– ¿Estás hablando?
El chico se giró inmediatamente.
– ¡Estás viva! -abrió mucho los ojos-, y… tienes brazos.
– Claro, soy una chica normal.
– No es cierto, tenías alas.
Anaíd fingió partirse de risa.
– ¿Alas? ¿Desde cuándo las chicas tenemos alas?
– Las brujas sí.
Anaíd se puso alerta.
– ¿No creerás que soy una bruja?
– Te vi volar, te vi caer desde los cielos y, cuando te fui a buscar, en lugar de brazos tenías alas. Fíjate en tu ropa, está destrozada por el viento. Has llegado hasta aquí volando, a mí no me engañas.
Anaíd intentó pensar rápido.
– ¿Cómo te llamas?
– Unihepe.
– Qué nombre tan curioso.
– Significa silbador de los barrancos. Mi padre y mi abuelo eran silbadores y me enseñaron el lenguaje del silbo desde niño.
Anaíd comprendió.
– Entonces… ¿estabas hablando con alguien?
– Sí, con Amushaica, una amiga.
Anaíd se puso tensa.
– ¿Y no le habrás explicado nada de mí, verdad?
– Claro que sí, por eso la llamé.
Anaíd se puso en pie dispuesta a defenderse. Las piernas le temblaban después de tantos días sin utilizarlas.
– Unihepe, necesito que me ayudes.
– Amushaica viene hacia aquí y ella sabrá qué hacer.
– Solamente quiero saber dónde estoy y reponerme un poco. O sea, comprobar si tengo todos los huesos enteros, y comer y beber algo.
– Claro. Por eso he pedido a Amushaica que avise a Aremoga.
Anaíd se puso de los nervios.
– ¡Pero bueno!, ¿has anunciado mi llegada a toda la isla?
– No, sólo a aquellas personas que he creído que te podían echar una mano.
– ¿Ah sí? ¿Vendrán con una ambulancia quizá? ¿Son médicos, policías o periodistas?
– Son brujas.
Anaíd se quedó con la boca abierta y se sentó. Tenía que pensar.
– O sea que has creído que las brujas sabrían qué tipo de monstruo soy.
– Eres una de ellas. Y no sois monstruos, sois mujeres, las hay y las ha habido siempre. Las he visto desde niño danzar en el claro del bosque, recoger sus plantas y sanar a los enfermos. Las he visto volar, aunque sin alas.
– ¿Ah sí? -repitió enfáticamente Anaíd para ganar tiempo.
Así pues se estaba refiriendo a una comunidad Omar. No podía confiar en las Omar. Las Omar la rechazarían.
– ¿Y cómo es que sabes tantas cosas acerca de las brujas?
– Vivo en los bosques.
Anaíd se extrañó.
– ¿Y de qué vives? ¿Cazas? ¿Pescas? ¿Talas árboles?
– Hago de guía a los turistas -se ufanó el muchacho.
Anaíd miró a su alrededor, un espeso boscaje húmedo le hacía perder toda perspectiva, aunque al fondo del cerro se vislumbraba un gran barranco, casi cortado en vertical.
– ¿Guía de dónde? ¿Dónde estamos?…
– En el macizo del Garajonay. Estamos en La Gomera. ¿Ves estos árboles que nos rodean? Son los mismos que había desde hace miles y miles de años. Es un bosque terciario, como los que cubrían Europa y la Península antes de las glaciaciones. Es laurisilva , de laurel y sabina. Un bosque templado, húmedo, denso y poblado de líquenes, helechos y musgo. Está lleno de especies endémicas. Nuestro lagarto por ejemplo. A los turistas les entusiasma porque no han visto nunca nada igual.
Anaíd estaba bastante impresionada. Así pues era eso. No había caído ahí por casualidad. La fuerza milenaria del bosque la había salvado de las garras del océano.
– Ayúdame a levantarme.
– No te muevas, Aremoga está a punto de llegar. Ella te curará.
Anaíd no podía arriesgarse a que Aremoga la identificase como a una Odish o como a la elegida maldita y le impidiese cumplir con su misión. Adoptó una actitud misteriosa.
– Unihepe, ¿me guardarás un secreto?
– ¿Cuál?
– No puedo ver a Aremoga. Si la veo, una de las dos morirá.
– ¿Por qué?
– Nuestras familias de brujas son enemigas.
Unihepe hizo un gesto de entendimiento.
– ¿Qué sucedió?
Anaíd improvisó.
– Teníamos un pacto de hermandad, ¿sabes? De ayudarnos y socorrernos.
– Nosotros los guanches también teníamos ese tipo de pactos antes de la llegada de los españoles.
Anaíd respiró aliviada. Podían comprenderse.
– Pero la familia de Aremoga lo violó. Cuando mi abuela les pidió ayuda, no la socorrieron. Mi abuela murió por su culpa.
Unihepe comprendió.
– Vuestro pacto de sangre se rompió y estás obligada a vengar a tu familia.
– Eso mismo. Ya sé que es un poco enrevesado, pero es así.
Unihepe lo comprendió perfectamente.
– Los gomeros firmaron hace seiscientos años la sentencia de muerte del conde Hernán Peraza por incumplir su pacto de hermandad.
– ¿Y lo mataron?
– ¡Y tanto! El viejo Hupalupa, el guardián del pacto, designó a Hautacuperche, el elegido por los dioses, para ejecutar la sentencia. Acabó con el conde cerca de aquí, en la cueva de Guahedum. Allí el conde traidor se encontraba con su amante Iballa, del bando de Ipalan.
Anaíd notó cómo los brazos fuertes del chico la ayudaban a ponerse en pie y la sostenían por la cintura. Pero al poner los pies en el suelo se le escapó un grito. La pierna. Tenía la pierna derecha rota. ¿Cómo no se había dado cuenta? Su tibia colgaba exánime, partida en dos. Unihepe se horrorizó.
– Esto es muy feo.
Pero Anaíd no se podía entretener.
– Anda, ve a buscar una rama y la entablillamos en un momento. Me sanará ense-guida, tengo buenos huesos.
Unihepe, escéptico, la obedeció, y tan pronto como se perdió entre la maleza Anaíd aprovechó para frotarse con fuerza la pierna. Sintió cómo su hueso crecía y se soldaba en unos pocos segundos. Cuando Unihepe llegó de nuevo a su lado, ella fingió haberse recolocado el hueso con un rictus de dolor.
– Anda, átame la rama en la pierna y vámonos.
– Eres muy valiente.
Unihepe era hábil y en un momento inmovilizó su pierna con la ayuda de una cuerda. Luego le proporcionó un bastón improvisado. Anaíd fingía no apoyarse en su pierna rota, aunque la tenía ya perfectamente.
– ¿Podrás caminar?
– Sí, lo intentaré.
– Conozco un atajo para llegar al barranco. Ahí tengo una cabaña.
Anaíd vio el cielo abierto. Unihepe era un encanto.
Comenzaron a descender lentamente. Anaíd, procurando no poner su pierna en el suelo, tropezaba con frecuencia en las raíces del mullido sotobosque.
– ¿Y ese Hernán Peraza qué hizo para que lo condenaran a muerte?
– Hernán Peraza era un tirano que se enriquecía a costa de la vida de los indígenas, pero lo que indignó a los ancianos fue que violó el pacto de hermandad, el que comenzó su abuelo.
– O sea el abuelo selló un pacto de hermandad con los indígenas. ¿Y en qué consistía?
– Bebían un trago de leche del mismo gánigo y se convertían en hermanos.
– Claro, hermanos de leche.
– Pero Hernán Peraza se convirtió en el amante de la hermosa Iballa, una joven del bando de Ipalan, y cometió incesto porque eran hermanos de leche.
Anaíd se estremeció. Ella también tenía una hermana de leche, lejana, muy lejana, pero fuerte. La sentía dentro de ella. Oía su voz. Eran una sola.
– Es un pacto muy antiguo… -murmuró.
– Y Hernán Peraza el joven no lo respetó. Se buscó su muerte y fue el culpable de una matanza terrible.
– ¿Qué pasó?
– Los gomeros se levantaron en armas con muy mala fortuna. Después del grito de «Ya el gánigo de Guahedum se quebró», la isla se sublevó y los gomeros cercaron a Beatriz de Bobadilla, su esposa, en la Torre del Conde. Entonces ella, malvada como nadie, pidió ayuda a Pedro de Vera, y su venganza fue sangrienta.
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