– Ha sido Baalat, está aquí. ¿Recuerdas lo que nos ocurrió? Yo me comuniqué con ella, la invoqué.
Selene detuvo su frenética danza unos instantes. Jadeando y con las manos en la cintura, mientras el agua resbalaba por su cuerpo, respondió con contundencia a Anaíd:
– Es tu padre. Era él quien nos seguía y fue él quien nos atacó para asustarnos y hacernos creer que estábamos en peligro.
Y en ese momento, Gunnar saltó por encima de Anaíd, cosa harto difícil, puesto que Anaíd era bastante alta. Prácticamente voló por los aires, aterrizó sobre Selene con violencia y, sin mediar palabra, le propinó un fuerte golpe en la cabeza; acto seguido se la echó sobre los hombros como si fuera una muñeca de paja. Selene, desvanecida, balanceaba brazos y piernas al ritmo de las zancadas de Gunnar, que se alejaba hacia el bosque huyendo en una alocada carrera con su prisionera.
Todo ocurrió en pocos segundos ante la mirada atónita de Anaíd, que apenas tuvo tiempo de sacar su átame y salir corriendo para librar a su madre del ataque furioso de Gunnar, a quien hacía unos instantes consideraba el padre más tierno y maravilloso del mundo.
¿Cómo podía haber sido tan ciega? ¿Cómo podía haberse dejado engañar de esa forma tan estúpida? Apenas pudo gritar -«déjala»- o le pareció que gritaba. No estuvo segura porque el ruido se adueñó del silencio y las palabras chocaron contra el fragor del sonido del agua. No se dio cuenta de nada porque tenía lodos sus pensamientos ocupados en rescatar a Selene y librarse de ese padre desconocido a quien había otorgado su confianza ciegamente. Por eso no la oyó hasta que la tuvo encima y su rugido fue demasiado evidente para ignorarlo.
Al darse la vuelta el horror la paralizó.
Detrás de ella, a unos pocos metros, una ola monstruosa avanzaba en su dirección a la velocidad de la luz, barriendo todo cuanto hallaba a su paso. Como todas las riadas, apareció de repente, pero llevaba fraguándose un buen trecho. El lecho seco y profundo de la riera se había llenado con el agua de los torrentes secos que bajaban de la sierra hasta convertirse en un río embravecido. Un cúmulo de aguas turbulentas que arrastraban consigo ramas, piedras, animales y árboles, que lamían la tierra con voracidad y se llevaban cuanto encontraban por delante.
Anaíd permanecía inmóvil, en medio de ese lecho que pronto se inundaría de agua. El rugido del cataclismo la había paralizado como lo hacía en tiempos ancestrales el rugido del león. La niña, hipnotizada por la fuerza asesina del agua, era incapaz de reaccionar. Hasta que sintió unos brazos rodeándola no despertó de su ensimismamiento. Era Gunnar que, tras haber dejado a Selene en lo alto del pinar, había corrido en su búsqueda. Fue Gunnar quien la levanto en volandas y la lanzó como un fardo fuera del cauce mientras recibía sobre su cuerpo el impacto tremebundo del agua y era engullido por ella.
– ¡Noooo! -gritó Anaíd al caer en el suelo cubierto de finas agujas de pinaza y resina, viendo cómo ese río desbocado y furibundo se llevaba consigo a su padre.
Le veía bracear desesperadamente intentando sujetarse a cuantas ramas se cruzaban en su camino, pero ninguna era lo suficientemente fuerte para detener el empuje de las aguas y sostener su peso.
Selene estaba inconsciente y los braceos de Gunnar eran cada vez más intermitentes y débiles. Pronto sucumbiría. Nadie podía ayudarlo excepto ella.
Anaíd se creció y comprendió que, si realmente quería salvar a su padre, le quedaban pocos segundos para poner en juego sus poderes.
Concentró todas sus energías en dominar el agua. Era la primera vez que lo intentaba y no resultaba nada sencillo, pero si las Omar de agua conseguían pacificar los océanos, ella, iniciada por el clan del delfín, intentaría detener el curso del torrente. A pesar de la dificultad, alzó las manos con las palmas abiertas y musitó unas palabras en la lengua antigua:
– ¡Osneted semenditlor!
Lo pronunció con contundencia; la energía que brotó de su mente y se expandió por sus miembros se dirigió hacia las embravecidas aguas. Anaíd mantuvo el pulso con el río por espacio de un tiempo que le pareció eterno. El empuje del agua tenía la fuerza de mil cataratas y su sola voluntad mágica no bastaba para detener esa inercia enorme. Consumió todas sus energías en esa lid y notó cómo se le agarrotaban los dedos uno a uno y los calambres recorrían dolorosamente sus brazos extendidos. Pero no se amilanó. La vida de Gunnar estaba en juego y se mantuvo firme, presionando, aguantando y conteniendo el caos, hasta que poco a poco fue disminuyendo la presión y el curso del torrente desbocado fue amortiguando su velocidad hasta detenerse casi completamente, convertido en un riachuelo inofensivo.
Anaíd, exhausta, dejó caer los brazos y cerró los ojos unos instantes, para luego tomar aire y salir corriendo hacia donde supuestamente debía de estar Gunnar.
En efecto, encontró su cuerpo unos centenares de metros más abajo; estaba amoratado y no respiraba. Sin perder la calma, contempló su vientre hinchado, se arrodilló junto a él y apretó la boca de su estómago con ambas manos, presionando con los puños y usando la poca fuerza que le quedaba para desbloquear su laringe obturada y obligarle a expulsar el agua que encharcaba sus pulmones. Una vez, otra, otra. Los masajes eran potentes y certeros, y por fin el agua fue saliendo en pequeños surtidores por su boca; y tras el agua le sobrevino un acceso de tos. Inmediatamente, Anaíd se agachó y tapó su nariz mientras le proporcionaba aire con la boca sin olvidarse de masajear su pecho. Sintió el calor de sus labios, los latidos de su corazón que se instalaban de nuevo en aquel corpachón enorme y generoso, y con una emoción mayor si cabe que cuando lo vio por primera vez, asistió a su renacer.
Gunnar parpadeó, abrió los ojos poco a poco y se hizo cargo de la situación. Era rápido, muy rápido. Fue el primero que se percató de la catástrofe y que prefirió noquear a Selene para evitar pelear con ella antes de que la arrastrase la corriente.
– Selene -murmuró mirando a Anaíd.
– Ella está a salvo, donde tú la dejaste.
Se incorporó y él mismo, sin ayuda de su hija, dio unos pasos vacilantes, se agachó y vomitó toda el agua que había tragado. Luego, como si en lugar de haber estado a las puertas de la muerte se hubiese dado un chapuzón, tomó a Anaíd de la mano y la alejó del lugar donde estaban.
– ¿Has detenido las aguas?
– Te estabas ahogando.
– Debes de estar agotada. Has consumido mucha energía.
Y Anaíd se dio cuenta de que, en efecto, estaba desfalleciendo.
– Lo importante es que ya acabó.
Gunnar la cogió en brazos antes de que cayese desmayada y, sólo entonces, la corrigió:
– Lo siento, pero justo acaba de empezar.
Un relámpago iluminó momentáneamente el valle, como un cohete de fogueo que precede a la traca. Pronto, el cielo estalló en mil pedazos. La tormenta de agua se trocó en una tormenta eléctrica de dimensiones desproporcionadas. Los rayos caían aquí y allá sin tregua y a cada estallido los tímpanos flaqueaban, a punto de reventar, y cada resplandor hería la retina. Gunnar, sin embargo, avanzaba hacia el bosque para rescatar a Selene del refugio incierto que constituían los pinos, que uno a uno iban siendo abatidos por los rayos.
Anaíd, casi semiinconsciente, pensó que estaba asistiendo al fin del mundo. No había un pedazo de tierra seguro donde refugiarse. El fuego y las descargas eléctricas estaban arrasando todo el perímetro que la rodeaba. Baalat iba a por ella y ella se había quedado sin fuerzas.
Gunnar llegó por fin al lugar donde había dejado a Selene, pero Selene no estaba. En su lugar sólo quedaba la cinta con la que acostumbraba a recogerse el pelo.
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