Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Anaíd no quiso saber cómo continuaba aquello, pero Unihepe insistió.

– Mataron a lodos los hombres mayores de quince años: niños, jóvenes, y ancianos, no importaba; y a las mujeres y a los pequeños los vendieron como esclavos, a pesar de que eran cristianos, y ellos se quedaron con el dinero de su venta.

Anaíd pensó que aún era mucho peor de lo que esperaba. La crueldad de la humanidad no tenía parangón con ninguna otra especie animal.

El descenso rápido sostenida por Unihepe y el relato ameno y trágico de su historia le había puesto alas en los pies, pero tropezó con un inconveniente inesperado.

El silbo de Amushaica resonó en el barranco.

Unihepe se puso nervioso. Disminuyó la velocidad pero no respondió. Anaíd notó cómo su musculatura se tensaba. Luego el silbo se repitió con insistencia, una vez, dos, tres.

– ¿Son ellas? -preguntó Anaíd asustada.

– Sí, me preguntan dónde estamos.

Anaíd se dio cuenta del apuro del chico. Difícilmente la encubriría el tiempo suficiente para no levantar sospechas.

– Diles que estoy mal y que necesito un médico.

Unihepe dudó.

– Si les respondo calcularán la distancia y nos encontrarán, aunque Amushaica tiene problemas para caminar y no pueden seguir nuestro ritmo.

Anaíd se extrañó. Era incapaz de discernir la distancia y la dirección del último silbo.

– Aléjate a un lado y finge otra dirección.

Unihepe sonrió. Le pareció una buena idea.

Se alejó un buen trecho, aprovechó la dirección contraria del viento y silbó durante unos minutos, narrando un periplo inventado. Al cabo de un rato Anaíd escuchó la respuesta. Unihepe le tradujo.

– Les he dicho que te habías roto una pierna, que te llevaba en volandas al hospital y que ya nos veríamos en la ciudad.

– Estupendo. Mil gracias.

Pero a Unihepe no le gustaba mentir.

– ¿Y qué harán cuando no me encuentren? -se lamentó.

El muchacho estaba nervioso. Anaíd tuvo que tranquilizarlo.

– Has hecho bien al contestarles. Las mujeres son muy recelosas y desconfían del silencio.

– Ya, pero les he mentido.

– Es preferible eso a no decir nada. Los silencios nos angustian terriblemente. Puedes decirles que fuiste víctima de un conjuro mío. Que te engañé y te embrujé.

Unihepe sonrió.

– Me parece una buena idea.

Y de esa forma, fugitiva de las Omar isleñas, Anaíd se acogió al refugio cálido y hospitalario del silbador y se prohibió pensar ni decidir. Durmió profundamente, comió un pedazo de queso de cabra de sabor exquisito, pan untado de una pasta picante y deliciosa que Unihepe le dijo que se llamaba almagrote, y se deleitó con miel de palma. Durmió otras pocas horas y luego, al despertar, fue a darse un baño en el río. Unihepe le prestó ropa suya, ancha, pero cómoda. Al regresar del baño, Anaíd se sentía repuesta. La choza de Unihepe era sencilla, su comida reconfortante y su lecho providencial, pero tenía que partir hacia el Teide. Así pensaba decírselo cuando, al poner los pies dentro, se dio cuenta de la trampa. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alguien le asestó un fuerte golpe en la cabeza y simplemente se hundió en un pozo oscuro.

Al despertar no tuvo ninguna duda. La mujer de nariz ganchuda y ojos penetrantes que la observaba era Aremoga. Intentó simular que aún dormía, pero Aremoga no era fácil de engañar.

– ¡Amushaica, Amushaica, ven! Ya despertó.

La joven Amushaica entró sonrojada por la carrera. Anaíd no la reconoció y creyó que era un chico. Era de piel morena y ojos color de miel, vestía ropa basta, camisa muy ancha de algodón, bermudas caqui y botas de suela resistente, pero lo que más sorprendía era su cabeza afeitada. Su cráneo moreno relucía al sol, desnudo y bronceado. Al avanzar, Anaíd se fijó en que cojeaba al caminar, pero era tan bonita que iluminó la cabaña. Y tras ella asomó el acongojado Unihepe, atrapado entre dos fuegos y muy azorado.

– Me alegro de que te hayas despertado -le dijo a modo de disculpa-. Luego regreso -y se despidió como si Anaíd hubiera tropezado con la puerta al entrar, en lugar de caer abatida de un porrazo.

– Espera, Unihepe, no te vayas.

– Tengo trabajo -se excusó.

Y con un leve gesto de hombros, dio a entender a Anaíd que lo habían cazado sin remedio y que se debía a sus amigas.

Cuando Unihepe se marchó, Anaíd, resignada, cerró los ojos y esperó a que Aremoga pronunciara un conjuro de inmovilidad. Estaba convencida de que ya se habían puesto en contacto con Selene, Elena o cualquier otra Omar, y que estaba firmada su sentencia de muerte, como la de Peraza. Pero su asombro fue tremendo. Aremoga agachó la cabeza ante ella y habló acongojada.

– Aremoga Aythamy, hija de Hermigua y nieta de Amulagua, matriarca del clan de la paloma, de la tribu guanche.

La muchacha, acostumbrada a obedecer y poco acostumbrada a hablar, se arrodilló junto a su abuela y la imitó balbuceando.

– Amushaica Aythamy, hija de Alsaga y nieta de Aremoga, del clan de la paloma, de la tribu guanche.

Anaíd tragó saliva y se presentó sin omitir ningún dato. Al fin y al cabo ya sabrían quién era.

– Anaíd Tsinoulis, hija de Selene y nieta de Deméter, del clan de la loba, de la tribu escita.

Inmediatamente Aremoga tomó la palabra con voz temblorosa.

– Mi niña, discúlpenos por golpearla. Fue un error imperdonable. Lo sentimos mucho.

Amushaica bajó la cabeza avergonzada y Anaíd contempló de cerca el cuello de la joven y sintió sed, una sed insaciable y angustiosa. Amushaica, con una voz tierna, se disculpó.

– Fui yo. Pego demasiado fuerte, soy muy bruta. Lo siento, pero no he ido a la escuela.

Y Anaíd percibió la vergüenza de quien se ha criado lejos de los convencionalismos sociales y se siente fuera de lugar. Amushaica era como un animalillo del bosque que sólo dependía de la voz de su abuela. Algo salvaje, torpe y asocial. Pero arrebatadoramente hermosa.

Anaíd no comprendía nada. Arumaga se lo aclaró. Tomó su mano y la besó con respeto.

– La marca de la gran madre loba. La señal de que su misión es prioritaria y de que todas las Omar debemos servirla, procurar su invisibilidad y protegerla. No la había visto nunca, es tal y como los manuales la describen.

¿Su mano? ¿Qué le ocurría a su mano? Contempló su mano y en efecto, los colmillos de Deméter, la loba, brillaban como dos estrellas en su dorso. Así pues, por eso la había mordido Deméter. ¿Era su pasaporte? ¿Encubría su naturaleza Odish? ¿No olían su olor acre ni adivinaban su condición de inmortal en su mirada?

Aremoga la distrajo.

– ¿En qué podemos ayudarla, mi niña?

Anaíd se molestó por el tratamiento, no era ninguna niña, y sin querer, le respondió con altanería.

– Antes que nada quiero dejar las cosas claras. Mi misión es muy importante y no responderé a preguntas indiscretas. ¿Entendido?

Aremoga no dejó vislumbrar ninguna emoción contradictoria.

– Entendido, mi niña.

Anaíd hubiera preferido que la retase. Estaba orgullosa de la fuerza de su poder. Quería que Amushaica abriese aquellos ojos color de miel tan bonitos y la contemplase con arrobo, con devoción, como Dácil. Pero fuese por la proverbial sabiduría que su mismo nombre indicaba, Aremoga no dio pie a que la ira prendiese en el ánimo de Anaíd.

– La escucho, mi amor.

– Tengo que llegar a las cuevas del Teide lo antes posible. Me espera Ariminda, ¿la conocéis?

Aremoga asintió.

– Naturalmente, la matriarca del clan de la cabra. La servidora del Teide.

Anaíd asintió.

– Necesitaré comida, agua y algo de ropa.

Aremoga hizo una señal a Amushaica, que antes de levantarse no pudo evitar la pregunta que le quemaba en la lengua.

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