarse con el coloso y optó por planear y dejarse llevar por las corrientes. Era lo más razonable. Y los Alisios cálidos soplaron y la alejaron del volcán y la niebla, llevándola consigo como una pluma.

A merced del viento fue sobrevolando la hermosa isla hasta que descubrió horrorizada que los vientos la conducían al océano y la empujaban luego hacia las aguas. Batió las alas con desesperación, se resistió, luchó denodadamente contra lo inevitable, pero su cansancio era excesivo y poco a poco fue haciendo mella en sus merina das fuerzas. Se abandonó, cerró los ojos y se desvaneció mientras perdía altura y se dejaba caer balanceándose en la nada.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde su caída. Anaíd sintió unas manos que palpaban su cuerpo con incredulidad. Y no había para menos, en lugar de brazos tenía alas, unas alas de águila de una envergadura descomunal. Era una muchacha alada, pero por poco rato, puesto que comenzaba a sentir el efecto de la transformación. El temblor y la conmoción que precedían a la pérdida de las alas fueron más rápidos que en otras ocasiones. Sin apenas darse cuenta sus brazos recuperaron su aspecto y su cuerpo volvió a tener su peso y su consistencia habituales, aunque más delgada por el viaje, más ajada su piel y más áspero su cabello por la sequedad de los vientos.

Jadeó por el esfuerzo, aún se sentía débil y mareada. Un potente silbido sonó muy cerca y la conmocionó. Abrió los ojos y, entre la espesura húmeda de un bosque cubierto de líquenes y musgo, descubrió, no muy lejos de ella, de espaldas y en lo alto de un barranco, a un muchacho moreno que con las manos ahuecadas sobre la boca silbaba de una forma curiosa. Era un canto, una secuencia de sonidos encadenados y sumamente variados. El chico se detuvo y escuchó. A través de los barrancos le llegó otro silbido. Anaíd también pudo oírlo. Era la respuesta. Se estaba comunicando con alguien y ese alguien le contestaba. El joven pareció entender el significado del silbido ya que, con la misma soltura que si estuviera manteniendo una conversación telefónica, respondió de forma diferente. Anaíd se fijó, había algunos sonidos repetidos, usaban un código parecido a la lengua hablada, al Morse o a los signos gestuales.

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