Y esa duda la perdió.
Rossy ya no tragó.
– Anda, niña, no me líes… ¿Me has visto la cara? Si tú eres la señora, yo soy Blancanieves.
Anaíd se puso en pie. Era alta, pero no amedrentó en absoluto a la resoluta Rossy.
– Era yo quien te hablaba.
Rossy se mosqueó definitivamente y le habló sin ni pizca de respeto:
– No me toques las narices, que bastante hinchadas las tengo ya. Tienes cinco minutos para darte una ducha y bajar a desayunar. Si te entretienes te retiran el cubierto y te quedas sin que te arregle la habitación tú decides.
Y se largó como una marquesa dejando a Anaíd con el mal gusto de boca instalado bajo la lengua.
¿Había fingido ser quien no era sin querer? ¿Tan diferente era en la oscuridad y en la claridad? ¿Realmente proyectaba algo que no transmitía su aspecto? ¿El cetro la había embrujado?
No quiso agobiarse y se metió de nuevo bajo la ducha para que el agua lavase sus preocupaciones.
Era media mañana y tenía un día muy complicado por delante si quería cumplir con la promesa que se hizo la noche anterior. Sólo faltaba que su mano derecha se despertase gritando «Anaíd ha visto el cetro, Anaíd ha visto el cetro» y que en su habitación se colase una muchacha chivata que estaría parloteando con propios y ajenos sobre las extrañas inquilinas, algo brujas, de la 205. Pero así era. Y lo malo era que se moría de ganas de volver a coger el cetro y no podía pensar en nada más. Sólo de imaginar el cetro frente a ella se le hacía la boca agua, como le sucedía al ver un dulce. Al pensar en el cetro las manos le quemaban y la ansiedad de tenerlo entre ellas se le antojaba como la mejor forma de aplacar la quemazón. Así había sido la noche anterior y así sería siempre. Eso era lo que Selene le había advertido.
Frotó enconadamente su mano para ver si borraba la huella de su luz, pero ni con jabón ni con agua. No hubo manera. Y la ansiedad no se aplacó de ninguna forma; al contrario, cuanto más procuraba hacer desaparecer la señal, más crecía su deseo, como el hambre, como la sed.
Al salir de la ducha ya lo había decidido. Echaría sólo un vistazo, se dijo, acercándose paso a paso hasta el espejo y dejando tras ella la huella delatora de sus pies mojados. Lo enfocó unos instantes y se le desbocó el corazón.
Anaíd suspiró, contó hasta cien, suprimió el hechizo y procuró pensar en un bocadillo de jamón y un buen vaso de zumo de naranja. Luego llamó al timbre y pidió a recepción una venda por favor. Un botones solícito se la entregó a través de la puerta entreabierta y Anaíd vendó su mano culpable.
Con las prisas y las dificultades del vendaje llegó tarde a desayunar. Ya habían retirado el servicio.
Conectarse a un ordenador con la mano vendada, un ojo puesto en la pantalla y otro en la puerta no era fácil. Anaíd lo descubrió mientras intentaba comunicarse a la desesperada con Roc. Le rugía el estómago de hambre y notaba que, a pesar de la venda, su mano resplandecía; dos detalles suficientes para convencerse de que todos los clientes y empleados del hotel se fijaban en ella al pasar y la miraban como a un bicho raro.
No había para menos, teniendo en cuenta que el ordenador estaba ahí en medio, como si fuera el aparador de una tienda de modas y Anaíd fuera su maniquí vestida con harapos cubiertos de barro. Parecía salida de un naufragio.
Un orondo turista, con la cara roja como un pimiento, unas bermudas chillonas y una máquina de fotografiar colgada al cuello, se detuvo a su espalda y comenzó a fisgonear lo que escribía Anaíd en la pantalla sin ningún disimulo.
Anaíd no podía echarlo, estaba en su derecho, nadie prohibía mirar, aunque fuera de mala educación.
Probó con el Messenger pero Roc no estaba conectado en ese momento. Natural, era hora de clase. Le envió un e-mail.
Roc, porfa, contéstame, dime algo. Necesito hablar contigo sin que nadie lo sepa. Vda o mrte.
Quizá hiciera prácticas de español, pero lo cierto es que el turista leyó con atención el mensaje de Anaíd y se rascó la cabeza. ¿So había emocionado o no entendía ni palabra?
Anaíd, con los dedos temblorosos sobre el teclado, giraba continuamente la cabeza hacia la puerta. Selene podía aparecer en cualquier momento. En recepción le habían dado un papel suyo escrito a mano:
Anaíd, he ido de compras, espérame. Regresaré a comer.
Con la caravana en llamas habían perdido todo su equipaje y ni siquiera tenía ropa limpia que ponerse.
El turista, animado, le dio dos golpecitos en la espalda para avisarla de que tenía respuesta. En efecto.
Triste respuesta. El mail le era devuelto por dirección desconocida. ¿Otra vez? Baalat no podía haber interferido tan rápido. ¿Cuál era la nueva dirección de correo de Roc? ¿Cómo podría comunicarse con él?
Y de pronto sintió que la inundaba un sudor frío que le pegó la camiseta a la piel. Las manos le resbalaron sobre el teclado y la sangre se retiró completamente de su rostro imprimiéndole una palidez espectral. Acababa de recibir un e-mail desconocido. Se titulaba: T adoro, Anaíd. Y firmaba una tal Dácil.
Dudó unos instantes antes de hacer el doble clic sobre el mensaje para abrirlo. Fue el turista quien la animó a hacerlo. Hasta la ayudó a mover el ratón sobre el tapete verde de la mesa.
Anaíd, stoy loka por conocrte. Stoy buskándote x tdas prtes. ¿Dnde stas? Vngo de muy Ijos, smpre he sñado ser tu amga y aora ke he vndo arrisgandome no t nkntro pr nguna prte. Tines que slir a la luz. sn miedo.
Bsos .
Dácil
Y en ese preciso momento, cuando leía con incredulidad ese mensaje absurdo, inquietante, de esa tal Dácil de la que nada sabía, oyó la voz de Selene inquisitiva reprendiéndola:
– ¿Qué haces, Anaíd?
En la puerta, cargada con bolsas y cara de pocos amigos, estaba Selene. El peso de las bolsas le impedía avanzar con rapidez. Anaíd se sintió cazada en falta. Y lo estaba. Su reacción fue inmediata y sin darse cuenta borró el mensaje pensando que así borraba la huella de su delito. Y antes de que Selene se acercase demasiado, salió rápidamente de su Hotmail y se levantó de la mesa.
– ¿Con quién estás hablando? -tronó de nuevo Selene.
El turista fue providencial, porque en ese instante se sentó al vuelo en la silla libre, cogió el ratón abandonado sobre la mesa y lo movió resoluto pretendiendo conectarse a su vez. Anaíd vio el cielo abierto y señaló al nuevo propietario del ordenador.
– No sabía cómo funcionaba y le estaba ayudando.
Y apostando fuerte todas sus cartas a ese farol, sonrió efusivamente al turista, con quien no había cruzado ni una sola palabra anteriormente, y le dijo con aplomo:
– Pues ya está, ahora ya sabe cómo funciona: no tiene más que hacer el doble clic en el icono de la E.
Y se fue hacia su madre con aspecto de niña que no ha roto un plato en su vida para ayudarla con las bolsas.
– Dame, dame, que vas muy cargada.
– ¿Y eso? -señaló Selene su mano vendada.
Anaíd dudó.
– Ya sabes, la huella del cetro me quema y así me protejo.
Pero una vez en el ascensor no pudo reprimir su ansiedad.
– ¿Lo escondiste tú, verdad?
Selene no parpadeó.
– O sea, que lo has estado buscando.
Anaíd bajó la cabeza disimulando su apuro. Mentiría.
– No sé cómo, ni dónde.
– ¿Has mirado en la habitación de tu padre?
A Anaíd se le revolvieron las tripas. ¿Cómo su propia madre podía llegar a ser tan mezquina?
– Sí, claro -continuó mintiendo.
– ¿Y?
– Nada.
– Era una estupidez suponer que estuviese aquí. Puede hacerlo viajar a cualquier parte.
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