El espejo le devolvió la imagen que había pedido. Ahí estaba su cetro, oculto entre unas rocas. Brillaba, la encandilaba con su luz. Alargó su mano ansiosa, pero fue en vano. El cetro ora una ilusión, podía verlo, pero no podía tocarlo. ¿Dónde estaba? Yusuf lo dijo quo oculto en un lugar conocido. Ya no podía preguntarle de nuevo. Se esforzó en fijar su atención en el lugar: el agua goteaba de las paredes y tras el cetro se alzaba una esbelta columna de piedra caliza solidificada a lo largo de los milenios. Se fijó mejor. Era una formación de una estalactita y una estalagmita que habían acabado por unirse. Y sobre ellas, unas estalactitas excéntricas que recordaban a una estrella de mar. Estaba en… su cueva. La cueva de Urt. ¡Claro! Un lugar que Selene conocía. La cueva del bosque, del robledal al que acudía con Deméter. La cueva donde se escondió tras la muerte de su abuela y la desaparición de su madre y ante la cual enterró la talla de piedra lunar. La cueva donde la loba madre se le había aparecido para indicarle el camino hacia el mundo opaco.
¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué le había mentido? Selene alejaba el cetro de ella. Era egoísta. También la alejaba de Roc y de su padre. Era una envidiosa.
Acercó su mano hacia el cetro, imaginó que lo cogía y la descarga eléctrica que recorrió su cuerpo fue suficiente para que su herida se resintiese. Anaíd, en silencio, formuló su deseo y se desprendió del hechizo del espejo. La consoló la certeza de que su deseo se cumpliría pronto, muy pronto.
Antes de meterse en la cama de nuevo se asomó un segundo a la terraza. Una brisa suave acarició su rostro y ventiló sus últimos suspiros quejosos. Anaíd ya no lloraba y se prometió que no lloraría más. A partir de ese mismo momento actuaría.
A lo lejos, dos siluetas caminaban en la oscuridad, pero Anaíd no les dio ninguna importancia. No obstante, debería habérsela dado, puesto que hablaban de ella y decidían su futuro. Luego una de aquellas dos misteriosas figuras se escabulló entre las sombras y regresó al motel.
Era Gunnar.
La desobediencia
Ola desobediencia dejaba huella, o Selene había ideado una treta para pescarla, o ambas cosas, pensaba Anaíd con preocupación mirándose la palma de su mano incandescente. Era innegable que la magia del cetro la delataba. Las heridas habían desaparecido milagrosamente y, en su lugar, la superficie que abarcaba esa cicatriz de carne ligeramente más rosada irradiaba un haz de luz tenue, la suma entrelazada de cada uno de los minúsculos hilillos de luz que salían de los orificios microscópicos de los poros de su piel.
Movió la mano con incredulidad e iluminó la pared. ¡Qué fuerte! Era una linterna humana. Si no hubiera sido por el apuro de sentirse descubierta, hasta le hubiera parecido divertido. Imaginó que colocaba su mano en la oscuridad sobre la página de un libro y sintió el aguijón de la curiosidad. Cerró la persiana, tomó el listín telefónico que había sobre la mesilla y lo probó. Qué maravilla, mejor que el flexo de su mesilla de noche. Ya no necesitaría la ayuda de ninguna bombilla eléctrica nunca más. Con su mano podría iluminar las noches de pesadillas, las escaleras peligrosas, los pasillos angostos, hasta las cuevas profundas adonde no llegaban los rayos de sol, como las que exploró su madre Selene cuando descendió al Camino de Om.
Al pensar en ello, se estremeció: el Camino de Om, el camino de los muertos. No sólo le horrorizaban los muertos, sino que su madre tenía la turbia idea de obligarla a acercarse a ellos. Ella estaba viva y enamorada.
Y de pronto se acordó de Roc, y se quedó sin aire. Boqueó con angustia. Se ahogaba. Roc ya no la quería. Roc estaba otra vez con la odiosa Marion y la había olvidado.
Sufría amnesia y nunca recordaría que le dijo que quería besarla. La rabia que sintió contra Selene y Elena fue suficiente para acelerarle el pulso, retornarle la respiración y hacerle apretar los puños muy fuerte.
Y mientras continuaba sobre la cama, inmóvil, entre tenida en pensamientos dolorosos y catastrofistas, unos pasos se acercaron y se detuvieron ante su puerta. Anaíd
no atendió a ese taconeo diligente. Estaba absorta en sus penas y distraída por el sonido del televisor de la habitación contigua. Además, la puerta se abrió muy rápido y la
pilló desprevenida. Sin calibrar las consecuencias de su gesto levantó su mano en dirección a la intrusa y un haz de luz se proyectó sobre la cara horrorizada de una muchacha
de facciones grandes, pelo teñido y dientes fuertes que se llevó un susto de muerte porque creía que la oscura habitación estaba vacía.
– ¿Qué haces aquí? -tronó la voz de Anaíd desde la retaguardia de su mano incandescente.
Parecía la voz de una desconocida y ella misma fue la primera en sorprenderse por la dureza de su tono y la brusquedad de su pregunta.
– Lo siento, señora. Discúlpeme, señora, no sabía que estaba todavía aquí… -balbuceó la chica hecha un manojo de nervios y en un amago de reunirse.
¿La llamaba «señora»? ¿Creía que era realmente una señora? Iba a echarse a reír, pero notó que le gustaba esa reacción pueril y temerosa de la chica de la limpieza.
– ¡Espera! -la detuvo Anaíd con autoridad.
Quería cerciorarse de que no fuera su enemiga y saborear un rato más el placer de sentirse respetada.
En lugar de retirar el haz de luz de la chica, se entretuvo moviendo imperceptiblemente su mano de arriba abajo y enfocando con detenimiento su cara, como si fuese el policía de un interrogatorio. Estudió sus facciones. Se detuvo en sus cejas pobladas, en sus labios gruesos, en sus ojos parduscos, obligándola a parpadear y a cerrarlos. La chica, aturdida por el filo hiriente de la luminosidad, no se atrevía a moverse. Imposible que Baalat se hubiera reencarnado tan rápidamente en otro cuerpo, pensó Anaíd. Imposible que Baalat no hubiese escogido con más mimo su envoltorio. La chica, de piel muy blanca, mostraba unas venillas rojas en las aletas de la nariz, las cejas excesivas, una sombra de vello en el labio superior, las manos agrietadas y el pelo requemado por las mechas. Y a pesar de lodo tenía encanto por toda esa suma de imperfecciones que la hacían humana, natural, vulnerable.
– ¿Cómo te llamas? -inquirió Anaíd intentando imprimir a su pregunta un soplo de simpatía sin conseguirlo.
– Rossy, señora.
El diminutivo no le pegaba nada, pensó Anaíd, pero se abstuvo de decirlo.
– Rossy, necesito consultar mi correo electrónico. ¿Dónde puedo hacerlo?
– En recepción, señora; yo misma la acompañaré.
Y entonces Rossy se tapó la cara con las manos y, algo más confiada, suplicó:
– ¿Puedo abrir la ventana y se lo explico mejor? Es que, así, con esa luz en los ojos, es como si estuviera desnuda.
Rossy había dado en el clavo. Eso era justo lo que Anaíd pretendía. Eso era el desvalimiento: un foco aturdidor en los ojos, la oscuridad alrededor y alguien fuerte manejando la luz.
Rossy era decidida y se conocía bastante bien las distancias de las habitaciones que limpiaba cada día. En cuatro zancadas se había plantado junto a la ventana y había
subido la persiana. Demasiado tarde. Anaíd escondió rápidamente su mano en su espalda, casi en el mismo momento en que Rossy abría la boca y los ojos con espanto y
reprimía un grito.
– ¡No puede ser!
Anaíd también se inquietó. Rossy la miraba asustada.
– No, es imposible.
– ¿El qué?
– ¿Dónde está la señora?
– ¿Qué señora?
– Pues quién va a ser, la que estaba aquí, con la linterna en la mano, la que me hablaba.
– Soy yo -respondió Anaíd sin demasiado convencimiento.
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