Amushaica estaba algo nerviosa.
– Yo no sé qué explicarte acerca de la cueva, no sé hablar muy bien. Lo hace mejor Unihepe, él encandila a los turistas.
Anaíd le cedió el paso con deferencia.
– Lo harás estupendamente. Estoy segura.
Amushaica ensanchó sus pulmones. Probablemente su abuela la reprimiese, pensó Anaíd. Probablemente su abuela la obligase a vestirse con esas ropas tan bastas y a afeitarse casi ritualmente su cabeza. Probablemente estuviese poco acostumbrada a recibir muestras de cariño o de respeto. Y se acordó de ella misma un año antes. Era insegura por su aspecto de niña desvalida, era tímida por su temor a quedar en ridículo, era sufridora porque su madre rutilante la ponía en evidencia. Había cambiado mucho desde entonces. El cetro le había proporcionado seguridad, pensó, y su abuela Cristine la había tratado con cariño y con respeto y había hecho aumentar su autoestima. Excepto cuando ella perdió el control y se enfadó.
Amushaica se atrevió a romper el hielo. Tanteó la oscuridad, encendió un mechero y mostró las paredes desnudas y frescas de la cueva.
– Dicen que el fantasma de Iballa aún vive aquí. Era una chica indígena del bando de Ipalan. Muy hermosa. Unos dicen que era hija de Hupalupa, otros dicen que vivía con su madre, una mujer vieja y astuta. Lo cierto es que era la amante de Hernán Peraza y que se encontraban en esta cueva.
– ¿Y aquí fue donde mataron al conde?
– Sí, Hautacuperche, el guerrero escogido para la ejecución, le esperaba emboscado. Estuvo al acecho muchas horas. Esperó y esperó hasta que Hernán Peraza, el joven, llegó como siempre solo y confiado para reunirse con su amante. Iba armado, pero ni siquiera le dio tiempo a sacar su espada o apuntar con su arcabuz que escupía fuego. Hautacuperche, muy hábil, le arrojó un asta, un hierro de dos palmos. Dicen que se la metió entre la coraza y el pescuezo y lo atravesó de arriba abajo. Cayó muerto en el suelo, aquí mismo donde estamos nosotras. Y Hautacuperche exclamó: «Ya el gánigo de Guahedum se quebró», que era el grito acordado. La sentencia se había cumplido.
La luz fue perdiendo intensidad y la voz de Amushaica era cada vez más suave, más espaciada. Y sin darse cuenta, Amushaica fue bostezando y reclinándose contra la roca, hasta que se dejó caer sobre el suelo, los brazos lasos, los párpados caídos, la fisonomía relajada.
Anaíd se acercó a ella, con sigilo, y comprobó que efectivamente estuviera dormida. Lo estaba. El hechizo de sueño había surtido efecto y Amushaica estaba inerme y a su entera disposición. Anaíd se repitió que no quería hacerle daño, que sentía una simple curiosidad por conocer su sabor. Sólo eso. Se acercó lentamente a su cuello, pero la misma ansiedad que la aquejaba al desear el cetro la poseyó con urgencia.
– Más sangre no, por favor, no.
Anaíd se detuvo y levantó la cabeza. Una muchacha de largos cabellos y ropas extrañas la contemplaba horrorizada.
– ¿Quién eres? -le espetó Anaíd.
La muchacha se llevó la mano al pecho y se postró ante ella.
– Oh, gran señora, soy la humilde Iballa, moradora maldita de esta cueva manchada de sangre.
– ¿Sabes quién soy, Iballa?
Iballa, el fantasma, se estremeció.
– Oh, sí, mi señora, sois la elegida, la Odish que anunciaban las profecías.
– ¡Soy una Omar! -rugió Anaíd, súbitamente indignada.
– No puede ser, mi señora.
– ¿Por qué? Mi madre es Omar, mi abuela materna fue Omar.
– Pues las Omar desean acabar con vos.
– ¿Cómo lo sabes?
Iballa abrió sus grandes ojos.
– Porque están ahí en la puerta de la cueva, esperándoos para atraparos como hicieron con Hernán.
Anaíd rió con ganas.
– ¿Quieres que vaya a la puerta? Es una treta para evitar que sacie mi sed con esta niña Omar.
– Las Omar no beben sangre.
– ¡Ni yo tampoco! -rugió de nuevo Anaíd.
– Pero… -objetó Iballa angustiada-. Estabais a punto de…
– Mentira, ahora te enseñaré lo que estaba a punto de hacer.
Anaíd se inclinó sobre Amushaica, pero no pudo acercar su boca a su cuello. Algo la sujetó. Algo parecido a una cuerda viscosa que resbaló por su cara y su pecho y le impidió moverse. Intentó girar la cabeza y no pudo. Quiso levantar las manos, pero le fue imposible. No podía alcanzar su vara ni su atame , no podía servirse de sus armas. Se revolvió con saña, pero a cada movimiento se enredaba más y más en el cordaje invisible y pegajoso. Hasta que quedó completamente inmóvil. Lo supo enseguida. Habían lanzado sobre ella una telaraña mágica, igual que ella hizo con la condesa, y la habían atrapado como a una mosca.
Anaíd musitó un contraconjuro, pero al punto su conjuro fue anulado por otros varios.
El pinchazo fue breve. Un dardo lanzado con puntería que se clavó en su brazo e inoculó el veneno que la paralizaría.
Anaíd quiso resistirse, pero era demasiado tarde. Las Omar habían utilizado la estrategia de la araña, una fórmula de lucha colectiva muy antigua para defenderse de las Odish. Primero conducían a las Odish a un territorio propicio sirviéndose de un anzuelo y en el momento en que la bruja Odish bajaba la guardia ocupándose exclusivamente de su víctima la atrapaban en su red y la envenenaban con su aguijón. Luego la hacían desaparecer.
Anaíd se desesperó. Las Omar eran cobardes. Apenas hicieron servir esa táctica un par de veces a lo largo de la historia. Las Omar preferían esconderse a actuar. ¿A qué venía esa ofensiva?
Aremoga entró en la cueva y, haciendo caso omiso de Anaíd, levantó el cuerpo de Amushaica y lo abrazó.
– Hemos llegado a tiempo. Ariminda tenía razón, la elegida es muy poderosa, pero hemos salvado la vida a la pequeña.
– ¿Y cómo supo Ariminda de su llegada?
– La avisó su discípula, la joven Dácil. Le rogó que la retuviera y la avisó de sus poderes excepcionales.
Anaíd quiso gritar, pero no pudo. ¿Dácil la había traicionado? ¿Qué les había dicho a esas Omar para que la aprisionasen?
– ¿Y cómo podremos dominarla? Es poderosa.
Aremoga las tranquilizó.
– Ariminda quiere que la hagamos llegar hasta su guarida del Teide, ella será la guardiana de Anaíd hasta que el consejo de matriarcas de Occidente decida qué hacer con ella.
Otras Omar se agrupaban a su alrededor con reparo. Una de ellas señaló a Anaíd con extrañeza.
– ¿Ésta es la elegida?
– La imaginaba más fuerte.
– Con el pelo rojo.
– Parece una niña buena.
Aremoga las corrigió.
– Ya no es nuestra elegida, simplemente es una Odish.
Anaíd intentó protestar, pero el veneno había comenzado a hacer su efecto y había anulado su voz. Quiso moverse, pero se había quedado paralizada. Quiso urdir un plan, pero se dio cuenta de que se había esfumado su voluntad.
Aremoga se arrodilló junto a ella y sacó su vara de encima.
– Las lobas la han expulsado de su clan. Las Omar han abjurado de la elegida. Mis órdenes son… -y movió su vara en un movimiento circular e hipnótico- hacerla desaparecer con el conjuro del camaleón que Elena la loba rescató del olvido.
Anaíd quiso defenderse, pero, anonadada, se dio cuenta de que no tenía cuerpo.
Acababa de desaparecer.
La revuelta del Minotauro
El tranquilo pueblo de Hora Sfakion, bañado por un mar cristalino y habitualmente solitario por su difícil acceso al sur de la lejana Chania, estaba más animado que de costumbre. Desde hacía dos días, un lento pero constante goteo de mujeres llegadas desde todos los rincones de Europa había ido desembarcando en su puerto y desfilando con sus maletas por las estrechas y empinadas callejuelas. Lo curioso es que no se alojaron en ninguno de los hotelitos de la población que ofrecían sus camas y habitaciones con grandes carteles. Las mujeres, que tenían en común semblantes preocupados y largos cabellos, fueron llamando una a una, a la puerta de la casa blanquiazul de la vieja Amari, una sanadora con fama de bruja de una antiquísima familia de pescadores cretenses.
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