Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Calló. Era evidente que lo que ella creyese o dejase de creer traía sin cuidado a su madre.

– Gunnar es peligroso, tenemos que preservarnos.

Pero Anaíd saltó enfurecida.

– Mi padre me ha salvado la vida.

– Claro.

– ¿Pues entonces…?

Selene le echó en cara lo que para ella era evidente.

– ¿No te das cuenta de que ha sido él quien ha robado el cetro?

Anaíd balbuceó:

– ¿Qué…?

– Es así de perverso, Anaíd. Tienes que desconfiar de sus actos por definición.

Anaíd consiguió desatascar su asombro ante tamaña desfachatez.

– Mató a Baalat y puso su vida en peligro.

– Claro, yo misma fui testigo, pero eso no significa que no fuera una estratagema,

– ¿El qué?

– El ataque.

– ¿El ataque de Baalat? ¿Quieres decir que Gunnar lo planificó?

Le pareció simplemente absurdo, pero Selene fue vehemente.

– Siempre que sucede algo debes preguntarte quién sale beneficiado y por qué. A veces las crisis se provocan. Sé perfectamente que Gunnar pudo dejar pistas de nuestra supuesta indefensión, invitar al enemigo a atacarnos y luego quedarse con el cetro y esconderlo.

Anaíd se llevó las manos a los oídos para no escuchar más las insidias de Selene. No podía concebir algo tan tortuoso, tan sumamente complicado. Y sin embargo, había algo de verdad en su acusación. Estaba prendada de Gunnar y eso era tan cierto como que Selene estaba celosa de ella y no podía aceptar que su padre la quisiera.

– Mi padre me quiere.

– No es cierto. Te utiliza, se sirve de ti.

Anaíd no pudo soportar más la intransigencia de su madre.

– ¿Es que nadie me puede querer? ¡Roc también me quiere, aunque te fastidie!

Selene calló repentinamente. No replicó con el desparpajo y la rapidez que eran característicos en ella. Por algún motivo Anaíd había dado en el blanco y la había dejado en evidencia. ¿Era porque había mencionado a Roc? ¿Qué pasaba con Roc? ¿Sabía Selene alguna cosa que ella no supiese? ¿Le estaba escondiendo algo?

– Mamá, ¿qué pasa con Roc?

Selene rehuyó su mirada y desvió la cabeza hacia la ventanilla. Se frotó nerviosamente su dedo anular, como si aún fuera ella la que luciese la sortija de esmeralda y pidiese ayuda a algún espíritu para sacarla del aprieto. Eso inquietó más si cabe a Anaíd.

– Mamá, contéstame… ¿Qué ha pasado?

– Es que no te conviene saberlo ahora.

– ¿El qué? -insistió Anaíd con un hilo de voz -. ¿Le ha pasado algo? ¿Está bien?

Selene suspiró y apretó su mano.

– Está bien, pero…

– ¿Pero qué?

– Ha vuelto con Marion -dijo Selene, y desvió la mirada avergonzada.

Anaíd había barajado mil posibilidades en un segundo: que hubiese sido víctima de alguna Odish, que hubiese sufrido un accidente o hasta que hubiese perdido la razón, pero volver con Marión ni se le había pasado por la cabeza. Le dolió como cuando se caía con la bicicleta y le quedaban manos y rodillas sangrando y el cuerpo dolorido por el impacto. Le dolía físicamente. Veía estrellas parpadeando como tras un choque brutal.

– ¿Por qué? ¿Eh? ¿Por qué?

Y sin esperar respuesta estalló en un llanto sincero, un llanto de desconsuelo que Selene intentó calmar, aunque su esfuerzo era inútil puesto que las penas de amor son inconsolables.

Unas horas más tarde, tras haberse dado un baño de agua caliente y haber tomado un tentempié frío que les sirvieron a regañadientes porque la cocina estaba cerrada a esas horas, Anaíd se tendió en la cama de la habitación que compartía con su madre e intentó dormir.

Si bien su cuerpo lo necesitaba, su cabeza no se lo permitía. Ya no sólo era la tristeza de la imposibilidad de reconciliar a sus padres. Esa esperanza había sido un globo que se había pinchado súbitamente. Ahora una frase tamborileaba insistentemente en sus oídos: «Ha vuelto con Marion, Roc ha vuelto con Marion, ha vuelto con Marion…» La oía una y otra vez como un estribillo repetido hasta la saciedad. Iba y venía y a modo de péndulo regresaba fatalmente a su oído martilleándolo con esa frase odiosa.

Se levantó de un salto y salió sigilosamente a la pequeña terraza de la habitación. Se sentó en una mecedora y meció su angustia, pero no consiguió echar de su cabeza la pregunta que le mordía rabiosa:

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Convocó a Yusuf en un rapto de ira. Los espíritus lo sabían todo, o eso era de lo que alardeaban.

– ¿Mi señora?

– Dime, Yusuf, ¿por qué me ha dejado Roc? ¿No le gustaba?

– Oh, sí, mi señora, estaba loco por vos, pero eso fue antes de beber la pócima.

– ¿Qué pócima?

– La del olvido, mi señora.

– ¡¿Roc bebió una pócima del olvido para olvidarme?!

– Efectivamente.

– ¿Y por qué? ¿Por qué tenía que recurrir a algo así?

– Él no lo decidió, mi señora.

– ¿Entonces quién fue?

– Se la proporcionó su madre.

– ¿Elena? -preguntó con incredulidad-. ¿Elena preparó una poción del olvido para Roc y se la dio a beber?

– Así ocurrió.

– ¿Por qué?

– Porque así lo convino con Selene.

Anaíd se detuvo en el acto. Un escalofrío le recorrió lentamente la espina dorsal. ¿Acababa de oír bien? El espíritu había dicho fue Selene quien convino con Elena que Roc tenía que olvidarla. Todo comenzaba a cobrar sentido, aunque casi no se atrevía a continuar con su interrogatorio.

– ¿Y mi madre por qué lo decidió?

– Vuestra madre considera que los amoríos os restan fuerza y concentración. Pensar en Roc entorpece vuestra misión y os distrae de vuestro cometido.

A Anaíd le hirvió la sangre en las venas.

¿Ése era el código Omar que tanto se habían empeñado en inculcarle? Selene usaba la magia Omar para sus propios fines. Interfería en los sentimientos humanos con pócimas, como hizo de joven con Gunnar, como a lo mejor había continuado haciendo con tipos como Max. ¡No tenía vergüenza, ni justificación alguna! Era simplemente un acto mezquino.

– ¿Y mi cetro? ¿Y el cetro de poder?

– Lo tiene… ella.

– ¿Dónde?

– En un lugar que conocéis.

– ¿Cuál?

– No me está permitido decíroslo, pero podéis VERLO. Ahora vuestra mano es el espejo de vuestros deseos.

– ¿Mi mano?

Y contempló con estupor la palma do su mano. Resplandecía, su herida le quemaba, pero bajo la herida la luz de la verdad salía a borbotones.

– ¿Mi mano me permite ver a través de los espejos?

– Sí, mi señora. El cetro es vuestro y vuestro es el poder de saber dónde se oculta.

Anaíd se quedó pensativa unos instantes.

– Gracias, Yusuf, te has portado muy bien, has sido valiente y te mereces el descanso eterno.

Una luz de esperanza brilló en los apagados ojos del guerrero.

– ¿Y mis hombres?

Anaíd se sintió generosa.

– Tus hombres también.

Y ante la perplejidad del curtido almorávide, que había convivido tantos siglos con la incertidumbre, Anaíd pronunció las palabras mágicas que le concederían la paz.

– Descansad pues, Yusuf Ben Tashfin, tú y tus hombres, de este transitar inútil en el mundo de los vivos. Penetrad en el reino de los muertos y encontrad vuestro camino hacia la eternidad. Yo, Anaíd Tsinoulis, así os lo ordeno.

Yusuf apenas pudo agradecerle su gesto con una sonrisa. Pronto, su imagen fue simplemente un recuerdo efímero.

Anaíd se secó las pocas lágrimas que le quedaban, se levantó con determinación, se dirigió al baño, cerró la puerta y levantó su mano hacia el espejo. Las palabras que deseaba salieron solas, sin conocerlas.

Alm nu olplemp.

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