Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Tras él Selene, sin dudar, clavó su propio átame en el corazón del cuerpo sin vida de la serpiente. El embrujo estaba destruido.

También el valiente ejército de los espíritus de Yusuf Ben Tashfin, cubierto de la sangre de las fieras y con sus ropas y sus cuerpos desgarrados por las mordeduras, se reagrupaban en torno a su jefe.

Selene dio un paso hacia su hija y la abrazó con Tuerza. Anaíd notó sus sollozos y el calor de sus lágrimas que goteaban en su nuca, como un baño de compasión y afecto que la hacía retornar a la tierra.

– Anaíd, mi niña, mi pequeña.

Y ella se dejó querer sintiéndose de nuevo esa niña, una pequeña niña en brazos de su madre.

CAPÍTULO III

Las traiciones

Al detenerse el coche, Anaíd se despertó. Se sentía diminuta, como una lenteja acunada en la palma de una mano. Quizá porque había dormido sobre la falda de su madre, en el asiento trasero del coche, y tenía el recuerdo de sus dedos ágiles tanteando su espalda y dibujando letras de palo sobre su piel. Las letras componían palabras, palabras secretas que debía adivinar. Un juego antiguo al que Selene y ella eran aficionadas para huir de la disciplina severa de Deméter. Rió al recordar cómo Selene la tentaba con un bombón de rico chocolate praliné que las dos compartían en el pajar que hacía las veces de garaje. A oscuras, a escondidas, como dos chiquillas traviesas, se sentaban dentro del viejo coche para saborear los dulces prohibidos. Luego, ella se estiraba sobre la tapicería polvorienta y Selene escribía en su espalda como lo hacía ahora.

Se concentró para comprender el mensaje de Selene. ¿Qué estaba escribiendo? «Mi pequeña», le pareció interpretar.

Le complacía especialmente cuando Selene le acariciaba el cabello y trazaba círculos en su nuca. Era tan agradable que fingía estar dormida para que su madre continuara demostrando su juego cariñoso.

Pero Selene la despertó a su pesar.

– Anaíd, Anaíd, despierta, ya hemos llegado.

Ni siquiera preguntó dónde. Ya no tenía casa, era nómada y su último refugio, la caravana que habían alquilado, había saltado por los aires tras la explosión que provocó Baalat. Ahora eran fugitivos sin equipaje, sin pertenencias. Le extrañó la certeza de no tener nada. Y la tranquilizó. No había nada que no pudiese ser repuesto o sustituido y comenzaba a aprender una lección que desconocía. Lo más valioso son las personas y los recuerdos. La vida, en definitiva. Aunque se reservaba una carta en su manga: tenía una casa en Urt, una casa a la que podría regresar siempre que lo desease. Allí sí que guardaba sus juguetes, sus libros, sus fotografías y los aromas y las músicas que la acompañaron en su niñez.

Antes de abrir los ojos olfateó el aire como su abuela Deméter le había enseñado a hacer. Como las lobas. El olor a salitre la remitió a Gunnar. Era eso, estaba en el coche de su padre. Y se acordó del guerrero salvaje que había decapitado a la serpiente Baalat. Abrió los ojos súbitamente y se incorporó para cerciorarse de que en efecto Gunnar era ese hombre, pero sus ojos le devolvieron la imagen de un apuesto y maduro padre de familia que sonreía cariñosamente a su mujer y a su hija tras un agotador viaje automovilístico.

– ¿Qué tal has dormido? -preguntó con dulzura.

– Estupendamente, como un bebé -respondió Selene por ella.

Y Anaíd detectó que por primera vez su voz no traslucía ninguna agresividad. Tal vez sus padres se habían reconciliado. Tal vez esa horrible batalla había servido para unirlos. Tal vez su amor por ella había sido el pegamento mágico que los había unido a pesar de sus fuerzas centrífugas y de la maldición de la bruja Bridget, en el monte Domen. Se llenó de esperanza con sus tal vez y no quiso interferir el silencio mágico que presidía los movimien-tos de Gunnar cuando desconectó la llave del coche, abrió la portezuela delantera y se apeó.

– Voy a preguntar si hay habitaciones libres. ¿Me esperáis?

– De acuerdo -asintió Selene condescendiente, complaciente, comprensiva.

Anaíd quiso gritar de alegría. ¡Su madre había entrado en razón! Miró a través de la ventanilla y siguió con los ojos los pasos seguros de su apuesto padre. Y de pronto tuvo el impulso de decirle que le quería, que le estaba agradecida por su valor. Asió la puerta para abrirla y… gritó de dolor. Su mano estaba caliente y sensible. La contempló asombrada. Estaba quemada, la piel había saltado y tenía toda la palma en carne viva.

– ¿Qué me ha pasado?

Selene la examinó con mirada circunspecta.

– El cetro. Tienes la marca.

– ¿Qué marca?

– La marca de la profecía de Odi -musitó Selene con tristeza.

Anaíd recordó los versos de la profecía.

Ella destacará entre todas,

será reina y sucumbirá a la tentación.

Disputarán su favor y le ofrecerán su cetro,

cetro de destrucción para las Odish,

cetro de tinieblas para las Omar.

Era cierto. Había sido víctima del cetro. Pero a pesar del dolor que le causaba la herida, al nombrar el cetro y evocar el bienestar que sintió con él en la mano, quiso tenerlo de nuevo.

– ¿Dónde está? -preguntó con inquietud.

– Ha desaparecido -reconoció Selene angustiada.

Anaíd sintió que le faltaba el aire.

– No puede ser.

– Es así.

– ¿No lo tienes tú? -preguntó Anaíd segura de que sí, de que su madre lo tenía escondido como antes.

Selene no respondió inmediatamente.

– ¿Qué sientes? ¿Sientes deseos de volver a tenerlo?

Anaíd se avergonzó, pero así era.

– ¿Eso es malo?

– Es peligroso -admitió Selene-. Aún no estabas preparada.

Anaíd necesitaba respuesta a su pregunta. Le producía una inquietud enorme.

– Dime dónde está el cetro.

Pero Selene no respondió directamente a su pregunta.

– Te lo advertí. En lugar de dominar al cetro, el cetro te domina a ti.

– ¿Lo cogiste tú?

– Ha desaparecido, Anaíd.

– ¿Cómo?

– Se ha esfumado.

Anaíd se quedó sin aliento. No podía ser. Entonces era cierto, esa luz refulgente con forma de mujer que destruyó a Baalat se apropió del cetro. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Una Odish? ¿Selene? ¿Un espectro? Necesitaba saberlo.

– Es mío.

– Me asustas, Anaíd.

– ¿Por qué?

– El cetro obedece a una voluntad más férrea a pesar de que tú seas la elegida. Ahora le perteneces. Eres vulnerable, Anaíd.

– ¿Y qué tengo que hacer?

– Olvidarlo hasta que destruyamos definitivamente a Baalat.

Anaíd parpadeó confundida.

– ¿No la hemos destruido ya?

Ella creía, ilusionada, que habían vencido. La vio bajo la forma de una serpiente muerta, decapitada. Luego atravesaron su corazón y redujeron su cuerpo a cenizas como exigía el ritual. Ese cuerpo era inservible.

– Baalat, ha desaparecido… -insistió, pero ante el silencio de su madre dudó-: ¿O no?

– No, Anaíd. Baalat sólo está momentáneamente vencida. Le costará reponer fuerzas, pero regresará. Desea el cetro y lo tomará. Tarde o temprano.

– Pero…

– Escúchame, Anaíd -susurró Selene-. Escúchame bien, porque cuando Gunnar regrese tendremos que fingir.

Anaíd vaciló. No le gustaba nada el tono de la voz de su madre. Era desconfiado y conspirador. Los pelillos de la nuca se le erizaron avisándola de que pronto oiría cosas que no deseaba oír. Y sin embargo las oyó.

– Tenemos que aprovechar cuando Gunnar duerma para escapar. Debes estar preparada en cualquier momento.

– ¿Escapar? -repitió con la voz helada del miedo-. Yo creía que…

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